Los ingleses alardean de que fue su país el primero que hizo ley, norma jurídica con mayúsculas, allá por 1689, una declaración de derechos, la Bill of Right, que protegía al súbdito de las arbitrariedades del poder soberano. También fueron ellos los que en 1679 promulgaron el Habeas Corpus, una ley del Parlamento que garantizaba […]
Los ingleses alardean de que fue su país el primero que hizo ley, norma jurídica con mayúsculas, allá por 1689, una declaración de derechos, la Bill of Right, que protegía al súbdito de las arbitrariedades del poder soberano. También fueron ellos los que en 1679 promulgaron el Habeas Corpus, una ley del Parlamento que garantizaba contra las detenciones abusivas y, sobre todo, protegía a los detenidos contra la invisibilidad y por lo tanto contra las detenciones ilimitadas, las torturas y las desapariciones o ejecuciones encubiertas.
En la Francia anterior a la Gran Revolución una de las instituciones más odiadas era la de las «letters de cachet», órdenes de prescripción y detención arbitrarias, no sometidas a ningún control, emitidas por el soberano.
Hace unas semanas, el ministro británico del Interior, Charles Clarke, presentó ante el Parlamento la Ley de Prevención del Terrorismo que establece «órdenes de control» por las que el propio ministro puede restringir hasta límites insoportables los derechos y las libertades de los ciudadanos. La ley especifica el contenido posible de alguna de las medidas de control, un amplio abanico de medidas de coerción y privación de libertades, e incluye además una cláusula abierta estableciendo la posibilidad de que el gobierno utilice «las medidas que considere necesarias para controlar las actividades de los sospechosos».
La ley fue presentada con urgencia para evitar «vacíos legales» porque el día 14 de marzo expiraba la normativa que permitía la prisión preventiva e ilimitada de extranjeros sospechosos de terrorismo. Estas normas, similares a las que permiten los encarcelamientos en Guantánamo, habían sido heridas de muerte por la última instancia judicial, la Cámara de los Lores, que las había declarado ilegales, discriminatorias y desproporcionadas, en diciembre de 2004.
El «vacío legal» que tanto preocupaba al gobierno Blair fue rellenado con verdadero celo, la nueva ley de Prevención del Terrorismo se aplicará, cuando sea aprobada, no sólo a los extranjeros, sino también a los ciudadanos británicos. La Cámara de los Lores no podrá acusar de discriminación al gobierno de Tony Blair.
Lo escandaloso de la nueva ley, lo que constituye un retorno al pasado remoto del poder sin control, es que las «letters de cachet» contemporáneas, se aplican precisamente cuando no hay pruebas que permitan el procesamiento de los «sospechosos». O cuando las pruebas procedan de los Servicios de Inteligencia -los que proporcionaron las evidencias de las armas de destrucción masiva de Iraq- y el gobierno no quiera revelarlas. La «sospecha gubernativa» y las «pruebas» de los servicios secretos se convierten en justificación y autorización para la represión.
Son precisamente las condiciones en las que debe funcionar la «presunción de inocencia» como barrera contra la arbitrariedad del poder, la falta de pruebas, las que justifican las medidas liberticidas que quiere poner en marcha el político guerrerista y tramposo, el inventor de pruebas que justificaban la guerra contra Iraq, el premier Tony Blair.
«No hay mayor libertad que la de vivir libres de un ataque terrorista», «la seguridad nacional está por encima de los derechos civiles» justificaba, en un artículo publicado en The Daily Telegraph, con argumento de evidente inspiración bushiana y de reminiscencias nazis, la introducción de la ley de Prevención del Terrorismo. «Mi primera responsabilidad es proteger al país» le coreaba su ministro de Interior Charles Clarke.
En la emisión de las «ordenes de control» no tienen intervención alguna los jueces. Sólo lo hacen a posteriori con la capacidad de derogarlas en el plazo de una semana. Resulta totalmente absurdo que los jueces a los que no se les permite intervenir en la decisión de limitación de las libertades de los «sospechosos», para preservar el secreto de las pruebas de los servicios de inteligencia, sean autorizados inmediatamente después a evaluar esas pruebas o a decidir sin poder consultarlas. La facultad de intervención para anular órdenes de control parece una simple coartada para asegurar la aprobación de la ley.
Las medidas de control que se imponen son tan amplias como «considere necesario el ministro del Interior para controlar las actividades de un sospechoso». Las que se citan expresamente suponen una situación próxima a la de arresto domiciliario e incomunicado. El arresto domiciliario como tal no se ha incluido por el momento, aunque si se hará en el plazo máximo de 40 días, ya que requiere una discusión más intensa al implicar la suspensión de la Convención Europea de Derechos Humanos.
