El nacionalcatolicismo toma aire y sol estos días en Madrid utilizando espacios y recursos públicos. A través de los medios de comunicación, sus soberbios y ancestrales mensajes (incluidos los perdones masivos a pecados terrenales) llegan a todo el orbe católico. Al mismo tiempo, sus voceros, clérigos o seglares, atacan con el furor de una cruzada […]
El nacionalcatolicismo toma aire y sol estos días en Madrid utilizando espacios y recursos públicos. A través de los medios de comunicación, sus soberbios y ancestrales mensajes (incluidos los perdones masivos a pecados terrenales) llegan a todo el orbe católico. Al mismo tiempo, sus voceros, clérigos o seglares, atacan con el furor de una cruzada medieval a un supuesto «laicismo intolerante y radical», confundiéndolo con la serena y creciente secularización de la sociedad, porque en su paranoia piensan que su religión única y verdadera está amenazada por los «enemigos de Dios».
No se dan cuenta de que esos imaginarios enemigos los tienen dentro como consecuencia de: actuaciones de sus jerarcas o de sus grupos más fundamentalistas; la visibilidad de las riquezas acumuladas durante siglos (la mayoría de las veces, a sangre y fuego o con leyes que les favorecen); sus dogmas caducos y, en ocasiones peligrosos, en materia de familia, de orientación sexual y sexualidad, de igualdad de género, de vida y de forma de muerte. Estas, entre otras, son las causas de su alejamiento de una sociedad plural cada vez más racional, más libre en su conciencia.
Hace unas semanas, en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo, ofrecí una conferencia sobre Religiones y laicidad y, una vez más, una persona dedicada a la enseñanza del catecismo en las escuelas públicas amablemente me increpó sobre el hecho de que cada año se quedaba «con menos alumnos», argumentando que era consecuencia «de una secularización creciente que amenazaba la moral de la ciudadanía». Esta persona hablaba de la moral católica como si fuera de la Iglesia católica no hubiera otra moral. La respuesta que le di no fue muy complicada: «La causa no es la laicidad y la secularización, sino sus dogmas y el desprestigio de la institución católica oficial, de la que usted depende».
Cada día que pasa, los medios de comunicación (en especial las televisiones) ocupan más espacio en difundir los actos y fastos del evento católico, en proporción directa con la caída de la audiencia en esos momentos. Esta semana y hasta el domingo casi todo van a ser noticias del «acontecimiento», con el permiso de los mercados, de la pugna electoral PP-PSOE y del fútbol.
Benedicto XVI, como otras veces, llega en su interesada doble condición de «pastor» de sus fieles y como jefe de un Estado ficción: el Vaticano. Y viene a un Estado real, con una democracia formal, aunque «confesional» en lo institucional, que concede enormes privilegios de tipo simbólico, jurídico, tributario, económico y en concesión de servicios, vulnerando el principio de igualdad y de aconfesionalidad que establece nuestra Constitución.
Cientos de cargos públicos y altas autoridades del Estado van a rendir pleitesía a la jerarquía católica y a su máximo mandatario que, presumiblemente y una vez más, rodeado de una parafernalia escandalosa, hará críticas a nuestras leyes democráticas, a nuestra plural forma de convivencia y atacará otras iniciativas que se han quedado sin debatir en esta legislatura, como la ley de libertad de conciencia, la ley de muerte digna o la de igualdad de género.
Los miles de jóvenes de muchas nacionalidades que estos días visitan algunas de nuestras ciudades, además de Madrid, se llevarán la impresión de que están en «territorio católico» por la forma que les han organizado el viaje. La realidad es muy distinta. Los diferentes territorios que conforman España no se reducen a los confesionarios del Retiro, ni a los montajes de Cuatro Vientos y Cibeles. (Por cierto, en esta plaza el macroaltar tapa simbólica y calculadamente el magnífico edificio civil del ayuntamiento). España es plural, diverso, tratamos de convivir personas de cientos de convicciones, organizadas o no. Esta es la impresión que deberían de llevarse los jóvenes, pero no va ser así. Los que algún día puedan volver a visitarnos, como ciudadanos y no como siervos, lo entenderán mucho mejor.
La mayoría de la ciudadanía no es católica practicante. Menos de un tercio declara serlo, otro tercio aproximado se declara creyente y/o cristiano no practicante; un porcentaje pequeño pertenece a otras religiones organizadas, y casi un tercio se declara ateo, indiferente, agnóstico, etc. Entre la ciudadanía menor de 30 años la situación cambia mucho: sólo el 9% se declara católico practicante y el 49% agnóstico, ateo o indiferente.
Por ello, por justicia y para construir el Estado democrático y de derecho, hay que situar toda simbología religiosa en la esfera de lo personal y privado; hay que eliminar el privilegio de exenciones tributarias, como el IBI y otros, a la Iglesia católica (ahora que en Europa se está reclamando); se ha de denunciar (o no aplicar) el Concordato (Acuerdos de 1979); hay que elaborar una ley de libertad de conciencia que clarifique situaciones frontera que generan gran confusión entre las iglesias y el Estado; la enseñanza del dogma religioso ha de salir de la escuela financiada con fondos públicos; y, por fin, se ha de adecuar a la realidad social actual la Constitución en su artículo 27 (sobre la formación religiosa y moral) y especialmente en el 16 (eliminando la mención a la Iglesia católica).
Benedicto XVI se irá con su séquito y nuevas casullas bordadas. Por fin se abrirán espacios públicos para el disfrute general. Se harán cuentas y cábalas. Mientras, la secularización de la sociedad seguirá avanzando, al mismo ritmo que aumenta el desprestigio de esta Iglesia de popes, boato, hipocresía, soberbia y riqueza. Entretanto, con otros problemas de fondo, los partidos mayoritarios, en su ceguera, permiten y fomentan privilegios caducos, de otra época.
Fuente: http://blogs.publico.es/dominiopublico/3844/desprestigio-del-catolicismo/