Poderosa arma la palabra. Segmento del discurso unificado que se caracteriza habitualmente por el acento, el significado y su pausas potenciales inicial y final. La facultad de hablar. La aptitud oratoria. Pequeños granos de arena que sirven para construir enormes montañas a base de disertaciones, soflamas y alegatos. La voz del alma, la manifestación sonora […]
Poderosa arma la palabra. Segmento del discurso unificado que se caracteriza habitualmente por el acento, el significado y su pausas potenciales inicial y final. La facultad de hablar. La aptitud oratoria. Pequeños granos de arena que sirven para construir enormes montañas a base de disertaciones, soflamas y alegatos. La voz del alma, la manifestación sonora del lenguaje, que dicen los marxistas clásicos que representan la consciencia real, práctica, la realidad inmediata del pensamiento. Ruido que se ordena gramáticamente. Sí, poderosa arma. Casi tan poderosa como el cuerpo al que sirve de sombra (y que falsamente llaman su oponente); el silencio. La falta de ruido. La abstención de hablar. La falta u omisión de discursos hablados o escritos. La pasividad del oyente interpelado en sus no respuestas. Porque la palabra se proyecta siempre sobre un cuerpo silencioso. Porque ni todas las palabras son iguales, ni todos los silencios expresan lo mismo. Porque hay palabras que callan o mandan callar, y silencios que hablan o incitan a hablar.
Dice Vicente Romano[1] que las palabras pueden ser como minúsculas dosis de veneno que pueden tragarse sin que uno se dé cuenta. Un arma letal que a primera vista parece no tener efecto y luego, al poco tiempo, acaba por manifestar una espeluznante reacción tóxica. Palabras que hablan para silenciar con sus gritos la realidad. Lo estamos viendo en Palestina. Se llama terrorista al que resiste y resistente al que asesina. Se legitima la defensa del que ataca y se criminaliza el derecho al defenderse de que está siendo atacado. Se cataloga de mundo libre al que oprime y de fundamentalista al oprimido. Los proyectiles aéreos de ambos bandos son por igual misiles, aunque unos sean de andar por casa y los otros recién llegados de algún laboratorio tecnológico en la luna o más allá. La masacre, el genocidio, el holocausto que se abre antes nuestros ojos es llamado como mucho «acción desproporcionada», cuando no llanamente un simple «ataque sobre Gaza». El terror, los muertos civiles, son «daños colaterales». Los milicianos de Hamas directamente no son personas (se les puede matar alegremente sin que a nadie deba importarle).
Y frente a todo esto, el silencio. El silencio del sordo. El silencio de quien no escucha, de quien no oye, de quien necesita usar sus propios códigos simbólicos para comunicarse a base de gestos, de quien se niega a otorgar significado a sus palabras según le manden desde el poder establecido, desde los medios cómplices y los gobiernos títeres. Porque, como afirmase Wittgenstein, el sentido del lenguaje es su uso y su uso forma parte de un juego. Un juego donde lo que importa son las reglas que se comparten entre los participantes, más aún, lo que importa es quien marque las reglas. Un juego donde los actores están inmersos en un contexto y es en tal contexto desde donde sus palabras cobran un sentido. Un juego donde uno actúa a sabiendas de que sus compañeros le entenderán, porque ellos también son parte del juego, comparten unas mismas reglas y otorgan un mismo significado a las palabras. Un juego donde las reglas pueden variar de un contexto a otro, pero donde siempre hay un hermetismo que se cierra sobre sí mismo. Por eso llamar a las cosas por su nombre, más allá del significado que se le pretenda dar desde el poder establecido en un contexto determinado, es un silencio. El silencio de la desobediencia. Un silencio sonoro, pero un silencio. Silencio de entrada, no de salida. Silencio porque no se escuchan las palabras que nos lanzan desde el poder como sutil veneno, porque no se tragan, porque no se ingieren. Es, como digo, el silencio del sordo, del sordo que se salva a sí mismo de caer en la trampa del poderoso, que se salvaguarda con su no escuchar de entrar en el juego dirigido por el poder y ser un actor más dentro de él.
