Cuando el dinero sale del circuito fijado por el capitalismo y se entrega a las masas en forma de ahorro, y llega a adquirir cierta relevancia, el sistema se resiente. Si este adquiere consistencia y, más aún, si se llega a cierto grado de coordinación entre las individualidades, puede ponerse en riesgo el sistema capitalista. […]
Cuando el dinero sale del circuito fijado por el capitalismo y se entrega a las masas en forma de ahorro, y llega a adquirir cierta relevancia, el sistema se resiente. Si este adquiere consistencia y, más aún, si se llega a cierto grado de coordinación entre las individualidades, puede ponerse en riesgo el sistema capitalista. Téngase en cuenta la ingente cantidad de dinero que se encuentra en manos de las masas, si se coordinara la acción no habría entidad ni conglomerado capitalista que pudiera competir con ella y llegaría a imponer sus condiciones en la marcha del capitalismo. Y si la riqueza acumulada pasara a definirse en términos de capital, resultaría que el capitalismo ya no sería una actividad dirigida por un grupo minoritario –la elite del poder-, sino actividad de masas. El ahorro es una arma de poder económico que escapa del círculo del capital y pasa a la esfera de lo individual, tomando forma de riqueza, pero si varias individualidades forman causa común y lo reintegran al circuito del capital cuentan como poder contestatario. Desmontar el ahorro de las masas es la acción preventiva del capitalismo elitista para conjurar el riesgo de pérdida de poder. Las medidas a tal fin son numerosas y a veces no demasiado evidentes, pero baste destacar algunas de las más conocidas para aproximarse al proceso dirigido a mantener bajo control la posibilidad de ahorro de las masas.
Hablar de la etapa de esplendor en el capitalismo es hacerlo desde que se instaló el consumo de masas. Se ha venido defendiendo un modelo para el consumo en el que el dinero se encuentra en circulación permanente entre masas y empresas, siendo estas últimas las que se apropian de las plusvalías, destinándolas a incrementar su capital o simplemente a acumularlo como riqueza para sus socios. En el panorama social, este proceso económico es entendido como una relación dirigida a satisfacer necesidades de la vida de las personas, que debe ser correspondida a través del valor dinero. Pero en el plano político, lo que ha venido siendo una cuestión natural de la existencia ha pasado a ser casi una obligación cívica que se reconduce al mandato implícito de hay que consumir. Esta obligación, aunque no escrita expresamente, viene impresa en el vivir y es fundamental en las sociedades capitalistas, ya que en caso contrario la economía de las naciones se ralentiza, derivándose otra consecuencia inmediata que afecta a las individualidades que es el deterioro del bienestar.
Por tanto, resulta imprescindible promover una cultura del consumo, mantenida de forma permanente para que, con invocación de un supuesto bienestar, las masas a nivel de sus individualidades se desprendan del dinero que pudieran acumular. No obstante, pese a la inestimable colaboración de la ideología de las modas y las distintas estrategias diseñadas para vender, el ahorro aumenta, porque paralelamente lo hace el dinero en circulación. La realidad de comprar al empresariado por obligación, como exigencia ineludible para la marcha de cualquier sociedad capitalista, no coloca en primer término el atender a las necesidades de los individuos, sino que se trata de una imposición patrocinada directa o indirectamente por los gobernantes, que ha adquirido casi caracteres de chantaje, plenamente asumido por los afectados. Por exigencias del capitalismo, los gobiernos y organismos internacionales económicos defienden sin disimulo los intereses empresariales, equilibrando la balanza del otro lado promoviendo derechos y colocando el bienestar material como el eje central de la existencia. El bienestar pasa a ser una necesidad general. En cuanto a los derechos, son un complemento para animar el consumo, ya que suponen otorgar cierto reconocimiento a los consumidores, pero sin permitirse que tomen posesión del puesto que les corresponde. Aunque la economía es dependiente del consumo de masas, estas no interpretan ningún papel relevante en el concierto del funcionamiento del sistema, son simplemente espectadoras atentas a las escenas que ofrecen los actores, debidamente dirigidos por el capitalismo. El instrumental de activación del consumo, cuenta con un arsenal de medios que giran en torno a la publicidad, las modas y la innovación permanente, lo que permite distraer a los consumidores para que no lleguen a tomar conciencia de su verdadero significado, y sigan sumisamente las directrices de las empresas capitalistas. En situaciones de excepcionalidad, cuando el consumo decae, se impone por decreto revitalizarlo para animar el mercado, hay que consumir a mayor ritmo, entrando de lleno en el consumismo. Las estrategias de mercadotecnia se tornan agresivas, pero lo decisivo es que los que gobiernan colaboran a tal fin con medidas políticas que vienen a completar y hacer más agresiva la labor del consumismo.
