No soy profeta ni hijo de profeta. Soy hijo de profesor de primaria y de madre analfabeta. Pero como teólogo, fui educado para considerar continuamente la historia «sub specie aeternitatis», o sea, desde la perspectiva de la eternidad, manifestada en las Escrituras que narran la historia de un pueblo de referencia, el judeo-cristiano; y también […]
No soy profeta ni hijo de profeta. Soy hijo de profesor de primaria y de madre analfabeta. Pero como teólogo, fui educado para considerar continuamente la historia «sub specie aeternitatis», o sea, desde la perspectiva de la eternidad, manifestada en las Escrituras que narran la historia de un pueblo de referencia, el judeo-cristiano; y también bajo criterios éticos, que ayudan o dificultan la construcción de la ciudad humana.
Al considerar el estado de la Tierra y la escena política mundial, me lleno de temores. Podemos estar yendo al encuentro de una gran desintegración. Ésta reside en el hecho apuntado por varios analistas, comenzando por Marx, por el economista estadounidense de ascendencia húngara Karl Polanyi, y entre nosotros por el brasileño Michael Löwy: la economía se ha divorciado de la sociedad. Separada y desvinculada de todo control social, estatal y humano, está desbocada. Funciona obedeciendo a su propia lógica, que consiste en maximizar los lucros, minimizar las inversiones y acortar al máximo los plazos. Y eso, a escala mundial, y sin ninguna precaución ecológica. Todo se convierte en un gran «Big Mac», todo es metido en el saco del mercado: salud, cultura, órganos, religión… Es un signo de la «corrupción general y de la venalidad universal», como decía Marx en 1847 («Miseria de la filosofía»). Es «La gran transformación» -como la caracteriza Polanyi- nunca antes vista.
El efecto más desastroso de esta transformación consiste en reducir al ser humano a un mero productor y a un simple consumidor. Lo demás son ceros económicos despreciables: personas, clases sociales, regiones y naciones enteras. El trabajo muerto (máquinas, aparatos, robots) suplanta al trabajo vivo (los trabajadores). Todo se reduce a mercados que hay que conquistar para poder acumular de forma ilimitada. El motor que preside esta lógica es la competencia, lo más feroz posible. Sólo sobrevive el fuerte; el débil no resiste: desiste e «in-existe».
Ocurre que esta ferocidad topa con un límite: la naturaleza, cuyos recursos son limitados y su capacidad de resistencia no es infinita. Y la naturaleza no es respetada. Si lo fuese, la economía se estaría destruyendo a sí misma… Por eso, tiene que talar la selva amazónica, para continuar lucrando. La Tierra, últimamente, está mostrando su venganza: el supercalentamiento, los huracanes, las sequías, las inundaciones… y, en el nivel humano, una creciente violencia en las relaciones sociales. El estudio sobre el clima realizado por el Pentágono advierte: en las próximas tres décadas, el cambio climático será mucho más peligroso que el terrorismo. La humanidad puede entrar en una anarquía generalizada. Tiene que cambiar de rumbo. Pero, ¿va a querer hacerlo?
Veo mucha sabiduría en esta afirmación: el ser humano aprende de la historia que no aprende nada de la historia, sino que lo aprende del sufrimiento. Es el sufrimiento lo que le hace cambiar. Cuando el agua le llega al cuello, el ser humano da una sacudida y hace lo que sea para cambiar, o muere.
Tal como van las cosas, se nos está preparando un gran sufrimiento, ya sea de orden ecológico, o económico-social. Si fuésemos racionales, podríamos evitarlo. Pero como nos mostramos irracionales e insensatos, no queremos cambiar de camino, y continuamos acercándonos a una posible desintegración. Pero, consolémonos: la desintegración es siempre creativa, y el caos resulta generador, como testimonian los cosmólogos contemporáneos. Se abren posibilidades de otros órdenes.
¿Qué alternativas hay a la desintegración? En la próxima reflexión volveremos a este tema tan preocupante y siniestro.