Las «órdenes de control» especificadas, dirigidas a «sospechosos» contra los que no hay pruebas aceptables por los tribunales de justicia, tienen una amplitud tan grande que hacen difícil concebir la necesidad de intervenciones no especificadas. Son las siguientes:
-Prohibición de poseer determinados artículos o substancias.
-Impedir o restringir el uso de determinados servicios o instalaciones.
-En el terreno laboral, los controles pueden restringir el trabajo o los negocios, o prohibir el ejercicio de determinadas actividades profesionales.
-El ministro o su policía pueden prohibir la asociación o la simple comunicación con ciertos individuos o «con otras personas en general».
-También pueden restringir el lugar de residencia o la gente que puede acceder a ella.
-Los ciudadanos sometidos a un control policial autorizado por la ley de Prevención pueden ser obligados a estar en determinado lugar o zona durante horas especificadas. También podrá prohibírseles el acceso a determinados lugares.
-Pueden ser limitados sus derechos a la libre circulación, restringiéndoles los movimientos dentro del Reino Unido o los viajes al extranjero. También puede prohibírsele todo desplazamiento durante 24 horas.
-La ley permite el registro de los domicilios de las personas «sospechosas» y la incautación de sus pertenencias. También permite el seguimiento electrónico de las personas sometidas a las «órdenes de control».
La situación de los «presuntos inocentes» sometidos a los desvelos por la «seguridad del país» de los señores Blair y Clarke, o de sus sucesores, puede llegar a límites absolutamente intolerables. Inmovilizados, incomunicados, desposeídos, vigilados a todas horas, registrados, con las visitas prohibidas, sin posibilidad de trabajo si así lo determina la policía, obligados a estar o condicionados a no estar en determinados lugares, la vida puede convertirse en un auténtico infierno sin intervención judicial ni sentencia condenatoria alguna.
«La democracia -corean continuamente Bush, Blair y los demás aliados- se basa en el respeto al estado de Derecho y a los derechos humanos».
Los paladines de los derechos humanos en el mundo expresan, con sus detenciones arbitrarias y a perpetuidad de personas sobre las que no recae cargo alguno, con las limitaciones de las libertades vitales de ciudadanos presuntamente inocentes aunque sometidos a «sospecha», con un sarcasmo cruel, la calidad de ese estado de derecho al que se refiere constantemente, en nombre de todos ellos, el Presidente de los Estados Unidos.
«EE.UU cree en los valores» -resume Bush, reiterando el fondo ético de su barbarie-. «Y el Reino Unido, también «, le contestaría de buen grado el Primer Ministro Tony Blair.
Ciudadanos sometidos a proscripciónNo sólo en el Reino Unido, la Europa que se nos viene encima, con sus criminales intervenciones exteriores y sus procesos de limitación interior de los derechos humanos, se ha puesto de manifiesto.
Si en el Reino Unido los jueces quedan al margen de atentados gubernativos contra las libertades básicas de las personas, y no pueden decidir sobre «pruebas» que se verían obligados a considerar insuficientes, o sobre «pruebas» confidenciales aportadas por unos servicios de inteligencia que mienten bajo dirección del Gobierno para crear justificaciones a guerras de agresión con decenas de miles de muertos, en el Reino Borbónico las cosas suceden de manera diferente.
En este último los jueces del Tribunal Supremo no tienen demasiados problemas para aceptar casi cualquier cosa como prueba para la proscripción de candidaturas electorales: referencias indirectas y genéricas en conversaciones telefónicas y periódicos a una estrategia de concurrencia de determinadas opciones políticas de la ciudadanía que promueven la independencia; reparto de peticiones de firmas para avalar la plataforma ciudadana en manifestaciones en las que participan miembros de la prohibida Herri Batasuna; concurrencia a la campaña electoral sin un «programa típico», que en cualquier caso no es vinculante, sino con la propuesta -bastante densa y comprensible en Euskadi- de «luchar contra la conculcación de los derechos civiles y políticos»; solicitudes de firma de avales realizada a ciudadanos a los que ninguna sentencia les ha privado de los derechos políticos por otros ciudadanos en la misma situación legal; reuniones de miembros de la candidatura con políticos vascos de Herri Batasuna; antigua elección para cargos representativos en ayuntamientos, en procesos electorales como miembros de organizaciones posteriormente ilegalizadas; localización de documentos de la candidatura Aukera Guztiak junto a otros «pertenecientes inequívocamente a Herri Batasuna»; negativa a contestar a una pregunta sobre el fin de la violencia en los términos y en el marco planteado por una entrevista para el periódico El País.
Del Bill of Right a las Letters de cachet, de las garantías ciudadanas al abuso de poder, tal es el camino de las libertades y los derechos humanos en la Nueva Europa.