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Reseña de "Una guía sobre el arte de perderse", de Rebecca Solnit

Dejar que el deseo guíe nuestros pasos

Fuentes: Rebelión

Una guía sobre el arte de perderse logra, desde la primera página, mantener un equilibrio entre lo especulativo, lo evocador y lo poético, haciendo que resulte muy fácil sumergirse en la lectura de este ensayo autobiográfico. El libro de Solnit toma como base las implicaciones existenciales de la experiencia del perderse en una multiplicidad de acepciones que incluyen tanto lo accidental como lo deliberado con una voluntad de apertura a lo desconocido. El resultado es un texto que se permite un ir y venir desde las referencias históricas a las descripciones de paseos, los recuerdos personales y las reflexiones íntimas. Solnit nos ofrece así una perspectiva de la exterioridad y el habitar complejos, en el que se superponen los estratos y se roza la experiencia de lo maravilloso. Lamentablemente, la autora nos coloca en el umbral de lo poético sin llegar a adentrarse, aunque apremiándonos a seguirla en esa búsqueda.

De ahí que Solnit nos señale en las primeras páginas la necesidad de recuperar la aventura como parte de la vida, llegando a describir ese perderse como “una rendición placentera, como si quedaras envuelto en unos brazos, embelesado, absolutamente absorto en lo presente de tal forma que lo demás se desdibuja”. El perderse no es algo que suceda simplemente en el territorio sobre el que nos movemos cuando desaparecen los elementos que nos orientan, sino que puede provocarse como una vivencia de abandono u olvido de uno mismo, dejándonos atrapar por un mundo en el que se atisban resquicios, umbrales o recodos desconocidos. Hay momentos en los que perderse supone acercarse a una suerte de ebriedad, a una confusión que no es alegre, sino inquietante. Esta perturbación anímica específica que pueden suponer el viaje y la deriva es también señalada por Lurdes Martínez en su reciente libro Saqueadores de espuma[1] en el que deja constancia de las grietas pasionales que aún pueden hallarse en los lugares más domesticados. Como bien explica Martínez, dejar que los pies se muevan de manera libre y sin rumbo, deambular o extraviarse es la acción más cercana a un automatismo corporal con el que conseguir extrañarnos en un mundo atravesado por desplazamientos exclusivamente utilitaristas. Sin embargo, absortas en los dispositivos tecnológicos y aceleradas por la rutina, no todas las personas son capaces de retirar su voluntad y adormecer el impulso de controlar sus experiencias. En definitiva, perderse nos acerca a una suspensión de la lógica pragmática que hemos interiorizado, para acercarnos al tiempo de los juegos, claramente incompatible con las dinámicas cotidianas.

De hecho, hoy resulta sumamente difícil conseguir perderse en cualquier espacio, dado que portamos de manera constante aparatos de vigilancia y rastreo. Para lograr perder el rumbo habría que abandonarlos o adentrarse en una zona aislada en la que no funcionen, una situación que puede llegar a resultar angustiosa e indeseable. Desde el momento en el que delegamos las habilidades de orientación en la tecnología, nos sentimos incapaces de enfrentar esa experiencia en la que se acaricia “el borde de lo desconocido de una forma que agudiza los sentidos”, como nos dice Solnit. El estado de alerta que se despierta cuando nos desorientamos nos permite enfrentar la incertidumbre ante lo desconocido o, incluso, alcanzar una perspectiva desacostumbrada de nuestro entorno habitual. Sin embargo, preferimos predecir nuestros recorridos y evitar cualquier situación de inseguridad y esto lo hacemos hasta en los viajes, para los que creamos itinerarios turísticos bien marcados que garanticen la productividad de las vacaciones.

Un ejemplo que nos ayuda a comprender esa pereza y desconfianza hacia la aventura del andar sin una dirección clara es el control al que sometemos a los niños recluidos en los espacios que se han considerado adecuados para el juego. En este sentido, Solnit nos alerta de que “a causa del miedo de sus padres a las cosas espantosas que podrían ocurrir (…), quedan privados de las cosas maravillosas que ocurren siempre”. El resultado es que a pesar de vivir en sociedades bastante seguras, se impide sistemáticamente la libertad para deambular y jugar de los niños. Ante esta férrea vigilancia de la infancia, que está rozando la paranoia con la incidencia de la pandemia de la covid-19, es de esperar (y desear) que los adolescentes vivan sus primeras salidas sin padres como una auténtica liberación, impulsándoles a una búsqueda de espacios propios, ajenos a los adultos, que les permitan aventurarse y explorar el mundo. Aunque, desgraciadamente, la mirada atenta de los padres suele ser sustituida por el dispositivo móvil que les acompañará el resto de su existencia y con el que dejan constancia de cada pequeña transgresión de las normas que realizan.

