En su novela El mal metafísico , de 1916, Manuel Gálvez describió la bohemia porteña de principios del siglo pasado. Esos bohemios, algunos de ellos estudiantes crónicos o periodistas a tiempo parcial, eran aspirantes a escritores, pintores o reformadores sociales. Vivían muy pobremente, en pensiones o cuartuchos miserables. Quien me recomendó la novela, un distinguido […]
En su novela El mal metafísico , de 1916, Manuel Gálvez describió la bohemia porteña de principios del siglo pasado. Esos bohemios, algunos de ellos estudiantes crónicos o periodistas a tiempo parcial, eran aspirantes a escritores, pintores o reformadores sociales. Vivían muy pobremente, en pensiones o cuartuchos miserables. Quien me recomendó la novela, un distinguido profesor de robótica, nada bohemio, me contó que medio siglo después vivió en un ambiente semejante en la ciudad de México.
Esos bohemios veinteañeros leían y discutían acaloradamente a Rubén Darío o Paul Verlaine, Kropotkin o Nietzsche, y otros innovadores o iconoclastas. Todos ellos creían tener ideas avanzadas, aunque no pasaban del descontento con el orden social que conocían. Y ninguno de ellos advirtió que Nietzsche era uno de los peores enemigos del progreso social que todos ellos anhelaban, pero ninguno conseguía definir.
Viel, uno de los personajes de la novela, les echa en cara a sus compañeros: «Ustedes, los artistas, los literatos, no tienen razón de ser en este país. Créanme, muchachos; son enfermos, inadaptados, enfermos del mal metafísico, la enfermedad de crear, de soñar, de contemplar».
Viel opinaba que «este país necesita hombres de acción, trabajadores, economistas?». El poeta Riga, en cambio, opinaba que los soñadores son indispensables, porque «poblaban el ambiente, fecundaban otras almas, creaban en la atmósfera social y moral del país un pequeño rincón de idealidad».
Yo apruebo a Riga, porque hay cosas inútiles, tales como la poesía, la cosmología, la arqueología, la matemática y la filosofía, que son la marca de la alta civilización. Y también porque no hay gran empresa sin gran visión.
Los viajes de descubrimiento, en particular los de Colón y Magallanes, fueron alentados por la ambición de «descubrir» mundo. La conquista y la colonización fueron alentadas principalmente por la codicia. En particular, a los Reyes Católicos el Nuevo Mundo sólo les interesó como fuente de dinero para derrochar en sus agresiones a los Países Bajos. Sólo hubo unos pocos misioneros, tales como el franciscano Fray Toribio de Benavente, a quien los indios mexicanos llamaban Motolinia («el pobrecito», en náhuatl), que tuvieron la ilusión de convertir a los aborígenes y protegerlos de la brutalidad de conquistadores y encomenderos.
Los colonos que fueron a «poblar» las colonias americanas (como si hubieran estado despobladas) lo hicieron sólo por afán de lucro. Y fueron poquísimos: examinando los Archivos de Indias, Fernand Braudel y sus colaboradores encontraron que en el curso del siglo que siguió al «descubrimiento» del Nuevo Mundo viajaban de España a América solamente unas 1000 personas por año. O sea, menos de un vigésimo de los europeos que emigraron a Hispanoamérica entre 1860 y 1940.
Todos concordamos en que los grandes líderes de la emancipación americana tuvieron una visión original de sus respectivas patrias: las soñaron soberanas y, por lo tanto, capaces de desarrollarse en provecho de sus propios pueblos. Algunos de los patriotas no se proponían más que desmantelar el monopolio europeo sobre el comercio exterior. En cambio, unos pocos, en particular Thomas Jefferson y Simón Bolívar, tuvieron visiones grandiosas: el primero, de una gran nación moderna en un pie de igualdad con los países europeos, y el segundo, la visión de una Hispanoamérica unida.
Los visionarios norteamericanos realizaron su visión, aunque dos décadas después ella quedó obsoleta cuando Francia abolió la esclavitud y la servidumbre, mientras que los plantadores norteamericanos del Sur siguieron explotando a esclavos durante un siglo más.
Pasada la primera década de construcción de lo que se llamó una nueva y gloriosa nación (título de la película que los pibes del barrio mirábamos todos los 25 de mayo), los patriotas iberoamericanos se dedicaron a fusilarse entre sí, a medrar con la injusticia social y a hipotecar su país al extranjero. En cambio, los norteamericanos construyeron una nación moderna con una rapidez pasmosa, y se dividieron en dos recién cuando sus vecinos del Sur empezaban a sofocar las guerras civiles.
No opinaré sobre los grandes visionarios argentinos porque no quiero inmiscuirme en las querellas rosista/sarmientista ni gorila/peronista, que me parecen caducas y, por lo tanto, infructuosas. Me referiré, en cambio, a otro gran país latinoamericano: México, segunda patria de muchos argentinos.
