Por la consagración de la ética clamaba en estos días un ilustre inmoral, uno de esos expertos en convocar proscritos para después fingir la sorpresa de su ausencia, pero al margen de los vacuos discursos de sus accionistas, los mismos que predican sus obscenas bondades cada vez que precisan recuperar su estima delante de un […]
Por la consagración de la ética clamaba en estos días un ilustre inmoral, uno de esos expertos en convocar proscritos para después fingir la sorpresa de su ausencia, pero al margen de los vacuos discursos de sus accionistas, los mismos que predican sus obscenas bondades cada vez que precisan recuperar su estima delante de un espejo que no les escupa sus cínicas e hipócritas sonrisas, ¿qué se ha hecho de la ética? ¿A dónde ha ido a parar esa gran legisladora que se afirma cuanto más se olvida y se miente cuanto más se invoca?
¿Qué ética que por tal se tenga podría atreverse a exponer sus virtudes y compartir escaparate y precio con los más viles y mercuriales intereses? ¿Qué ética, por estricta que sea, podría sobrevivir a la coronada fetidez de una regia letrina con rango de estado que festeja la podredumbre, condecora la iniquidad y recompensa el crimen? ¿Y a quién le importa que hayamos convertido en una triste y burda caricatura esas mínimas referencias que puedan distinguirnos como seres humanos, todos esos derechos que hemos ido amasando a lo largo de siglos de razón y lucha, y que ahora se desmontan, apresuradamente, para que ni siquiera haya constancia de que fueron?
Bastaría detenerse unos minutos en la crónica diaria de mentiras impresas o en la verdadera identidad de quienes hoy se erigen en genuinos baluartes de la moral, impostores que no resistirían el mínimo cateo a sus memorias, para entender qué se ha hecho de la ética, a que desgraciada condición se la ha reducido y cuantos canallas la conjugan en todos sus tiempos.
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