Mariano Rajoy lo ha repetido innumerables veces: «La mayoría del pueblo catalán se siente español». Y la misma certeza la llevamos oyendo desde hace muchos años en boca de cualquiera de los representantes con que cuenta el Estado español, tanto si va de gaviota como de capullo. Tampoco es la única sentencia con que los […]
Mariano Rajoy lo ha repetido innumerables veces: «La mayoría del pueblo catalán se siente español». Y la misma certeza la llevamos oyendo desde hace muchos años en boca de cualquiera de los representantes con que cuenta el Estado español, tanto si va de gaviota como de capullo. Tampoco es la única sentencia con que los prestidigitadores de la Ley y la Constitución nos apabullan. Recientemente, el ex presidente Zapatero, a la vez que subrayaba la españolidad de los catalanes, también se permitía rechazar como un sinsentido la posibilidad de un referéndum sobre el modelo de Estado, «porque quienes apuestan por la República son minoría».
Y todos reiteran hasta la náusea sus infalibles verdades de fe, las mismas que, sin haber pasado por las urnas, ellos mismos se ocupan de contar para acabar erigiéndose, al mismo tiempo, en portavoces del resultado de una consulta que, por supuesto, niegan a los demás.
En la defensa del derecho a decidir hay un aspecto que, por evidente, con frecuencia se obvia, y es que el derecho a decidir, así lo ejerza un ciudadano o un pueblo, no es una prerrogativa novedosa que, de improviso, irrumpa en nuestras vidas, ni un exótico atributo llegado de otra galaxia y a la espera de que se consuma. El derecho a decidir tampoco es una insólita propuesta de la que no existan precedentes o una singular ocurrencia que compense la natural indecisión en la que vive el mundo.
Cuando hablamos del derecho a decidir, a veces, pasamos por alto un aspecto capital. Y es que algunos ya ejercen ese derecho, lo han venido ejerciendo toda la vida, y deciden por ellos y por nosotros.