Hace ya tiempo que George Lakoff nos coló “el relato”, disfrazado como el elefante hippy de El Guateque, en la habitación colectiva de la vida pública. Stan Greenberg, asesor como Lakoff del candidato demócrata norteamericano Bill Clinton, aprovechó la excitación lisérgica que nos provocó la escena para asegurarnos que en él estaba la clave de todo. Si el relato era la llave que abre todas las puertas, encontrar aquel que se adapte como un guante a los marcos mentales de la sociedad era la única prioridad política posible. Hoy pagamos las consecuencias de aquella obsesión y vamos camino de reducir el conflicto y la lucha política ya no solo a un mero juego de relatos, sino a una burda imitación de los premios Planeta. O lo que es lo mismo: a un simulacro de simulacro capaz de desconcertar al mismísimo Jean Baudrillard.
El fenómeno se expandió como la pólvora y hasta la derecha, que siempre ha estado cómodamente reclinada sobre los cojines de su hegemonía, se sumó a la carrera de los relatos. Lo hizo apostando, claro, por la novela histórica. El primero fue Artur Mas, que supo aprovechar el malestar social por la sentencia del Constitucional contra el Estatut catalán para disimular el impacto de sus recetas neoliberales bajo el disfraz de Rafael Casanova. Aunque la reacción de la derecha “nacional” no se hizo esperar. José María Aznar fue el más visionario y ya en 1987 se fotografió en el castillo de Villafuerte de Esgueva ataviado con las armas del Cid. Luego vendría Abascal coronado con el casco de Hernán Cortés o Isabel Díaz Ayuso encarnando a una Agustina de Aragón chulapa y castiza. El género histórico siempre fue un valor seguro en el mercado editorial. Y la derecha lo sabe, aunque, por si acaso, la presidenta de Madrid no dudó también en acercarse al relato religioso posando como La Dolorosa; todo un guiño democristiano, eso sí, depurado de la pecaminosa tentación de la justicia social que late en el valor cristiano de la caridad.
Sin embargo, fue en la izquierda donde la urgencia del relato acabó calando hasta la obcecación. Más, sobre todo, cuando los primeros guiones parecían funcionar a la perfección. Así, el relato de la “casta” disparó las audiencias al calor del 15M para convertirse en la revelación de la cartelera política. Incluso se llegó a soñar con alcanzar la gloria transformando al moderado elefante de Lakoff en un revolucionario Dumbo de orejas voladoras sobre cuyo lomo sería posible asaltar los cielos. El problema fue que, al final, el paquidermo se dejó llevar por sus instintos y en lugar de emprender el vuelo acabó arrasando junto a su manada todo lo que encontraba a su paso, como en La senda de los elefantes, aquella vieja película interpretada por Liz Taylor. Hoy la senda por la que camina amenaza con conducir al olvidado cementerio de elefantes, con el agravante de quedar cada vez menos aspirantes a Tarzán ecosocialista dispuestos a proteger ese último refugio de la rapiña de los traficantes de marfil.
Había que encender emociones y se acabaron incendiando solo las redes sociales. Había que asentar presencia colectiva y compañeros de viaje, y se terminó confiándolo todo en un canal de comunicación
Esta sobredimensión del relato era interesada para la derecha, que rápidamente supo convertirla en una “guerra cultural” con la que disimular las contradicciones del capitalismo. Pero en la izquierda la tendencia acabó convirtiéndose en un espejismo, un trampantojo que engañaba los sentidos. Porque se terminó olvidando que la izquierda siempre ha tenido sus relatos: la igualdad, la libertad, la solidaridad, el internacionalismo. La diferencia estaba en que hubo un tiempo en que supo acompañarlos con un entramado de complicidades que le permitía aferrarse a la tierra e impregnar las fábricas, las aulas, las ciudades, los pueblos y los barrios. El Proceso 1001, del que ahora se cumple medio siglo, fue un buen ejemplo. La dictadura buscó decapitar al movimiento obrero deteniendo, torturando y encarcelando a sus líderes. Pero no consiguió derrotar a las Comisiones Obreras porque las Comisiones Obreras estaban en todas partes: en la celda de Marcelino Camacho o Nicolás Sartorius y en el taller más olvidado. Al final fue el sindicato quien puso contra las cuerdas a la dictadura.
La primacía del relato ha llevado a una parte de la izquierda a renunciar a esas complicidades, algo que la derecha nunca hizo. De hecho, los conservadores se sienten cómodos en su “guerra cultural” porque se saben fuertes con esos históricos lazos sociales encarnados por el sacristán, el sargento de la guardia civil, el juez, el burócrata, el notario, el empresario o el presidente de una peña. Sin embargo para algunos reconstruir para la izquierda los soportes comunitarios, que el neoliberalismo se afanó en destruir a golpe de precarización e individualismo, era secundario si se contaba con buenos “comunicadores” del relato en una tertulia o en un ministerio. Ellos eran los imprescindibles. Había que encender emociones y se acabaron incendiando solo las redes sociales. Había que asentar presencia colectiva y compañeros de viaje, y se terminó confiándolo todo en un canal de comunicación.
No es extraño, por ello, que hoy algunos se sientan cómodos transformando un supuesto izquierdismo puro en una mala imitación del camarote de los hermanos Marx: basta con que alguien a su lado se pronuncie sobre cualquier cuestión para que desaten como Harpo el ruido de su bocina para dejar constancia de que ellos, además, quieren dos huevos duros. Mientras tanto, el reto de reconstruir complicidades sigue pendiente. Y lo que es peor: hay a quien parece no importarle, aunque al final el camarote en el que todos viajamos se encuentre en el Titanic.