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Desregulación y autoritarismo: el nuevo fascismo

Fuentes: Rebelión

Es obvio que desregular significa dejar sin norma a algo que ya la tenía y que era de obligado cumplimiento para todos, por ejemplo, si teníamos regulado que la jornada laboral era de ocho horas diarias y cuarenta a la semana, que no se podía contratar trabajadores ni despedirlos como si fuesen papel higiénico, que […]

Es obvio que desregular significa dejar sin norma a algo que ya la tenía y que era de obligado cumplimiento para todos, por ejemplo, si teníamos regulado que la jornada laboral era de ocho horas diarias y cuarenta a la semana, que no se podía contratar trabajadores ni despedirlos como si fuesen papel higiénico, que los convenios colectivos tenían rango de ley, la desregulación del trabajo -que conocemos por contrarreforma laboral- deja fuera del derecho o bajo un derecho de parte a la inmensa mayoría de los trabajadores, creando una situación en la que estos quedan a la intemperie y los empresarios como absolutos reyes y señores. Lo mismo sucede en todos los ámbitos en los que se está aplicando ese criterio bajo el señuelo de la libertad pero con objetivos contrarios a ella, pues no existe libertad cuando el derecho no ampara a todos por igual ni protege a los más necesitados.

Desde hace décadas se viene hablando de la necesidad imperiosa de desregular todos los aspectos de la vida económica, queriendo decir con ello que el Estado democrático y las leyes que de él dimanaron para protegernos de los abusos del mercado, entorpecen el natural desarrollo de este y por tanto constriñen el crecimiento económico, entendiendo por tal aquel que sólo se fija en las grandes magnitudes que manejan unos pocos e ignora el empobrecimiento general de los trabajadores de todas las clases. Hasta hace no mucho teníamos en España, también en otros países de Europa, una sola y odiosa compañía telefónica que abusaba de su situación monopolística. Llegó la desregulación del mercado de las telecomunicaciones y ahora tenemos un puñado de odiosos operadores que actúan de común acuerdo e imponen sus tarifas sin que nadie intervenga en ello. ¿Hemos ganado algo los usuarios de telefonía? Creo que no, antes el Estado regulaba esas tarifas, recibía una parte sustancial de los beneficios que servían para inversión pública y había oficinas dónde poder reclamar. Ahora todo es virtual y, además de la cantidad de triquiñuelas que inventan a diario para falsear los recibos para maximizar beneficios, intentar solucionar un problema con ellas vía teléfono es bastante más difícil que subir el Anapurna descalzo y con un cilicio en la cintura. Lo mismo ocurre con las gasistas, con las entidades financieras antes llamadas bancos, con las eléctricas, con las petroleras, con las compañías aéreas, todas están desreguladas, nadie supervisa la calidad de su servicio, ni sus precios, ni sus abusos quedando el ciudadano al albur de una serie de instancias tan etéreas como farragosas e inoperantes. En el mundo económico, bajo el paraguas de la libertad, se ha construido un mundo irrespirable en el que al usuario sólo le queda la obligación de pagar lo que le pidan e impongan y el derecho al pataleo, la rabieta, la úlcera o el recurso a instancias judiciales costosísimas que por ello mismo le son prohibitivas.

La palabra libertad, una de las más hermosas del diccionario, ha sido mancillada, porque hoy existe para una minoría la libertad de llevarse el dinero sin pagar un duro al Erario al país que quieran, la de importar productos de países esclavistas que hacen inviable la producción en nuestro país, la de pagar tres euros la hora en una fábrica sumergida por todos visible, la de evadir al Fisco, la de corromper y ser corrompido sin que la ley tenga nada que decir, la de especular con las deudas soberanas que de ese modo dejan de serlo, la de saltarse las leyes democráticas bien no haciéndoles el menor caso -porque nadie les va a exigir su cumplimiento- bien suprimiéndolas o contrarreformándolas.

Por el contrario, tal como estamos viendo con las leyes que se aprueban en nuestro país y en otros de nuestro entorno, se está produciendo ante nuestra mirada difusa, un drástico endurecimiento de las leyes que restringen nuestros derechos. Sin ir más lejos el próximo viernes el Consejo de Ministros aprobará la Ley de Seguridad Ciudadana, una ley que recuerda a las existentes antes de la Constitución de 1978, una ley que criminaliza los escraches -modo de protesta pacífica que sirvió en Argentina para acabar con la ley de punto final-, que llena de obstáculos el ejercicio libre de los irrenunciables derechos de manifestación, reunión y huelga, que castiga la pobreza y cercena la libertad de expresión, dando un paso de gigante hacia un Estado de Excepción con carácter no excepcional. Leyes contra el derecho de las mujeres a interrumpir libremente el embarazo no deseado, leyes que amparan las conductas antidemocráticas de las distintas policías, que permiten que seamos cacheados y ultrajados antes de tomar un avión, que auspician las detenciones ilegales, que permiten a los bancos lanzar a miles de personas de sus casas sin ofrecerles alternativa alguna, que legalizan la exclusión social y penalizan al excluido, leyes cuya única finalidad es proteger el nuevo orden establecido a costa de la libertad y los derechos de los ciudadanos.

Incapaces de crear, de inventar, de solventar, los gobiernos de toda Europa, pero especialmente el español, que por genética tiene mucha más experiencia en asuntos de represión, están dando los pasos legales necesarios para pasar de una democracia a un régimen autoritario, antesala de la dictadura con la que tanto sueñan. Es lo que sucede cuando se es tolerante con quienes por crianza y por convicciones son esencialmente intolerantes. Ha pasado muchas veces a lo largo de la historia, pero parece que no aprendemos.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.