En el debate entre lo público y lo privado se ha olvidado lo más común. Para empezar, los primeros bienes de la humanidad fueron comunales. Tenemos los bienes comunes naturales, como el agua, el aire, la tierra, los montes, la biodiversidad o el sol. Por otro lado tenemos los bienes comunes culturales, como las lenguas, […]
En el debate entre lo público y lo privado se ha olvidado lo más común. Para empezar, los primeros bienes de la humanidad fueron comunales. Tenemos los bienes comunes naturales, como el agua, el aire, la tierra, los montes, la biodiversidad o el sol. Por otro lado tenemos los bienes comunes culturales, como las lenguas, los conocimientos, las fiestas, los juegos, las danzas, las comidas, los chistes o las canciones. Además en el mundo tecnológico hemos alcanzado otros bienes comunes, como el software libre, el código abierto, el blogging o las redes sociales. Los comunes siempre han estado al alcance de todos. Solo con el tiempo se impuso la propiedad privada como forma de posesión discriminatoria. El historiador de la economía Karl Polanyi lo llamó «la gran transformación» y dató el inicio de este fenómeno en el cercamiento de tierras en la Inglaterra del siglo XVIII.
Históricamente, cuando lo privado empezó a deteriorar lo común, se vio la necesidad de habilitar bienes públicos, bajo la protección de las instituciones del Estado social. Mediante esa red institucional algunos bienes comunes pasaron a titularidad pública, con el fin de que se garantizasen ciertos derechos sociales y colectivos. Ahora bien, en ocasiones este contrato social y su monopolio han tenido un efecto perverso: una vez que los bienes comunes han pasado a ser públicos, estos últimos se sostienen en época de bonanza, pero en momentos de crisis son privatizados o directamente son eliminados. La salud y la educación de nuestros cuerpos en común empiezan a padecer este efecto pernicioso, desde la economía hasta la cultura. Con ello lo público se convierte en aliado de lo privado para expropiar lo más común en nuestras vidas. Igual que ya ocurrió en el pasado con los bienes de la diversidad ecológica.
Los pueblos están llenos de usos y tradiciones comunes, desde actividades populares hasta el potlatch y el auzolan. Las ciudades también presentan sus bienes comunes. Las plazas y las calles, en todas sus manifestaciones, están repletas de actos y gestos compartidos sin los cuales no funcionarían ni lo público ni lo privado. Pero esto se ignora con frecuencia. Ahora está de moda ser elitista y exquisito. En el ámbito de la empresa y de la academia se habla mucho de la excelencia, incluso en este gurruño de crisis, aunque nadie sepa a ciencia cierta para qué sirve. Y yo, qué quieren que les diga, pues que no me siento nada excelso. Más bien me siento de lo más común.
Fuente: http://www.noticiasdenavarra.com/2012/11/04/sociedad/de-lo-mas-comun