El “debate presidencial” que el Consejo Nacional Electoral del Ecuador realizó los días 16 y 17 de enero pasado, con la participación obligatoria de los 16 candidatos, no respondió a las expectativas que tuvo la ciudadanía.
Tampoco podía brindar mayores luces ni orientaciones, si se toma en cuenta que el formato, los temas centrales y las principales preguntas respondieron al criterio de un comité de “notables”. Y no era posible esperar mucho de una mayoría de candidatos cuyo rudimentario conocimiento de las realidades del país les impulsa a ofrecer soluciones personales e “imaginativas”.
Es necesario ir más allá del debate para entender cuál es el escenario de las confrontaciones. Porque el centro de ellas se encuentra en el campo económico y tiene una larga historia.
Si bien en sus dos años finales de gobierno, Osvaldo Hurtado (1981-1984) adoptó las primeras medidas “aperturistas” en economía y firmó la primera Carta de Intención con el FMI, fue con el gobierno de León Febres Cordero (1984-1988) cuando la oligarquía empresarial pasó a controlar directamente el Estado y a edificar un modelo de economía inspirado en el “neoliberalismo” que, en aquellos tiempos, fue impulsado agresivamente desde los EEUU por el gobierno de Ronald Reagan (1981-1989). A pesar de la relativa interrupción a sus intereses, que representó el gobierno de Rodrigo Borja (1988-1992), con Sixto Durán Ballén (1992-1996) se retomó el camino inaugurado por el febrescorderismo, incluso bajo condiciones mundiales favorables, provocadas por el derrumbe del socialismo soviético, que hizo pensar que el horizonte humano, como lo argumentó Francis Fukuyama en un famoso libro (1992), era el “fin de la historia” bajo economías de mercado con democracias de tipo occidental. En América Latina, durante los noventas, se extendió el decálogo del “Consenso de Washington” (1989), que solo suponía bondades con mercados desregulados.
Los gobiernos de Abdalá Bucaram (1996-1997) y Fabián Alarcón (1997-1998) fueron instrumentos del modelo económico empresarial, que se continuó con Jamil Mahuad (1998-2000), Gustavo Noboa (2000-2003), Lucio Gutiérrez (2003-2005) y Alfredo Palacio (2005-2007). No importa la ideología o el partido político que auspició o respaldó a los gobernantes citados, porque su guía económica fue la misma, lo cual era un fenómeno latinoamericano imparable, a pesar de que durante dos décadas se demostraba en la región que el modelo neoliberal, si bien impulsaba algún crecimiento en sus primeros tiempos y cierta modernización capitalista, se había convertido en un proceso que no solo desestabilizaba la misma economía, sino que la sometía al capital transnacional, desarticulaba la institucionalidad, fomentaba la corrupción, concentraba el poder y la riqueza en una elite y deterioraba, sistemáticamente, las condiciones de vida y de trabajo de la población. En los países latinoamericanos las protestas y manifestaciones sociales proliferaron durante las décadas finales del siglo XX, varios gobernantes cayeron por causas de corrupción, la ingobernabilidad era extendida y la pobreza, extrema. Abundan los estudios académicos y también los que han realizado instituciones internacionales, incluido el propio FMI, que nunca pudo ocultar las cifras del desastre neoliberal. Ecuador no quedó atrás, con el ascenso de la voracidad rentista de las elites, que acompañó a la crisis política: 7 gobiernos en una década, con 3 presidentes electos, pero derrocados.
La hegemonía neoliberal-empresarial no pudo evitar que, como contraparte, surgiera otro proceso histórico: la acumulación de fuerzas sociales cuestionadoras de su modelo de economía y sociedad, que se expresó en el apoyo y ascenso de distintos gobiernos que formaron parte del primer ciclo progresista en América Latina, durante los primeros tres lustros del siglo XXI. Esos gobiernos dieron continuidad a los “populismos” clásicos de la región e impulsaron una serie de principios (activo rol del Estado, servicios públicos, impuestos directos, redistribución de la riqueza) comparables con el tipo de economía social de mercado que implantó Europa después de la II Guerra Mundial, o que adoptaron los EEUU con el “New Deal” de Franklin D. Roosevelt (que liquidó R. Reagan, de acuerdo con los análisis que ha realizado Joseph Stiglitz) o que ha seguido el “socialismo” de Canadá.
