Desde 1989, año de la caída del Muro de Berlín, el capitalismo salvaje, puro y duro, rebautizado como globalización, está procediendo a desmantelar a marchas forzadas las conquistas sociales alcanzadas durante el último siglo, cristalizadas en el Estado de Bienestar.El capital, carente de enemigos, no necesita ya efectuar concesiones a los asalariados para detener el […]
Desde 1989, año de la caída del Muro de Berlín, el capitalismo salvaje, puro y duro, rebautizado como globalización, está procediendo a desmantelar a marchas forzadas las conquistas sociales alcanzadas durante el último siglo, cristalizadas en el Estado de Bienestar.
El capital, carente de enemigos, no necesita ya efectuar concesiones a los asalariados para detener el avance del comunismo, y ha pasado a la ofensiva para intentar recuperar cuanto antes el terreno perdido, tanto en el orden político, como en el económico y social.
Reagan, Bush, Tatcher, Felipe González, Aznar, Blair, Berlusconi, Wojtyla o Ratzinguer, son solo manifestaciones visibles de la ola de conservadurismo que azota Occidente.
Desde todos los ámbitos, los creadores de opinión, bombardean sin cesar a la sociedad para que acepte recortes y sacrificios, indispensables, se dice, para mantener el bienestar colectivo, pues sabido es que «quien bien te quiere, te hará llorar». Sin pudor alguno, las reivindicaciones sociales han sido sustituidas por las reivindicaciones del capital. Su doctrina, impartida desde el púlpito de los medios, señala que las huelgas son irresponsables porque perjudican a los ciudadanos honrados que tratan de cumplir con sus obligaciones, y dañan la economía del país.
Así, los convenios colectivos han dejado de ser instrumentos de mejora laboral para convertirse en legitimadores de retrocesos, imponiendo urbi et orbi, las virtudes contemporáneas de la flexibilidad y la moderación salarial.
La consigna repetida hasta la saciedad, es que la creación de empleo, la mejora de la productividad, el crecimiento económico y la competitividad, requieren, como no podía ser menos, la rebaja de salarios, el aumento de jornada, la imposición de ritmos inhumanos, la supresión de fiestas, la reducción del número de días de vacaciones, y como colofón de tan brillante carrera laboral, el retraso de la edad de jubilación, puesto que se es tan feliz en ella.
La vida profesional exige renunciar a la vida personal y asumir el estrés como estado natural del ser humano.
La felicidad pasa por ser un poco más desgraciados.
En unos pocos años, los derechos adquiridos se han convertido en privilegios a extinguir.
Los trabajadores aceptan ya como un hecho normal que se les suba el sueldo como máximo el IPC, mientras sus empresas incrementan sus ganancias tres, cuatro o cinco veces más que ellos, sin límite alguno y sin poner en peligro la inflación; de igual modo, que se han acostumbrado a que sociedades con beneficios monstruosos, despidan plantilla para elevar resultados y que sus directivos puedan presumir de eficientes gestores, autoconcediéndose remuneraciones desorbitadas e inmorales.
Las subcontrataciones, las deslocalizaciones, el empleo sumergido y las largas filas de parados, penden como una amenaza invisible sobre los trabajadores ocupados, que sienten que cualquiera es prescindible, y puede ser sustituido en cualquier momento por otro más barato. En aras de la competitividad, no se vacila en exprimir a niñas y adolescentes, como en los albores de la revolución industrial, abocando al ser humano a una nueva esclavitud.
«Empleo» se denomina al encadenamiento sinfín de contratos basura, y se vende la precariedad como una fatalidad del destino, y no como un plan deliberado, fruto de la voluntad humana.
Los padres se ven forzados a subvencionar el subempleo vitalicio de sus hijos, a los que cada vez les resulta más difícil acceder a un puesto de trabajo, ni siquiera aceptando condiciones inferiores a las suyas. Sus estudios y superior cualificación ya no constituye una garantía de trabajo, ni les sirve de mucho frente a ese capitalismo modelo Harvard, que luce trajes Armani de diseño, y sonríe con rostro de ejecutivo, pero en cuyos balances no cabe el ser humano.