No, ¡yo no te oigo!, hemos de decirle. Tus palabras son huecas para mí, tus discursos son como el silencio, como aquel silencio que no dice nada, que no expresa nada. No conseguirás hacer cambiar con ellos el sentido de mis propias palabras, que me son dadas por la realidad tal cual es, por los hechos tal y como suceden: El terrorista es Israel y Hamas la resistencia. El único que tiene derecho a la legítima defensa es el ocupado, el bloqueado, el que lleva 60 años pasando miserias y penurias. Los ataques del otro bando son y serán siempre ataques del invasor, del ocupante, del terrorista que asesina al pueblo palestino, del abusón, del matón de barrio, del que cada día humilla con sus actos la existencia de millones de personas. La masacre, el genocidio y el holocausto son eso: masacre, genocidio y holocausto. Lo fueron cuando las víctimas eran los judíos y lo son ahora cuando estos mismos, al menos una parte de ellos, se han convertido en verdugos. ¡No me hables para decirme lo contrario, que no te escucho! Soy sordo ¡Tus palabras para mí son sólo silencio! Del que no dice nada, del que no expresa nada. Del hueco, del vacío, del que no se oye. Porque hay otros silencios que sí dicen, que sí expresan, y mucho.
Como expresa, por ejemplo, el silencio de los principales líderes políticos del mundo capitalista ante el genocidio que estamos viviendo. Un silencio que lo expresa todo: la complicidad con el asesino, la indiferencia ante el asesinado, la cobardía, la miseria, la indecencia, la falta de humanidad. Eso expresa. Un silencio que hace más daño que la palabra de mil asesinos sionistas confesos. Porque sin este silencio, ellos no podrían hacerlo. Un silencio que sólo con rozarte te tiñe de color rojo; del rojo de la sangre del pueblo palestino. Un silencio que hace resonar el eco de terribles gritos; los gritos de aquellos niños palestinos que se desgañitan mientras van muriendo lentamente. Un silencio que huele a putrefacto; como huelen las calles de Gaza después de cada bombardeo. Un silencio que los habitantes de la franja pueden ver, oír, sentir, palpar y saborear amargamente mientras disfrutan de otro silencio, un silencio agradable, el silencio que se abre desde ayer con las tres horas al día que ahora los sionistas les vienen dando para que tengan tiempo de regocijarse en su propia miseria. Porque salir estos días a las calles de Gaza, aun cuando hayan parado de caer las bombas, debe ser algo similar a eso, algo muy parecido a danzar sonriente en medio del infierno; alegre y gozoso por unos instantes a pesar de estar rodeado de penurias y tormentos. Callan las bombas, pero sigue hablando la mala suerte, la miseria de un pueblo. Aún así el parar de las bombas debe ser un maravilloso silencio para ese pueblo.
Y menos mal que detrás de tanto silencio cómplice que proviene de los líderes occidentales capitalistas, a lo lejos, cuando las bombas callan y los palestinos abren sus oídos al mundo, le podrán llegar también tibiamente los ecos de la esperanza. La esperanza que mantienen levantada millones de personas en todo el mundo, que no han dudado en movilizar sus conciencias para protestar contra la afrenta. La esperanza que, por ejemplo, ha sabido canalizar Hugo Chávez hasta convertirla políticamente en un gesto de rabia que rompe de lleno con el silencio asesino de sus homónimos en el mundo capitalista. Sí, ha tenido que ser otra vez Hugo Chávez, como en la guerra del Líbano de 2006, quien levante su voz para denunciar la masacre, el genocidio y el holocausto que estamos presenciando en medio de una comunidad internacional que permanece callada, quien además haya hecho uso de su palabra para pedir lo que millones en todo el mundo estamos pidiendo: que los criminales de guerra israelíes sean juzgados en tribunales internacionales, al igual que en su momento lo fueron los líderes nazis u otros famosos genocidas de la historia. Ha tenido que ser precisamente Hugo Chávez. Aquel al que, no hace tanto, mandasen a callar desde el imperialismo occidental. Que curioso.
Todos sabemos que si por ellos fuese Israel no pararía hasta que reine la paz: la paz de los cementerios. Y ya sabemos todos también que los cementerios son sitios donde habitualmente suele haber mucho silencio. Es la forma que el estado sionista tiene de mandar a callar al pueblo palestino, sabiendo como saben que de otra manera jamás logrará acallar sus gritos. Sabiendo como saben que mientras quede un sólo palestino vivo seguirán gritando hasta hacer que a Israel le revienten los oídos. Por eso y sólo por eso quieren obligarlos a permanecer para siempre en silencio. Muerto el perro no sólo se acaba la rabia, también se termina con el molestar de sus ladridos.
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[1] Vicente Romano, «La intoxicación lingüística (el uso perverso de la lengua)», El Viejo Topo, 2007