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Deseo, angustia y política

Fuentes: La Jornada

¿Cuáles son las premisas que hacen de la filosofía política de Maquiavelo una visión tan particularmente radical? El tema es antiguo y ha merecido múltiples interpretaciones. La que propuso Nietzsche es una de las más inesperadas y sutiles. Su lectura de El príncipe parte de la subversiva inferencia de que se trata de un libro […]

¿Cuáles son las premisas que hacen de la filosofía política de Maquiavelo una visión tan particularmente radical? El tema es antiguo y ha merecido múltiples interpretaciones. La que propuso Nietzsche es una de las más inesperadas y sutiles. Su lectura de El príncipe parte de la subversiva inferencia de que se trata de un libro «sobre el deseo, un deseo inasible, imposible de satisfacer».

La idea es en sí fascinante, y el argumento más sencillo de lo que se podría imaginar. Para mantenerse en el poder, el soberano debe, en última instancia, velar por el bienestar del reino. Para ello es preciso satisfacer los deseos de sus ciudadanos. Pero el deseo es una pulsión enigmática, «inasible» como dice Nietzsche. Cada vez que un deseo es satisfecho -o reprimido, o suprimido-, inmediatamente emerge un deseo que vuelve a presentarse como insatisfecho. En palabras muy simples: no se ha terminado de desear algo cuando se desea algo nuevo. Y, traducido al mundo de lo político: el ciudadano aparece como un deseo permanentemente insatisfecho. Sus demandas son inagotables. Para el poder, el dilema -un dilema muy característico del pensamiento de Maquiavelo- consiste en cómo acotar esta infinitud, en cómo legitimar un horizonte de desplazamiento que no se transforme en un cúmulo de frustraciones. Tal vez por ello, la política es, entre muchas otras cosas, esencialmente un discurso sobre el futuro. El futuro entendido como promesa y/o, sobre todo, como riesgo: esa entidad inexistente donde quedan pospuestos o desplazados los avatares y las demandas del presente.

El futuro, es decir, la postulación del futuro, ha sufrido cambios radicales en los últimos tiempos.

Todavía en la década de los 70, no hace tanto tiempo, el futuro político aparecía como un disenso de utopías. Tal vez ya se ha olvidado, pero la idea, por ejemplo, de erigir un orden democrático en México se percibía como un horizonte de abundantes expectativas. Ni hablar de otras utopías de la época como pudo llegar a ser el socialismo o, su versión moderada, la sociedad regulada, la sociedad ecológicamente sustentable, etcétera.

Hoy se habla de un mundo exento de utopías. (Acaso habría que hablar de una época aturdida por los experimentos utópicos del siglo XX.) Sea como sea, esa ausencia se ha convertido en un statement sobre nuestra cultura. Un poco banal, por cierto. En rigor, las visiones actuales del tiempo en la política resultan bastante más complejas. La razón es sencilla y compleja a la vez: la política no puede prescindir de cierto discurso sobre el futuro.

Si se les examina con un poco de atención, las viejas utopías han sido sustituidas por una noción capilar que ocupa a la mayor parte de los dictámenes sobre aquello que creemos que nos aguarda. Esa noción es: el riesgo.

Vivimos una época dominada por el cálculo, los temores y las vicisitudes que encierra el riesgo entendido como vértice del futuro. Basta con hojear cualquier matutino para percatarse de ello. Según los últimos reportes de la investigación médica, moriremos por haber comido demasiada carne de res o por no haber dormido lo suficiente o por no haber ejercitado yoga o el simple hecho de habitar en el Distrito Federal. Mañana el reporte podría ser el inverso: será la carne de pollo la que nos mate, o el exceso de algún deporte. Cada día se acumulan las nuevas que acechan al cuerpo: hoy es el colesterol, mañana será alguna mutación de nosotros mismos.

El riesgo domina los más inverosímiles rincones de la vida cotidiana: es impresionante la lista de seguros que se deben o se pueden adquirir para reducir, valga el pleonasmo, las sombras de la inseguridad. Se estudia una carrera y se deja de estudiar otra para reducir el riesgo de no encontrar trabajo. En la era del sida, incluso la sexualidad requiere de tristes cálculos y onerosas renuncias.

En la política, esta peculiar manera de postular el futuro se ha vuelto una común operación: pocos se inclinarían a votar hoy por el mejor de los gobiernos; a la mayoría les basta hacerlo por el menos peor, por el que asegure no un cambio del orden, sino simplemente no poner en peligro lo que existe.

La misma lucha política se ha transformado en una contienda por calcular quién hace aparecer al adversario como una promesa de peligro.

Y no parece existir ningún discurso ni visión que logre suprimir el riesgo como vértice del sentido. Tal vez, para sortear el estrecho círculo de esta manera de autosucumbir frente al tiempo, sólo queda volver los ojos sobre el presente: no sobre lo que puede pasar, sino sobre lo que está pasando, no sobre los «escenarios del futuro», sino sobre las contingencias de aquello que tenemos a la mano.