Se habla mucho de la extensión del Estado de derecho y del dominio del derecho en nuestros regímenes, y seguramente todos coincidimos en la real valía de la regla por sobre la arbitrariedad. Sin embargo, es necesario advertir que al hablar de derecho, así en singular, se obtura la multiplicidad de sentidos que esta palabra […]
Se habla mucho de la extensión del Estado de derecho y del dominio del derecho en nuestros regímenes, y seguramente todos coincidimos en la real valía de la regla por sobre la arbitrariedad. Sin embargo, es necesario advertir que al hablar de derecho, así en singular, se obtura la multiplicidad de sentidos que esta palabra -como todas – tiene en el juego de la política, en favor de un derecho, es decir de un régimen de unidad de todos esos sentidos.
El primado de la regla jurídica es, desde su origen en la tradición liberal, el resguardo frente al principio totalizante del Estado y, a su vez, el factor de individualización. En él encarnan el límite y la diferencia, o dicho de otro modo, la forma de reconducción de lo común a lo propio. De allí que hasta cuando es general, o requiere generalización, el derecho sigue siendo esencialmente particular e incluso personal.
Es por ello que en la actual identificación entre democracia y Estado de derecho se asista, por un lado, a una creciente introducción del derecho en todos los circuitos de la sociedad, hecho evidente en la afanosa actividad desplegada en la redefinición y creación de derechos, y; por otro, en el acto sustitutivo de la lógica política por la lógica jurídica.
Esta operación de sustracción y contención del demos -la esencia conflictiva de la igualdad – en el derecho, hace de éste la imagen misma de la comunidad. Al decir de Ranciere «la identidad de democracia y Estado de derecho permite producir un régimen de identidad de la comunidad consigo misma, para hacer que se desvanezca la política bajo un concepto del derecho que la identifica con la comunidad» (1996, 137). Un diagnóstico coincidente -a pesar de sus diferencias teórico-ideológicas- es el de Luhmann (1982) cuando afirma que el derecho ya no implica la represión violenta de la comunidad, ya no mancha ni se mancha con sangre porque no hay nada ni nadie fuera de él sobre el que se pueda ejercer.
El único y definitivo límite del poder del derecho estatal para la producción de relaciones de derecho es el poder del capitalismo global. La interiorización de este límite en el Estado [1] y por lo tanto en los derechos que el efectiviza, es el desfiladero por el cual circulan nuestras sociedades. Con lo cual la actividad de este Estado consensual y sus técnicas de gobierno se traducen en la mera gestión de la necesidad, por un lado; y en la reparación de los lazos sociales a través del reconocimiento de derechos, por otro.
El derecho deviene así el instrumento privilegiado y última defensa frente al riesgo permanente de desintegración del orden social. Desde esta perspectiva es que comienza a hablarse por un lado – incluso es el fundamento esgrimido de buena parte de los programas sociales [2] – de un nuevo derecho: el derecho a la inclusión. Este no es más que el reconocimiento que los excluidos tienen títulos para obtener un mínimo de recursos que les permita encontrar su lugar en la sociedad, un derecho a la utilidad social. Pero por otro lado, el derecho es la feroz herramienta con que se hace frente a las luchas de los excluidos. En tanto, cuando la fuerza del cuestionamiento que las luchas despliegan se erige en pura violencia para el orden, el derecho es el dispositivo desde el que se repele o controla el conflicto a través de su fuerza represiva .
La doble operatoria del derecho frente a la exclusión consiste en un caso absorber y minimizar, esto es capturar e introducir lo excluido en una igualación desigual. Y en otro, desplegar una violencia -incluso de manera preventiva – mayor a través de su potencia represiva y controladora.
Atrapados los conflictos en la red del derecho, su solución deviene un saber de expertos. Lo cual por un lado, los sustrae del lenguaje político de sus sujetos y por otro asegura que no haya manera de que el Estado sea «injusto», salvo por error. El resultado es que cada nueva concesión que el Estado hace de nuevos derechos a grupos o individuos le es devuelta en legitimación.
En esta exacta homología entre las partes de la sociedad y el derecho, el derecho no sólo resuelve los conflictos, sino que los hace posible e incluso los promueve. La dinámica de juridización de la vida, importa una captura y sutura de toda posible distancia entre hecho y derecho, entre lo real y lo racional.
* La autora es integrante del Colectivo de Investigación «El llano en Llamas».
[1] La advertencia de Marx sobre la condición de agentes del capital de los Estados más que un secreto a voces, es un grito; al punto que es el escandaloso argumento de nuestros gobernantes para legitimar su impotencia.
[2] Es el fundamento que se encuentra en programas como el PJyJH, en los planes trabajar, en la reciente asignación por hijo, etc.
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