No, no tengo poderes sobrenaturales, ni satélites a mi servicio que me informen al instante de cuantas moscas sobrevuelan ahora mismo el área sur de la casa Blanca. Tampoco dispongo de un equipo de inspectores que se desplacen a una perdida jungla o a un recóndito paraje al otro lado del mundo a averiguar algún […]
No, no tengo poderes sobrenaturales, ni satélites a mi servicio que me informen al instante de cuantas moscas sobrevuelan ahora mismo el área sur de la casa Blanca. Tampoco dispongo de un equipo de inspectores que se desplacen a una perdida jungla o a un recóndito paraje al otro lado del mundo a averiguar algún oculto enigma, ni disfruto de un surtido grupo de sesudos analistas que me instruyan al respecto de cualquier dilema, pero mucho antes de que el presidente de los Estados Unidos y su habitual corte de aliados llegaran a saber que en Iraq no había armas de destrucción masiva, yo ya lo sabía.
Solo, en un pequeño pueblo de Euskalherria, sin más informaciones que las que los grandes medios de comunicación tergiversaban o escondían, sin otra asesoría que la de mi panadero, sin otro contertulio que el vecino y sin necesidad de moverme de mi casa, siempre supe que Iraq no disponía de las mentadas armas y que, en cualquier caso, ninguna importancia tenía porque con independencia de que así fuera la suerte de Iraq estaba decidida.
Vuelve a repetirse la historia y los pretextos con la única variable del nuevo país llamado a padecer la canallada. Ahora le ha correspondido a Siria.
Yo sigo en el mismo pueblo y dispongo de los mismos informantes, del mismo panadero y vecino. Y sé que poco importa lo que los inspectores vayan a resolver, los mismos que meses antes, por cierto, ya habían denunciado el uso de armas quínicas por quienes los medios de comunicación tildan de «rebeldes» precursores de nuevas primaveras árabes tan florecidas como la egipcia, la libia o la tunecina y que les habían sido suministradas, precisamente, por Estados Unidos y sus monárquicas alianzas en la zona.
Sobre Siria van a vomitar su infierno por más insensato que resulte su artero procedimiento en relación a los fines que mienten.
Dan asco, repugnan y sólo se merecen que el mismo horror que desatan lo padezcan, que toda la miseria que siguen generando la sientan y la sufran, que sus letales bombas les estallen en sus genocidas manos, que su diluvio de fuego les abrase sus cínicas sonrisas, y que desaparezcan de la faz de la tierra y con ellos su maldita memoria.
Y que así sea hasta que pueda redimirse la esperanza de otro mundo posible en el que los canallas no decidan las agendas de la paz y la guerra que aún no es, ni pongan hora a la vida y a la muerte que será.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.