«Un golpe de dados nunca abolirá el azar», dice un verso famoso del poeta francés Stéphane Mallarmé. Y sin embargo el comportamiento de los jugadores en las salas de juego parece indicar exactamente lo contrario. ¿Se ha visto alguna vez un empaque más solemne, una arrogancia más dura, un aplomo más poderoso? El gesto de […]
«Un golpe de dados nunca abolirá el azar», dice un verso famoso del poeta francés Stéphane Mallarmé. Y sin embargo el comportamiento de los jugadores en las salas de juego parece indicar exactamente lo contrario. ¿Se ha visto alguna vez un empaque más solemne, una arrogancia más dura, un aplomo más poderoso? El gesto de dar y pedir las cartas, el de arrojar los dados sobre la mesa, el de poner las fichas sobre el tapete de la ruleta no deja, mientras dura, ningún resquicio a la sorpresa. Ningún sabio está tan seguro de su ciencia como un jugador de póquer de su suerte; ningún ingeniero tiene más confianza en el funcionamiento de su artefacto que un ludópata en la respuesta de la máquina tragaperras. ¿De dónde sale toda esa conciencia de superioridad? ¿De la incertidumbre de las grandes ganancias y las grandes pérdidas? ¿O de la certidumbre, al contrario, de que los naipes o los dados -o el billete de lotería- son herramientas de nuestra voluntad? A merced del azar, el jugador se siente dueño de su destino; mientras su suerte se decide en otro sitio -porque su suerte se decide en otro sitio- él se comporta como un dios omnipotente. El gesto mediante el cual cede su vida a la contingencia ciega es tan rotundo que por un momento, o así lo parece, suspende toda casualidad ¿Ganamos? Es nuestra decisión. ¿Perdemos? Es que aún no hemos jugado lo suficiente. Paradójicamente, la esperanza de ganar nos hace sentir libres y la repetición de las derrotas no nos hace perder las esperanzas. Es este mecanismo endiablado el que ata todos los días a millones de personas a la rueda de la fortuna y arroja a miles al precipicio de la ruina.
En su recorrido en automóvil por los EEUU, los escritores soviéticos Ilf y Petrov recogían a los viajeros que hacían auto-stop en la carretera. Era el año 1935, poco después del derrumbe del 29, y la crisis había sacado de sus casas a miles de ciudadanos que buscaban refugio y empleo por todo el territorio estadounidense. Ese era el caso de uno de los que subieron al coche de los dos rusos. Sin trabajo, sin vivienda, sin ningún tipo de subsidio, el joven nómada viajaba escondido en vagones de tren aceptando pequeños empleos de temporada. Pero no era -insistía- un «vagabundo» como los otros. EEUU era un país injusto y él tenía grandes proyectos de reforma: había que repartir el dinero y dejar a los ricos sólo 5 millones de dólares; había que repartir las tierras y dejar a los ricos sólo 5 millones de dólares; había que cambiar el sistema y dejar a los ricos sólo 5 millones de dólares. Esta insistencia dejó un poco perplejos a los escritores. «¿Saben ustedes por qué este pobre diablo quiere que los ricos se queden sin falta con 5 millones de dólares?», les explicó luego el señor Adams. «Porque no hay ningún estadounidense, por miserable que sea, que no tenga la esperanza de llegar a ser millonario algún día. Y para ese momento quiere estar seguro de que podrá disponer al menos de esa cantidad».
O hay planificación o hay azar. Sólo los que planifican son realmente libres. Bajo el capitalismo, hay mucha gente planificando sin cesar: en las multinacionales, en los bancos centrales, en el Pentágono. Los demás, estamos a meced del azar. Pero curiosamente, al igual que los jugadores en el casino, nos sentimos libres. «Libertad», en un sentido muy banal, significa «poder hacer lo que queremos» y aumentar nuestra libertad implicaría, por tanto, ensanchar el número de cosas que podemos hacer. Eso sirve para los planificadores. Pero hay otra posibilidad: se puede entender también la libertad al revés; es decir, como la facultad que sólo nos permite querer lo que podemos (o nos dejan) hacer y, en ese caso, se podría perfectamente conservar la libertad -y aún tener la ilusión de aumentarla- disminuyendo precisamente el número de cosas que «queremos». Ese es el caso de las víctimas del azar. ¿Qué podemos querer los consumidores capitalistas? Podemos querer cambiar de coche y de celular, aunque para ello haya que ensangrentar el Congo; comer atún rojo, aunque para ello haya que saquear Somalia; viajar a Honolulú, aunque para ello haya que derretir los polos; salir en la televisión, aunque para ello haya que dejarse descorchar el alma; y podemos querer, claro, ser millonarios, aunque para ello tengamos que querer la pobreza de un compañero de escuela o la cojera de un extranjero. Eso que nos dejan (o nos obligan a) hacer es justamente -qué casualidad- lo que queremos hacer. Por lo tanto, somos libres.
La libertad de los consumidores es en realidad el resultado de una enorme resta de voluntades. ¿Cuántas cosas hemos tenido que renunciar a querer para ser «libres»? En los 22 artículos que preceden a éste he tratado precisamente de hacer una lista: hemos renunciado a querer las estrellas, las parras, los regalos, el aburrimiento, los sabores, la imaginación, la memoria, la compasión, la aventura, los cuerpos, los objetos mismos, Y hemos renunciado, claro, a querer poco, a querer lento, a querer pequeño. El conjunto de contenidos a los que hemos renunciado constituye lo que yo llamo «comunismo». Los consumidores no quieren el comunismo y por lo tanto no se sienten reprimidos cuando les arrebatan las estrellas. Pero si de pronto se volvieran chalados y empezaran a querer las estrellas -y las parras y los sabores y la aventura y la imaginación y la solidaridad- entonces chocarían, no contra un muro, no, sino contra un ejército. Así lo dicen Ilf y Petrov de los EEUU de 1935 y así sigue siendo en nuestros días por todas partes: «los que quieren estas cosas pasan, en el mejor de los casos, por locos peligrosos; y en el peor, por enemigos de la sociedad».
Hace unos días, en una entrevista publicada en el diario argentino Página/12 el viejo cantautor rebelde Paco Ibáñez decía una frase muy bonita: «Soy feliz porque he conseguido no tener dinero». Parece fácil, pero allí donde todo el mundo quiere ser millonario y todo el mundo está obligado a intentar serlo hace falta fuerza de voluntad, disciplina, principios, coraje y sabiduría para alcanzar trabajosa y modestamente las estrellas.
¿Y para volverse millonarios? ¿Qué hace falta para volverse millonarios? Sólo hay dos alternativas: o la planificación o el azar. Es decir, o el delito o el juego. A la sombra de la crisis, los dos fenómenos no dejan de crecer en el mundo capitalista. La gente cada vez delinque más y la gente cada vez gasta más en juegos de azar. En España, 300 personas habrán sido juzgadas a finales de este año por corrupción, un delito que ha robado a los ciudadanos más de 4.000 millones de dólares (cifra que supera el dinero del tráfico de drogas). En cuanto al juego, los españoles gastan anualmente en bingos, casinos, loterías y apuestas en torno a 40.000 millones de dólares; más de 100.000 millones los latinoamericanos; más de 400.000 en todo el mundo.
Delinquimos y jugamos. Por eso nos sentimos sin duda tan libres y tan maduros.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
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