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Reseña de CHAVS. La demonización de la clase obrera, de Owen Jones

Desde la perspectiva (y la rabia) de las y los de abajo

Fuentes: El Viejo Topo

CHAVS. La demonización de la clase obrera, de Owen Jones, Capitan Swing, Madrid 2012 (edición original 2011), traducción Iñigo Jáuregui.

Por si se cansan de esta reseña y la dejan a medias, déjenme empezar por lo más importante: no se la pierdan, no se pierdan esta joya crítico-literaria escrita (excelentemente escrita y magníficamente traducida), pensada y sentida por este joven ensayista asociado a la izquierda británica, votado en septiembre de 2011 por los lectores del blog «Left Foot Forward» como el pensador más influyente de la izquierda. Es, sin atisbo para duda alguna, uno de los libros más interesantes que he leído en este año lleno de pérdidas que ya se nos ha ido. A Paco Fernández Buey (creo que no llegó a leerlo) le hubiera encantado; al malogrado profesor, filósofo y combatiente Pere de la Fuente también.

CHAVS -un largo pero nunca pesado desarrollo en el que se muestra por qué un trabajador varón con mono azul y carnet sindical podía haber sido un símbolo de la clase trabajadora británica de los años cincuenta y por qué lo es ahora un reponedora de supermercado mal pagada y contratada a tiempo parcial- está compuesto por una introducción, ocho capítulos, un apartado de conclusiones y un epílogo a la segunda edición inglesa (y que no debe pasarse por alto; se abre con estas palabras: «Nadie esperaba que Chavs atrajera tanto interés como el que suscitó en Gran Bretaña. Y -de haberse publicado incluso tres o cuatro años antes- dudo que lo hubiera hecho. Pero el impacto no se debía a un título provocativo o a mis habilidades de escritor [también a eso desde luego. El perfil del libro tenía mucho que ver con el hecho de que la clase ha vuelto en venganza» (p. 323)).

Chavs, lo señala el propio Jones, fue concebido como contribución del autor a acabar con el silencio cómplice sobre la clase social y, sobre todo, con esa cosmovisión interesada que habla de la inexistencia de clases o usa el estúpido y alienante slogan «todos somos clase media» (inventado o cuanto menos publicitado por Tony Blair cuando era líder laborista). Nadie sabe qué significa exactamente el término «chavs», pero en páginas de la red, en programas de radio o televisivos y en análisis mediáticos, serios o no tan serios, sirve para estigmatizar a jóvenes trabajadores (desempleados en su gran mayoría; no, desde luego, por voluntad propia ni por autodeterminación reflexionada) que viven en viviendas municipales, tienen un tipo específico de acento al hablar inglés, un determinado aspecto físico y, en numerosos casos, estudios básicos abandonados.

¿De qué va la cosa en el fondo? Como en muchos otros lugares. De responsabilizar a los pobres de ser pobres, el programa mínimo y máximo de la cosmovisión neoliberal desde hace más de tres décadas. La pobreza de amplios sectores ciudadanos no tiene su causa en los graves problemas de funcionamiento de la sacrosanta economía del «libre mercado» sino en los errores, en los memes, en los genes, en las fallas, en las torpezas del individuo, de su familia de origen o adopción, de los hogares dislocados en los que se han formado y desarrollado, en su evidente falta de ambición o inteligencia, etc. Son (somos) escoria social porque son (somos)… escoria social. Nada más. Estamos hechos de esa infame pasta (genes-menes de tercer orden) y no hemos hecho nada de nada, ningún esfuerzo, para subir los peldaños de una escalera social sabiamente diseñada que nos hubiera podido conducir, pongamos por caso, a la presidencia de Invitex.

Un ejemplo del alcance de la demonización de la clase trabajadora británica a la que alude el autor. Richard Hilton es director general de Gymbox, «una de las más exitosas incorporaciones a la floreciente escena del fitness londinense» (p. 11). Para hacerse socio, hay que abonar una inscripción de 175 libras y una cuota mensual de 72. Es criterio encubierto de selección. Según el propio Hilton, Gymbox se creó para explotar las inseguridades de su clientela, «formada predominantemente por profesionales y oficinistas». En la primavera de 2009, Gymbox incorporó una novedad que se sumaba a su «ya ecléctica oferta de clases (incluyendo el Aerobic Pechugón, el Baile en Barra y el boxeo zorrón)». ¿Qué novedad? La «lucha CHAV», con un lema que se anunciada en la web de Gymbox del modo siguiente: «No propines a los gruñones y malhumorados chavs una ABSO [una orden de arresto por comportamiento antisocial], dales una patada». Así de claro, así de repugnante; los negocios son los negocios y la violencia de la lucha de clases es la violencia de la lucha burguesa de clases.