México tuvo más suerte que la Argentina en un respecto y menos en otro. Produjo cuatro grandes líderes -Benito Juárez, Francisco Madero, Emiliano Zapata y Lázaro Cárdenas- que bregaron exitosamente por tres grandes causas: soberanía nacional, reforma agraria y educación moderna y universal. Dos de esos prohombres, Madero y Zapata, fueron asesinados por sicarios al servicio del gran triunvirato que detentaba el poder económico: los terratenientes, la Iglesia Católica (la principal terrateniente del país) y las empresas extranjeras, principalmente americanas, británicas, alemanas y francesas, que habían explotado las riquezas del país durante la larga noche de Porfirio Díaz.
Los gobiernos mexicanos fueron exitosos en la medida en que permanecieron fieles, al menos de palabra, a esa grandiosa visión del indio Juárez. Pero la realización parcial de esta visión costó más de un millón de muertos, sobre todo en la guerra de los llamados cristeros contra los gobiernos reformistas, en la que muchísimos indios tomaron las armas en favor de sus explotadores.
Terminado el sexenio del Tata Lázaro, como los indios solían llamar al General Cárdenas, empezó la ristra de gobiernos del famoso PRI. Aunque éstos no eran reaccionarios, beneficiaban principalmente a los nuevos ricos y a los políticos que esperaban ordeñar al Estado. Desde entonces se acabaron los partidos con grandes proyectos nacionales. Sin embargo, algo quedó, además de la retórica «revolucionaria institucional»: la ayuda estatal a los indigentes y el apoyo a la educación y la cultura.
Obviamente, los ideales no bastan para reformar una organización moderna: también hacen falta conocimientos especiales que sólo pueden obtener las ciencias y técnicas sociales, tales como la sociología, la economía y el derecho. Sólo fuertes dosis de tales conocimientos pueden reemplazar el «mal metafísico», del que hablaba Manuel Gálvez, por la gestión responsable y eficaz del bien común.
Recordemos dos casos que, aunque muy diferentes, se parecen en que ponen en evidencia la necesidad de construir una visión inteligente del porvenir en lugar de dejarse arrastrar por la corriente o de escuchar los llamados de individuos aquejados de mal metafísico.
El primer caso es el de los autores de las dos revoluciones rusas de 1917. La primera fracasó porque los socialistas de Kerensky no ofrecieron lo que quería la gente: paz y pan. La segunda revolución, encabezada por Lenin, no fue guiada sino por dos objetivos: la paz y el desmantelamiento del orden semifeudal. Los bolcheviques no tenían una visión de la nueva sociedad porque creían que ella vendría espontáneamente. Siguiendo a Marx y Engels, creían que planear el futuro era sueño utópico.
Los dirigentes soviéticos tardaron un decenio en elaborar y poner en práctica los Planes Quinquenales que transformaron a una sociedad atrasada en una potencia moderna. Pero su visión estrechamente economista les impidió ver que la gente necesita mucho más que fábricas, centrales eléctricas y escuelas modernas. Todos sabemos lo que costó la estrechez de la visión comunista.
Mi segundo ejemplo es el del socialismo argentino de antes. Hace exactamente un siglo el neurocirujano Juan B. Justo publicó un libro notable, en el que exponía una visión moderna basada sobre las investigaciones sociológicas del propio autor: Teoría y práctica de la historia . El Maestro Justo, como solían llamarlo sus compañeros, no padecía del «mal metafísico»: no soñó utopías, sino que estudió la realidad que tenía a su alcance y propuso maneras prácticas de mejorarla, tales como cooperación, educación laica y, sobre todo, sufragio universal. El Partido Socialista argentino se autodenominaba «el partido del sufragio universal», no «el partido de la justicia social.»
La visión de Justo no se llevó a la práctica. Unos culparán al escaso desarrollo industrial; otros, a la Sociedad Rural; otros más, a la Unión Industrial Argentina, y casi todos al imperialismo inglés. Yo creo que la culpa fue de todos esos factores, así como del propio Partido Socialista, que se conformó con sacar muchos votos en la Capital Federal y con controlar a un puñado de sindicatos de la aristocracia trabajadora urbana. Guardó en su ropero la bandera de la justicia social.
En cambio, el general Perón tuvo una visión mucho más amplia y audaz, robó la bandera de la justicia social, fue más astuto, no tuvo escrúpulos, y gozó del apoyo de las Fuerzas Armadas y de… Pero ya metí la pata donde me había propuesto no meterla. Termino, pues, antes de que los gorilas y chimpancés despedacen a este mono Tití.
¿Usted se siente cómodo en la mediocridad y teme a quienes prometen o amenazan cambios? Apoye a los partidos sin otro programa que ganar las elecciones, o que padecen del «mal metafísico», o sea, el macaneo y la verborragia.
¿Usted anhela el progreso de la patria? Apoye a los partidos con una visión clara y fundada, que incluya menos pobreza y mayor riqueza cultural. Aunque para poder identificar a tales partidos, usted mismo tendrá que esbozar una visión promisoria. Pero, puesto que no lo logrará por sí solo, tendrá que juntarse con otros en un centro de estudios de la realidad a algún nivel: vecinal, provincial, o nacional. Primero conocer, luego programar y, finalmente, actuar.
Tomado de: http://www.sinpermiso.info/textos/index.php?id=3078