A través del consumo, los consumidores se desprenden de parte de la riqueza acumulada, entregándosela a las empresas capitalistas, con lo que revierte al escenario del mercado y mantiene el dinamismo del capital. Pero cuando el equilibrio se rompe, bien por el fracaso de las estrategias que invitan al consumo o porque disminuye la riqueza de las masas o aumentan las necesidades empresariales o el modelo de crecimiento global que el capitalismo demanda no se alcanza, se rompe el ciclo y aparecen las crisis. Del otro lado, por prevención o a falta de imaginación creativa empresarial para aliviar la situación, el ahorro tiene la oportunidad de prosperar, aunque la pérdida de puestos de trabajo y la ralentización de la actividad económica lo deterioran significativamente. En definitiva, consumo desde los consumidores y trabajo desde las empresas en estado de equilibrio, permiten la viabilidad del sistema. Aunque habría que reconocer a cada parte la importancia de su papel en la escena económica -trabajo y consumo-, resulta que solamente se valora el papel de las empresas, siguiendo las exigencias del capitalismo de minorías. Sin embargo, en cuanto dejan de jugar la partida los consumidores en los términos previstos, se entra en la espiral de la crisis y el sistema empieza a fallar.
Al igual que sucede con el consumo, incentivado en términos desmedidos para mantener el desarrollo del negocio, el ahorro, en cuanto supone un riesgo para las reglas fijadas por el capitalismo elitista, tiene que ser controlado. El proceso de control natural del ahorro a través del consumo se complementa con otros factores presentes en la economía de mercado. A tal fin, baste señalar la perdida de valor de la moneda y de los bienes inmuebles, a lo que hay que añadir las cargas que soporta el ahorro. Todo ello permite extraer riqueza en posesión de las personas para llevarla a otro punto, generalmente los que tienen sentido impositivo al Estado, y en su trayectoria de retorno algo se queda en manos de las empresas, de lo demás es beneficiario directamente el capitalismo. La máxima es que el dinero tiene que circular para que el poseedor lo pierda en el camino y empresas y Estado lo recojan. Es inevitable la utilización de artimañas para extraer toda riqueza que se encuentre en poder de los ahorradores. Y aquí entran en escena los nuevos procedimiento de carácter político, aunque ideados por el capitalismo a tal fin.
Desde un complot orquestado por el capitalismo, los gobiernos proveen fórmulas para destruir la capacidad de acumulación de bienes de sus ciudadanos, a menudo invocando la justicia social. Tradicionalmente han sido los impuestos el arma poco imaginativa para combatir el ahorro. Seguida de la expropiación como expresión del poder y simultáneamente como instrumento para privar de riqueza por medios legales. Con la invocación de sentimientos patrios, de solidaridad, de progreso, de bienestar o simplemente del interés general, los gastos estatales, aunque se hable de moderación, acaban disparándose y a ellos tienen que contribuir los ciudadanos; unos, para recibir más de lo que aportan y, otros, menos. Esta capacidad para hacer el reparto posterior se entiende como equidad y es el eje de la actividad política. Con lo que las cantidades que se detraen del ahorro se mueven no solo al compás de la capacidad económica de los ciudadanos, sino de la apetencia recaudatoria de sus gobernantes. Lo que puede servir para dejar los términos de su aplicación a voluntad de aquel.
Como el alza de impuestos crea malestar ciudadano, se acude a otras fórmulas para poner freno al ahorro y la riqueza, y es una nueva forma de expropiación la que entra a jugar su papel, estableciendo tales límites y los devalúa significativamente. Invocando el interés social, la propiedad -convertida en un derecho en precario-, se encuentra no tanto con privaciones como con innumerables limitaciones cuya finalidad es reducir su significado, cuando no directamente destruirla. A tal fin se ve auxiliada por nuevas cargas impositivas -caso de sucesiones-, medidas para delimitar el uso de la propiedad -el interés social- o fiscalización continua de la propiedad en todos sus movimientos -nuevas tasas-. El derecho de propiedad va camino de convertirse en una leyenda burguesa, que a medida que avanzan los tiempos no supone más que el derecho de uso temporal de unos bienes, sujetos permanentemente a distintas formas impositivas y cargas para evitar que se refuerce con el paso del tiempo.
