Uno de los productos preferidos de la propaganda son los variados derechos otorgados a individuos y grupos como prueba de reconocimiento de su papel político y en definitiva para que los partidos ganen apoyos electorales entre las masas. La leyenda de los derechos vino con los inicios del imperio del dinero. Entonces estaban expuestos como […]
Uno de los productos preferidos de la propaganda son los variados derechos otorgados a individuos y grupos como prueba de reconocimiento de su papel político y en definitiva para que los partidos ganen apoyos electorales entre las masas. La leyenda de los derechos vino con los inicios del imperio del dinero. Entonces estaban expuestos como dulces en un expositor y para saborearlos había que comprar el producto. Con lo que, al principio, solamente los burgueses podían adquirir esos derechos dulces y gozar de sus virtudes. Después, la perspectiva fue cambiando. Aunque los derechos seguían en el escaparate, ya no estaban solamente al alcance del burgués, casi todos podían comprarlos; primero, porque el progreso había traído mejoras en la calidad de vida y avanzaba la llamada justicia social; segundo, su coste se redujo sensiblemente y, por otra parte, la capacidad económica del ciudadano común iba mejorando lentamente. De esta manera, los derechos ya no se consideraban artículo de lujo, sino que se abarataron hasta el punto de que casi eran gratuitos y cualquiera podía disfrutar de ellos, bastaba con invocarlos y ejercerlos.
Dado que finalmente los derechos en general acabaron por ofertarse gratuitamente, parece como si desde aquel momento se les hubiera privado de atractivo, porque ya corresponden a todos, con lo que la doctrina está abierta a mejorarlos y a ampliarlos. Hoy los derechos no solamente no tienen coste, puede decirse que han avanzado un paso más. Por el hecho de estar aquí, se goza de innumerables ocurrencias jurídicas definidas como derechos de las personas y, en orden al perfeccionamiento, baste señalar la extrema protección que se les dispensa en algunos casos. Si se pretende ser realista, conviene tener en cuenta que para conservarlos en línea con la sociedad moderna hay que operar siguiendo las normas marcadas por el capitalismo, fundamentalmente atendiendo fielmente a las reglas del mercado. Los derechos de los individuos, ya sean aisladamente considerados o agrupados para hacer más fuerza en el proceso de diferenciación social, se perfeccionan y refuerzan al ser económicamente respaldados, es decir, hay que acompañarlos de dinero en efectivo metálico para darles sentido de realidad. Se reclaman derechos, de los que generalmente ya se goza a plenitud en las sociedades avanzadas, interpretando el asunto más que como derecho en sí, como derecho a partidas de dinero público. En realidad no se están pidiendo el reconocimiento de determinados derechos, porque ya han sido consensuados, sino que se haga posible la diferenciación de algunos individuos y colectivos. Pero no bastan las resoluciones al efecto, hay que consolidarlas en el lenguaje del dinero. Al que reclama su derecho, no es suficiente con decirle que lo tiene, dándole un poco de coba jurídico-política, hay que pagarle en moneda para que se sienta plenamente satisfecho, invirtiendo en él, obligando a otro a hacerlo o subvencionándole, porque de esta manera se reconoce su derecho al privilegio, como nueva forma de posesión de un derecho que atiende a la igualdad desde la desigualdad.
Habría que añadir que ciertos derechos en algunos casos son retribuidos económicamente siempre que se muestren en línea con la doctrina oficial; por ejemplo, los referidos a la forma de entender la igualdad, la libertad y hasta lo que es el honor. Se trata de derechos que se colocan en el expositor propagandístico que suelen entenderse como inofensivos para los ejercientes del poder y se consideran derechos amables. Por eso se despachan sin limitaciones, con ventajas añadidas para el usuario y se les da el mayor bombo posible, habida cuenta de su valor para el mercado electoral y la paz social. No obstante, hay otros derechos incómodos o menos amables para el gobernante, que se guardan a buen recaudo para que no estropeen la fiesta de la democracia representativa y se dispensan a cuentagotas con coste añadido para el usuario. Estos últimos son aquellos que, referidos a los mismos temas del ejemplo -igualdad, libertad, honor-, en su desarrollo no siguen la ruta marcada por la citada doctrina dominante.
En el plano individual y preferentemente en el panorama grupal, el ejercicio de esos derechos inofensivos es una forma de diferenciación a la que acuden las minorías frente al agobio de la masa, que de forma encubierta miran hacia el privilegio por parte de quienes reclaman enérgicamente el derecho a su derecho. Aunque los derechos para todos están ahí, como una realidad que flota en el ambiente y se asume plenamente, a los que demandan privilegios invocando la igualdad, la libertad o el honor, sin duda les resultan insuficientes para consolidar la distinción social a la que realmente aspiran. Se trata de ser reconocidos invocando la diferencia y haciendo del derecho común un privilegio en su caso. En base a esta creencia, en el fondo de la cuestión ronda la idea en la resentida mente de los privilegiados de sentirse venerados por los demás, como si se trataran de un pequeño ídolo singular. Este es el efecto indeseado de privilegiar algunos derechos.
Así las cosas, al particular que siente herido su honor, se le debe de indemnizar. El grupo que encuentra agredida su diferencia, hay que pagarle para siga manteniendo su base diferencial con mucha dignidad en defensa de la igualdad. Al que asume la tarea de reclamar derechos ajenos cuya garantía correspondería al Estado, pero de lo que se suele escabullir desviando el asunto hacia la solidaridad organizada, hay que subvencionarle. Incluso los anticapitalistas de boquilla, que combaten al capitalismo pero van a por lo que todos desean, es decir, dinero para su propio bolsillo, también reclaman contribuciones públicas para que puedan seguir combatiendo profesionalmente el poder y las desigualdades sociales que genera el dinero. Así, apoyados en los derechos-dinero, las demandas avanzan hasta lo que permite la imaginación del moderno emprendedor, que aprovecha la ocasión para explotar el negocio particular, si es posible a cuenta de lo público.
Por lo que parece, hay que tener claro que en cualquier sociedad capitalista avanzada muchas cosas se arreglan con dinero, de ahí que para ser reales los derechos de los individuos también deban ser interpretados en clave de dinero. Y resulta que no hay verdaderos derechos si no se sostienen con dinero en efectivo -amén de su pequeña cuota de poder sobre los demás-, porque los ciudadanos están a lo que están, habida cuenta de que su vida se mueve en la sociedad de consumo. Dado el auge que va tomando el asunto, habría que ir pensando que en algún momento tendrá que constituirse en los Estados una sociedad mercantil pública con el dinero estatal, que podría denominarse Derechos-Dinero S.A., cuyo objeto social sería repartir el dinero de todos entre los que se sienten afectados en esos derechos protegidos por la doctrina oficial. E incluso podrían emitirse acciones, para que sus accionistas sean los portadores de esos derechos-dinero que deberán ser materializados a través de dividendos regulares en billetes de curso legal.
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