Debemos recordar que no es la primera ocasión en la que Solnit se adentra en la cuestión del deambular. Hace unos años Capitán Swing también publicó Wanderlust. Una historia del caminar en el que se recoge la relación entre el pasear y el pensar yendo de Rousseau al surrealismo, pasando por Thoureau o Restif de la Bretonne. Wanderlust es un auténtico manual repleto de anécdotas, referencias, especulaciones y paseos en el que se reivindica la reapropiación de la calle, los espacios compartidos y la naturaleza. Por señalar un fragmento concreto del libro, resulta muy interesante su explicación de los orígenes del bipedalismo que va ligada a la experiencia del tropezar y el caerse, dando lugar a toda una serie de referencias culturales y religiosas.

En ambos libros, Solnit se demora en sus paseos por San Francisco (“esta ciudad encerrada por la naturaleza pero expandida por la imaginación”), por el desierto, la playa y los bosques de secoyas. Sus descripciones son vívidas y nostálgicas, van unidas a experiencias íntimas y bellas. Entre los paseos que reseña en Una guía sobre el arte de perderse hay uno especialmente evocador en un lago seco al fondo del cual se encuentra una isla que se muestra a través del vértigo del espejismo. Parece que la isla está al alcance de la mano y, sin embargo, resulta inaccesible. A partir de esa visión, nos dice Solnit que permitirse el perderse es otra forma de plantear la complejidad del deseo, porque “siempre hay algo que está lejos”. Nos ponemos en marcha tratando de obtener aquello que anhelamos y sentimos el pinchazo de la frustración cuando sabemos que es inalcanzable. Aunque el verdadero riesgo se encuentre en la ausencia de deseo, pues entonces quedaríamos postrados, inmóviles como una piedra en mitad del desierto. Y aquí también es reseñable la forma en la que Solnit describe la atracción por el desierto como esa “abundancia de ausencia”, una naturaleza en la que la vida siempre se encuentra en peligro, en resistencia, remitiendo a “las fuerzas primarias de la piedra, el clima, el viento, la luz y el tiempo”.

El libro abandona pronto el terreno del ensayo para acercarse a una suerte de autobiografía en la que recorre las diferentes formas de pérdida que se pueden gozar o sufrir. Solnit se permite jugar con la memoria, ponerla a trabajar a partir de imágenes y objetos que funcionan como invocadores, tratando de encontrar un arraigo frente a la tristeza y una reconciliación con la experiencia del dolor. No es de extrañar que comience con el relato de Alvar Núñez Cabeza de Vaca cuando se perdió en su intento de hacerse rico en las Indias, teniendo que reconstruir todo su mundo, integrándose en una cultura ajena y dejando de ser quien era. Desde ahí, Solnit va pasando al recuerdo de su propia juventud y de quienes perdieron su vida con la rapidez y la violencia de un fogonazo. Igual que escribe sobre Cravan o Saint-Exupéry señalándoles como aventureros cuya “ambición reflejaba un deseo de rehacer el mundo y transformarlo en lo que debía ser, pero las desapariciones reflejaban el deseo de vivir como si eso ya hubiera sucedido”. Teniendo en cuenta estas palabras, se comprende que no hable de los perdedores desde una perspectiva pesimista, sino como héroes que desaparecen en “las cumbre de lo posible”.

En contraste con estas aventuras, el urbanismo de nuestras ciudades está planificado para evitar cualquier incomodidad o interrogante. Solnit comenta el efecto directo de las casitas adosadas como “una especie de tranquilizante para la generación anterior a la nuestra, si es que la topografía puede ser una droga”. El ritmo de nuestras vidas no es el del paseo, sino el del coche y el mundo se ha transformado para facilitar el trasiego motorizado e impedir la lentitud del caminar, la posibilidad del encuentro o el detenerse para conversar. Por eso se hace necesario que Solnit nos recuerde que “el mundo es mayor de lo que imaginamos” y que para ampliar los márgenes de la imaginación y, en consecuencia, las posibilidades de lo real hay que ser capaces de ir más allá de las dimensiones o las perspectivas con las que estamos familiarizados, acercándonos a aquello que escapa a nuestro control, a la vivencia de lo impredecible. De hecho, por mucho que se quieran delimitar los pasos, el mapa nunca coincide del todo con el territorio y aún somos capaces de buscar los huecos, los espacios en blanco y los recodos en lo que poder internarse.


[1] Lurdes Martínez, Saqueadores de espuma. La ciudad y sus grietas. Ediciones el salmón, Madrid: 2020.