Frente a lo tradicional hay otras medidas más sutiles, que casi pasan desapercibidas, dirigidas a controlar la posibilidad de aumentar, cuando no de disminuir, el ahorro. A ellas se acude desde los organismos internacionales y los gobiernos locales cuando las masas aumentan su poder económico o las empresas disminuyen el suyo.
La estrategia de la inflación permite restar riqueza o hacerla desaparecer. Mientras que la de tipos cero de interés conduce al mismo fin por el otro sentido de la vía. Bien utilizando una u otra el poder económico derivado del ahorro de las masas decrece y en ambos casos las abre con mayor decisión a la vía del consumismo. El dinero desciende de valor y es obligado gastarlo rápidamente, con lo que el ahorro se esfuma. En el tipo cero la rentabilidad no existe y la alternativa es consumir. Con la inflación, pese a la rentabilidad, se llega al mismo punto En cuanto a la inversión del pequeño ahorrador para tratar de incrementar su riqueza, por ejemplo, vía renta fija o variable, de un lado, apenas suele cubrir la inflación natural por las comisiones, de otro, pasa a ser un método de impositivo que una parte de las veces conlleva la pérdida total de la inversión, ya sea por simple desgaste o por explosión. La creencia de que la inversión bursátil puede generar riqueza no es del todo aplicable al pequeño inversor, como individualidad que se configura las masas; el beneficio ha sido concebido para el que domina las reglas del juego, es decir, el grupo minoritario de los jugadores de ventaja. En cuanto a los inmuebles, si se convierten en bienes muertos, pasan a ser una carga. Mientras que los bienes muebles se devalúan permanente por efecto de la obsolescencia y la aparición de nuevas mercancías. Se vaya por donde se vaya, la cosa no pinta bien paras masas.
Aunque promover crisis económicas resulta efectivo para desmontar el ahorro de las masas, es vista por su artífice, el capitalismo, como una solución extrema. Genera desconfianza en el sistema, retrae el consumo y afecta a sus propias empresas. Mas agresiva que la subida de impuestos, siempre tiene resultados no deseados, pero aún así, en casos de premura, se utiliza.
El capitalismo de elite, consciente del potencial peligro de las masas, viene cortando de raíz todas las posibilidades de poder. Si en el consumo las masas podrían dejarlo al descubierto boicoteando productos, el hecho es que el riesgo es mínimo porque se sustituyen por otros, desapareciendo unas empresas y apareciendo otras nuevas, situación que puede afectar a estas pero no al capitalismo. Cabrían otras formas de rebelión, pero al final el órgano decisorio es el empresariado, porque la necesidad de satisfacer el bienestar obliga a pasar por sus determinaciones. La opción en este punto es poner límites al consumismo compulsivo al que viene forzando el capitalismo, para pasar a ser consumidores. Tarea complicada, dado el refinamiento de las técnicas mercadotécnicas para garantizar el consumo. En consecuencia el capitalismo de la minoría dirigente puede estar tranquilo porque con tales medidas , la posibilidad de que las masas puedan dirigir el sistema, en razón a un poder basado en la acumulación de riqueza dispuesta para funcionar como capital, son improbables.
En general, el objetivo oficial de algunas de estas estrategias responde a razones sociales y de interés general, pero no hay que pasar por alto la finalidad encubierta de unas y otras, que incluye entre sus propósitos privar de la riqueza acumulada en forma de ahorro a las masas o mantenerla bajo control. Así, el capitalismo puede continuar con su marcha global y las masas no llegarán a ser competidoras para el actual modelo grupal dirigente y no tomará el relevo el capitalismo social , es decir, aquel en el que la dirección corresponda a las masas sustituyendo al planteamiento elitista. Aunque sea muy remota la posibilidad de hablar de un capitalismo de masas , en el sentido de que sean estas las que de alguna manera tomaran la dirección del capitalismo, sustituyendo a la elite del poder actualmente dirigente, la propuesta está sobre la mesa.
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