El libro analiza y muestra como el odio a los chavs no es un fenómeno aislado. Es, en gran parte, producto de una sociedad con profundas desigualdades. Demonizar a las clases trabajadoras, a las gentes de abajo, ha sido un medio conocido y conveniente donde los haya para justificar las desigualdades sociales a lo largo de los siglos. Pero, como Jones prueba a lo largo del ensayo, en la raíz de la demonización de la gente trabajadora británica está el legado de una auténtica lucha de clases. El asalto al poder de Miss Thatcher en 1979 «marcó el comienzo de un asalto total a los pilares de la clase obrera británica». No es seguro que ese fuera exactamente el comienzo pero lo que está fuera de toda duda razonable es la prolongación de esa agresión, ininterrumpida desde hace más de tres décadas. Sindicatos, viviendas protegidas, industrias, minería, comunidades, fueron, han sido arrojadas a las cuneta. Grandes valores de la clase obrera -solidaridad, organización, apoyo mutuo y aspiración colectiva- fueron barridos en aras de un férreo e insolidario individualismo. La clase trabajadora fue crecientemente menospreciada, ridiculizada, en ocasiones silenciada e insultada, y usada también como chivo expiatorio. Las desigualdades, por supuesto, crecieron como la espuma social: del coeficiente 26 del índice GINI en 1979 al 39 en 2011 (¡un incremento de 13 puntos, del 50%!).

Owen alerta e informa a lo largo de las páginas del libro de las falsarias generalizaciones apresuradas, del origen de clase no-obrero (y de su escasa o nula sensibilidad) de gran parte de los periodistas, del papel embrutecedor de los medios de intoxicación, de los políticos «eminentes» que manipulan el frenesí orquestado desde los media de comunicación para hacer (mala) política, de la continuidad de la política del (publicísticamente) llamado nuevo laborismo respecto a las políticas de Margaret Thatcher (para quien «clase», como ella mismo escribiera, era un concepto comunista que agrupaba a las personas en bloques y los enfrentaba entre sí), del uso de un lenguaje cada vez más deshumanizado para hablar de personas de la clase obrera y de esos comentarios off the record que algunos dirigentes de la derecha dicen en determinados momentos y ante determinado público. Este, por ejemplo, fue hecho por un pope conservador en 2005 ante un grupo de universitarios en el que estaba el autor: «Lo que debéis comprender sobre el Partido Conservador es que es una coalición de intereses privilegiados. Y el modo en que gana elecciones es dando solo lo justo al número justo de personas» y abonando, además, mil veces y cuantas sean necesarias que los problemas sociales son en el fondo fallos de los individuos: sólo hay individuos, gritó la amiga del general criminal Pinochet; su colega de filas, mister Cameron, no ha cambiado la infame melodía: «¿Por qué esta rota nuestra sociedad», preguntó retóricamente. Su respuesta: «Porque el Estado creció demasiado, hizo demasiado y minó la responsabilidad personal».

Owen Jones, lo señala en la introducción, es muy consciente de que todos somos más o menos prisioneros de nuestra clase, pero ello no significa en absoluto que tengamos que ser prisioneros de nuestros prejuicios de clase. No se trata, desde luego, de glorificar acríticamente a la clase obrera, de idolatrarla; lo que se propone -y consigue- es tocar realidad, mostrar algunas situaciones de la mayoría de la clase trabajadora que se han ocultado no inocentemente a favor de abonar lo que es básicamente una caricatura muy interesada, la marca y el prejuicio CHAV. El libro, según el autor, no pide solamente un cambio de mentalidad de la ciudadanía, un giro honesto en la cosmovisión con la que miramos nuestros alrededores o nuestras lejanías sociales. «El prejuicio de clase es parte integrante de una sociedad profundamente dividida por las clases» (p. 21). De este modo y en última instancia, «no es el prejuicio lo que debemos afrontar sino la fuente de la que nace». Jones es muy consciente de que los cambios sociales «no llegan por los garabatos de escritores afines, sino por la presión popular desde abajo» (p. 346). Un programa de austeridad cargado de ideología impone privaciones a comunidades de todo el país, añade. Habrá una determinación cada vez mayor de luchar por una alternativa. Todo está por decidir. Los tories y sus prósperos seguidores serían temerarios, en su razonable y enérgica opinión, si pensaran que ya han ganado. No lo piensan, sigue muy alertas.

Jones está preparando actualmente un ensayo sobre el establishment británico. Lo publicará la editorial Penguin. Reserven ejemplares (o espérense la probable traducción de Capitán Swing). Sería bueno que Jones recordara, seguro que las tienes muy presentes, unas palabras de 1997 del criminal agresor de Irak, un dirigente «laborista» llamado Tony Blair: «La Gran Bretaña de las élites se ha acabado. La nueva Gran Bretaña es una meritocracia». ¡Para vomitar, para morirse de asco!

PS: De la situación de la clase obrera británica, de la agresiva lucha de las clases dominantes, la siguiente información de la página 245 del ensayo es indicio altamente significativo: el salario mínimo se introdujo en Inglaterra en 1999, en contra de la oposición de conservadores y empresarios. Ni que decir tiene que supuso un verdadero cambio para cientos de miles de trabajadores. Antes de ello, era perfectamente legal pagar a un trabajador 1,5 libras por una hora de trabajo. Pero la tasa se fijó en el nivel más bajo posible. En 2010, era de 5,80 libras si se tenía 22 años o más. Para los trabajadores entre 18 y 21 años, era de 4,83 libras. Para los menores de 18, 3,57 libras por hora.