Cuanta más riqueza existe en el mundo, peores son las condiciones que sufren los asalariados, y más sistemáticamente se les machaca, incumpliendo la jornada pactada, institucionalizando el acoso dentro de las empresas e incrementando el número de accidentes y bajas debidas a causas laborales. Y los que de puro flexibles, se rompen, es que eran de mala calidad; la culpa no la tiene el mercado, que es justo y necesario, y vela por todos.
Los mismos «expertos» que insisten en la necesidad de rebajar los impuestos y reducir las cotizaciones a la seguridad social que sostienen los servicios, son los que aseguran con idéntico cinismo, descaro y oportunismo, que no hay dinero para pagar las pensiones, recursos suficientes para financiar la sanidad pública o para proporcionar cobertura a la creciente legión de damnificados por el sistema.
Falsos gurús y profetas económicos que no se cortan un pelo a la hora de proponer rebajar el despido para crear empleo estable – es obvio que cuando despedir resulte gratis, todo el mundo tendrá empleo «fijo»- y fórmula sin duda tan eficaz, exitosa y revolucionaria, como la de implantar salarios a euro, lo que permitirá a toda la población, alcanzar no solo el pleno empleo, sino mucho más aún, gozar de un pluriempleo estable, como Dios manda, sin horarios, descansos, ni fronteras.
La tecnología actual permite funcionar empleando cada vez menos personas, y como la tendencia no es precisamente la de reducir el tiempo de trabajo, que sería lo razonable, sino intentar ampliarlo, el futuro que cierne sobre la humanidad, va a ser el de elegir entre el trabajo basura y el desempleo (o una temporada en cada uno, para no coger vicio y apoltronarse).
Se comprende perfectamente que una exigua minoría, multiplique año tras año sus astronómicas fortunas, o que la gran banca incremente escandalosamente sus beneficios, mientras el paro crónico, la pobreza y la marginación, se extienden como una enfermedad galopante por todo el planeta, y millones de personas mueren de hambre, carentes de lo más elemental para subsistir.
La violencia económica que se ejerce sobre todos los habitantes de la tierra, es la primera causa de muertes no naturales que se producen en ella, por encima incluso de las que provocan las armas de fuego, el terrorismo y las guerras.
Lo contrario del Estado de Bienestar es el Darwinismo Universal, como mecanismo de selección humana, por el que solo los mejores, es decir, los más aptos económicamente, podrán pagar los servicios y sobrevivir. Cosa fácil de conseguir, puesto que vivimos en una democracia de saldo, que se vende al mejor postor.
El gran negocio del capital no es otro que derribar el estado de bienestar, mediante un golpe de talonario incruento, y conseguir que el pobre vuelva a casa, no solo para Navidad, sino para quedarse (a su servicio) los 365 días del año.
Privatizar servicios equivale a globalizar perjuicios; la igualdad social es el verdadero enemigo a batir.
Lo que realmente busca el capital, más allá del lucro económico, es que toda la existencia del ser humano, desde la cuna a la tumba, transcurra en la más absoluta indefensión, sin seguridad ni protección alguna, sumido en una zozobra permanente, para que ambicione, sueñe y agradezca ser explotado, y esté dispuesto a entregar su alma y dedicar toda su existencia a la empresa, prestándose a lo que haga falta sin rechistar.
El currante no puede caer enfermo, ni su mujer quedarse embarazada, o cualquiera de los dos rendir menos al hacerse viejo, porque su suerte está echada. La dignidad es cosa del pasado; el ser humano ya solo es libre de venderse; no es más que una mercancía arrojada al mercado, que su empresa adquiere o se quita de encima cuando le conviene.
El único que tiene derechos, al único que hay que mimar, proteger y cuidar con todo el cariño y el interés del mundo, es al dinero. Lo importante es que él esté contento, aunque la sociedad tenga que tomar tranquilizantes y antidepresivos para acallar un malestar que las urnas no le permiten expresar.
La solución es que el cuerpo social cobre conciencia del problema, genere anticuerpos y movilice todas sus energías contra la gangrena que lo está corroyendo.
Porque desde hace ya tiempo, el Tercer Mundo se ha instalado en el Primero, y lo único que falta es que lo homologuen, haciendo de las pateras un deporte olímpico.