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Democracia

Fuentes: Quilombo

 Me gusta cómo Jacques Rancière, en «El odio a la democracia» (2005), le da vueltas a un concepto tan manoseado, puliéndolo hasta llegar a su esencia. Traduzco de la versión original francesa, que es la que tengo. Los subrayados son míos. «He aquí el fondo del problema. Existe un orden natural de las cosas según […]

 Me gusta cómo Jacques Rancière, en «El odio a la democracia» (2005), le da vueltas a un concepto tan manoseado, puliéndolo hasta llegar a su esencia. Traduzco de la versión original francesa, que es la que tengo. Los subrayados son míos.

«He aquí el fondo del problema. Existe un orden natural de las cosas según el cual los hombres que se reúnen son gobernados por aquellos que poseen los títulos para gobernar. La historia ha conocido dos grandes títulos para gobernar a los hombres: uno que obedece a la filiación humana o divina, esto es, la superioridad en el nacimiento; y otro que responde a la organización de las actividades productivas y reproductivas de la sociedad, esto es, el poder de la riqueza. Habitualmente, las sociedades son gobernadas por una combinación de estas dos potencias las cuales son reforzadas, en proporciones diversas, por la ciencia y la fuerza. Pero si los ancianos deben gobernar no sólo a los jóvenes, sino también a los sabios e ignorantes, si los sabios deben gobernar no sólo a los ignorantes sino a los ricos y a los pobres, si deben hacerse obedecer por quienes detentan la fuerza y hacerse comprender por los ignorantes, hay algo más, un título suplementario, común a quienes poseen todos estos títulos pero común también a quienes los poseen y a quienes no los poseen. Ahora bien, el único que queda es el título anárquico, el título propio de aquellos que no tienen más título para gobernar que para ser gobernados.

Es esto lo primero que la democracia quiere decir. La democracia no es ni un tipo de constitución, ni una forma de sociedad. El poder del pueblo no es el de la población reunida, de su mayoría o el de las clases laboriosas. Es simplemente el poder propio de quienes no tienen más título para gobernar que para ser gobernados. No podemos librarnos de este poder denunciando la tiranía de las mayorías, la estupidez de los toscos animales, o la frivolidad de los consumidores. Porque entonces habría que librarse de la misma política. Ésta no existe a menos que exista un título que se añada a aquéllos que funcionan en lo ordinario de las relaciones sociales. El escándalo de la democracia, y del sorteo del cual ella es su esencia, es revelar que este título no puede ser sino la ausencia de título, que en última instancia el gobierno de las sociedades sólo puede basarse en su propia contingencia. Hay personas que gobiernan porque son los más viejos, los mejores nacidos, los más ricos o los más sabios. Hay modelos de gobierno y prácticas de autoridad que se basan en tal y cual distribución de lugares y competencias. Es la lógica que he propuesto pensar bajo el término de policía. Pero si el poder de los ancianos debe ser algo más que una gerontocracia, el poder de los ricos algo más que una plutocracia, si los ignorantes deben comprender que tienen que obedecer las órdenes de los sabios, su poder debe basarse en un título suplementario, el poder de aquellos que no tienen ninguna propiedad que les predisponga más a gobernar que a ser gobernados. Debe convertirse en un poder político. Y un poder político significa, en última instancia, el poder de quienes no tienen una razón natural para gobernar sobre los que no tienen una razón natural para ser gobernados. En definitiva, el poder de los mejores sólo puede legitimarse por el poder de los iguales.

Esta es la paradoja con la que se encuentra Platón al tratar el gobierno del azar y que, en su recusación furiosa o bromista de la democracia, debe sin embargo tomarla en cuenta al hacer del gobernante un hombre sin propiedad al que sólo la fortuna lo ha llamado a ocupar ese lugar. Es lo que Hobbes, Rousseau, y todos los pensadores modernos del contrato y de la soberanía se encuentran por su parte a través de las cuestiones del consentimiento y de la legitimidad. La igualdad no es una ficción. Todo superior la sufre, por el contrario, como la más banal de las realidades. No hay amo que no se duerma y se arriesgue así a que su esclavo huya, no hay hombre que no sea capaz de matar a otro, no hay fuerza que se imponga sin que tenga que legitimarse, que por tanto reconozca, para que la desigualdad pueda funcionar, una igualdad irreductible. Desde que la obediencia debe pasar por un principio de legitimidad, desde que debe haber leyes que se impongan en tanto que leyes e instituciones que encarnen el común de la comunidad, el mando debe presuponer una igualdad entre el que manda y el que es dirigido. Quienes se creen astutos y realistas pueden siempre decir que la igualdad no es sino el dulce sueño angelical de los imbéciles y de las almas tiernas. Desgraciadamente para ellos, es una realidad que se verifica en todas partes y sin cesar. No hay servicio que se ejecute, no hay saber que se transmita, no hay autoridad que se establezca, sin que el amo tenga que hablar, por poco que sea,»de igual a igual» con aquel al que ordena o instruye. La sociedad desigual sólo puede funcionar gracias a una multitud de relaciones igualitarias. Esta intricación de la igualdad en la desigualdad es lo que el escándalo de la democracia viene a manifestar para hacer de ella el fundamento mismo del poder común. No es sólo, como suele decirse, que la igualdad de la ley esté ahí para corregir o atenuar la desigualdad de la naturaleza. Es que la «naturaleza» misma se desdobla, la desigualdad natural no se ejerce sino presuponiendo una igualdad natural que la secunda y la contradice. Imposible, si no, que los alumnos comprendan a los maestros y que los ignorantes obedezcan al gobierno de los sabios. Se dirá que para ello hay soldados y policías. Pero aún hace falta que éstos comprendan las órdenes de los sabios y el interés que hay en obedecerles, y así sucesivamente.

Esto es lo que la política requiere y lo que la democracia le aporta. Para que haya política, hace falta un título de excepción, un título que se añada a aquéllos por los cuales las sociedades pequeñas y grandes se rigen normalmente y que en un último análisis remiten al nacimiento y a la riqueza. La riqueza persigue su crecimiento indefinido, pero no tiene el poder de excederse a sí misma. El nacimiento lo pretende, pero no puede hacerlo si no es al precio de saltar de la filiación humana a la divina. Entonces funda el gobierno de los pastores, lo que resuelve el problema, pero al precio de suprimir la política. Queda la excepción ordinaria, el poder del pueblo, que no es el de la población o el de su mayoría, sino el poder de cualquiera, la indiferencia de las capacidades para ocupar las posiciones de gobernante y de gobernado. El gobierno político tiene entonces un fundamento. Pero este fundamento también hace del mismo una contradicción: la política es el fundamento del poder de gobernar en su ausencia de fundamento. El gobierno de los Estados sólo es legítimo si es político. Y sólo es político si descansa en su propia ausencia de fundamento. Es lo que quiere decir la democracia entendida exactamente como «ley de la fortuna». Las quejas ordinarias sobre la democracia ingobernable nos reenvían finalmente a esto: la democracia no es ni una sociedad que haya que gobernar, ni un gobierno de la sociedad, ella es propiamente este ingobernable en el que todo gobierno debe descubrir, en definitiva, su fundamento.«

Fuente: http://www.javierortiz.net/voz/samuel/democracia