Escribo para expresar mi solidaridad con la prensa europea, ante los ataques recibidos por parte de grupos radicales. Muchas veces he denunciado la islamofobia que impregna los mass media. Rechazo de plano la publicación de las caricaturas, y las considero un acto de incitación al odio antes que una muestra válida de la libertad de […]
Escribo para expresar mi solidaridad con la prensa europea, ante los ataques recibidos por parte de grupos radicales. Muchas veces he denunciado la islamofobia que impregna los mass media. Rechazo de plano la publicación de las caricaturas, y las considero un acto de incitación al odio antes que una muestra válida de la libertad de expresión. Las caricaturas no son humorísticas ni satíricas, sino pura y simple propaganda de guerra, destinada a crear una imagen monolítica de los musulmanes como terroristas. Se parecen mucho a las caricaturas de los judíos en la Alemania nazi, que contribuyeron a crear el clima propicio para la Shoa.
A pesar de todo ello, siento la obligación de denunciar la reacción desproporcionada de algunos musulmanes. Como musulmán, me produce auténtico bochorno ver enfrentadas la libertad de expresión y la defensa de la figura de Muhámmad (paz y bendiciones). Considero la libertad de expresión como un valor indiscutible, ni islámico ni occidental, sino un valor universal, esencial para el desarrollo de sociedades sanas, en las cuales las capacidades de todos sus miembros puedan desarrollarse libremente. La libertad de expresión es una necesidad imperiosa en los países de mayoría musulmana, dominados por regímenes despóticos de corte pro-occidental. Plantear la defensa del profeta como un ataque a la libertad de expresión es un contrasentido. Defender la libertad de expresión es defender al profeta del islam, a todos los mensajeros de Dios, quienes hicieron de la palabra un vehículo de liberación, devolviendo al lenguaje su sentido.
Los que vociferan y queman embajadas nos provocan lástima, en su incapacidad para escapar a la violencia. La desesperación es una fuerza ciega. Las caricaturas no son más que un detonante, una muestra de los sentimientos enconados que alberga una parte del mundo musulmán ante occidente. Ante la dimensión que han tomado los acontecimientos, no podemos seguir hablando de reacciones ante las caricaturas, se trata de otra cosa.
Los que vociferan y queman embajadas son movidos por el odio y el rencor, y no por el amor al profeta. Odio a todo lo europeo, rencor ante una situación que los musulmanes en el mundo percibimos como humillante. Rencor ante la impunidad con la que se propaga la islamofobia, ante el fascismo cotidiano que envenena nuestras vidas, que hace que los vecinos nos miren con cara de sospecha, que no se nos alquile un piso por saber que somos musulmanes, que tengamos problemas para encontrar trabajo, para abrir mezquitas o tener acceso a la alimentación halal, al cumplimiento de nuestros derechos religiosos. Rencor ante la situación de Chechenia, de Cachemira o Palestina, ante la destrucción de Irak «en nombre de la democracia». Rencor por el apoyo de occidente a tiranías en Oriente Medio, ante el retorno solapado del colonialismo, ante las torturas en Irak, ante las profanaciones del Corán en Guantánamo, ante la prepotencia de los nuevos amos de la tierra.
Pero una cosa son los sentimientos de las masas, y otras las causas de los que han promovido las protestas. Las causas reales hay que buscarlas en el despotismo y la ignorancia. Despotismo e hipocresía de regímenes árabes que se presentan ahora como los defensores del islam, cuando llevan años torturando y robando a sus pueblos, persiguiendo a los partidos islamistas, reprimiendo cualquier forma de disidencia y agitando el fantasma del fundamentalismo para justificar ante occidente la instauración de regímenes totalitarios. La istrumentalización de las protestas es un hecho evidente. Hay mucha gente en el mundo islámico interesada en el choque de civilizaciones, y se han aprovechado la publicación de las caricaturas para manipular a la población y generar una reacción desproporcionada y absolutamente contraria a los valores del islam.
Lo que más nos duele es la ignorancia del ejemplo del profeta al cual se dice defender. El propio Muhámmad fue objeto de toda clase de burlas en su tiempo, y nos dio el mejor ejemplo de como responder a las provocaciones. Rechazó la censura y explicó que no valía la pena alimentar las polémicas absurdas. En ningún momento perdió la calma, e incluso llegó a pedir a Dios que perdonase a aquellos que lo habían insultado. En el Corán queda reflejado este comportamiento, que debería servir de modelo para todo musulmán: «Los siervos del Compasivo son los que van por la tierra humildemente y que, cuando los ignorantes les increpan, dicen: ¡Paz!» (Corán 25:63). Los que vociferan y queman embajadas tienen muy poco que ver con la definición que el Corán nos ofrece de los musulmanes. Ellos son culpables: han cometido delitos en nombre del islam, han contribuido de forma irracional a la divulgación de las caricaturas, han aumentado de forma estéril la polémica, dando satisfacción a sus a utores.
¿Cómo se pretende defender a Muhámmad actuando en contra de su ejemplo? Si los que se presentan como fanáticos defensores del islam lo ignoran todo sobre el islam, los musulmanes conscientes debemos contestarles. Por culpa de estos grupos aparecemos siempre representados como turbas vociferantes y violentas, masas sin rostro que en medio de la suciedad y la pobreza elevan un grito de rencor. Las cámaras (siempre en el lugar preciso) se recrean en las imágenes, saben captar el rostro más tenso, la expresión más enconada. Estamos en las antípodas del islam, de la serenidad que otorga cualquier práctica espiritual. Estamos ante la imagen del fanatismo religioso. A estas imágenes se opone el rostro de algún político o intelectual europeo, de actitud mesurada, llamando a la calma y al encuentro entre las civilizaciones. El contraste no puede ser más fuerte. Una vez más lo hemos conseguido, como marionetas que ocupan el lugar que les ha sido asignado, desgañitándonos por la ofensa recibida. La provocación ha dado como resultado una reacción que nos conduce a ahondar en la brecha, a abismarse en el choque de las ignorancias.
Una vez pasada la tormenta, solo nos queda la posibilidad de interpretar lo sucedido como un signo. Hemos perdido la medida, ya nada es sagrado y todo es objeto de manipulación y escarnio. La libertad de expresión tiene su límite en el mandato interior de respetar al otro. Todas las legislaciones europeas contemplan un límite para la libertad de expresión, así que es absurdo reivindicarla como un valor sagrado, casi religioso. Fanáticos los hay en todos lados, y no debemos permitirles que ocupen el centro de la escena. Hay que recuperar el temple. Solo una actitud serena y consciente de combate contra el odio secular y religioso puede hacernos salir de este círculo vicioso. La paz no se construye únicamente fuera, es un estado interior que todos los seres humanos conscientes debemos cultivar. La práctica de cualquier religión tiene por objeto superar el mundo de las dualidades, conducirnos a la Fuente que todo lo reúne. Oriente es Occidente, no existe una fractura más que en la mente humana. El ser humano es uno. Cada criatura vive en diferentes circunstancias, pero sujeto a las mismas condiciones eternas de la vida.
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