El gobierno de Rafael Correa (2007-2017) representó a la nueva tendencia. Y también sentó las bases para construir una economía social, que ha sido, desde 1925, con la Revolución Juliana, una aspiración ecuatoriana que en el pasado no logró afirmarse, aunque hubo algunos avances con el desarrollo de los derechos sociales en las progresistas constituciones de 1929, 1945 y 1979; con el desarrollismo de las décadas de 1960 y 1970 que otorgaron un papel rector al Estado en la economía, las inversiones, bienes y servicios públicos, así como su control monopolista sobre recursos estratégicos; por la implantación y desarrollo del sistema de impuestos directos y especialmente sobre las rentas desde 1928 e, indudablemente, por la imposición de los intereses nacionales sobre los intereses privados de la burguesía interna.
Las pasiones y odios despertados por el anti-correísmo (que en las extremas derechas se ha vuelto irracional), impiden la objetividad; pero lo cierto es que la economía social que se avanzó durante el gobierno de Correa demostró las virtualidades de este modelo, que no solo ha merecido estudios nacionales e internacionales, sino la evaluación positiva de los informes de los principales organismos mundiales a los que se puede consultar: CEPAL, a la cabeza, pero también PNUD, OIT, BM y hasta FMI. Desde luego, el “correísmo” demostró sus alcances y sus límites.
Pero si se comprenden bien los procesos históricos de largo plazo, debería observarse que si, por un lado, las elites de la derecha económica representan una fuerza social que quiere controlar el Estado para subordinarlo a sus intereses mediante la implantación del modelo empresarial-neoliberal, que ha sido la tendencia hegemónica durante las décadas finales del siglo XX y que se restauró con el gobierno de Lenín Moreno (2017-2021); también, de otro lado, hay un complejo y hasta contradictorio bloque de fuerzas sociales (sectores populares, trabajadores, indígenas, campesinos, movimientos sociales, pequeños y medianos empresarios, capas medias), que no desean ese camino y que prefieren un modelo de economía social (nada que ver con Venezuela o Cuba, estranguladas por un bloqueo inconcebible, frecuentemente ausente en los análisis), que garantice, por lo menos, buenas capacidades estatales para proveer bienes, servicios (educación, salud, medicina, seguridad social) e inversiones públicas, que potencie derechos individuales, laborales, sociales y ambientales, refuerce los impuestos directos para la redistribución de la riqueza, sujete y controle las arbitrariedades del sector privado.
Por cierto, los estudios de la CEPAL abogan hoy, en medio de la pandemia y del balance de las economías latinoamericanas, por la reconstitución de las capacidades estatales para redistribuir el excedente social (https://bit.ly/3iD29PZ). Y estudios académicos tan sólidos, como los de los profesores norteamericanos Daron Acemoglu y James A. Robinson (2019), demuestran que la ausencia de fuertes e institucionalizados Estados en América Latina, impide la prosperidad económica y la libertad individual, conforme lo ha destacado un importante artículo de Mateo Villalba (https://bit.ly/3c2kGUJ).
Las 16 candidaturas del presente se ubican, históricamente (espero que sea comprensible esta categoría de la ciencia social), en torno a esas dos fuerzas, que han polarizado la vida nacional en el siglo XXI. El banquero Guillermo Lasso es el candidato que representa los ideales de quienes desean dar continuidad al modelo empresarial-neoliberal de economía. La ultraderecha económica incluso quiere ir más lejos y restaurar un dominio oligárquico similar al de la “época plutocrática” (1912-1925), cuando el Estado era un eslabón de la bancocracia, no había Banco Central, Contraloría, impuestos directos, seguridad social, ni leyes laborales, pues incluso la jornada de 8 horas diarias, establecida en 1916, fue burlada. Andrés Aráuz, por su lado, expresa el interés de amplios sectores, identificados con el progresismo de nueva izquierda, que se inclinan a favor de un modelo de economía social. Sin embargo, también es necesario considerar que hay otros candidatos que intentan representar a las fuerzas en conflicto. Por eso, en el lenguaje común, se argumenta que la “derecha” va dividida y, hasta pocas semanas atrás, se pensó que, si se aceptaba la candidatura de Álvaro Noboa, saldría afectado Lasso, aunque Noboa no representa un modelo distinto, que también podría representarlo Isidro Romero. Y, de igual modo, se sostiene que la “izquierda” va dividida, porque Yaku Pérez está respaldado por las izquierdas tradicionales, dirigentes de varios movimientos sociales, los marxistas pro-bancarios y los radicales anticorreístas del sector.
El “debate presidencial” no altera el panorama histórico del Ecuador. Solo los resultados electorales del 7 de febrero definirán cuáles son las fuerzas sociales que logran imponerse en la conciencia ciudadana. Eso es lo que está en juego en el país. Y el triunfo de cualquier candidato tampoco anulará el movimiento de los bloques sociales que marcan las tendencias del siglo XXI. En el largo plazo, sus abismales diferencias de intereses y de concepciones continuarán pesando sobre la vida económica y su conducción política.
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