En mala hora decidí este verano irme de vacaciones a Galicia. Pensaba que en aquella tierra, al amparo de sus playas y montes, iba a poder descansar de los rigores de mi oficio y, porqué no, aprovechar también el tiempo para ejecutar algunos trabajos pendientes en la región. En el mundo del destripamiento como en […]
En mala hora decidí este verano irme de vacaciones a Galicia. Pensaba que en aquella tierra, al amparo de sus playas y montes, iba a poder descansar de los rigores de mi oficio y, porqué no, aprovechar también el tiempo para ejecutar algunos trabajos pendientes en la región. En el mundo del destripamiento como en el mundo de la canción, la ociosidad se paga cara y necesitaba volver a situar mi nombre en las primeras páginas e informativos antes de que mi público me olvidara.
No era la primera vez que visitaba Galicia. Años atrás había realizado algunos trabajos por el litoral en la esperanza de recuperar fama y buen nombre pero, primero el hundimiento de un barco petrolero y luego el rosario de idiotas declaraciones de las autoridades coparon titulares y primeras páginas y yo me quedé sin reportaje. Ni siquiera en El Caso logré hacerme con alguna reseña que destacara mi obra.
Como si no fuera suficiente con la competencia de tantos zafios maridos machistas tirando de gatillo y de cuchillo alegremente, sin ninguna elegancia o estilo, la incompetencia de un presidente y de un gobierno provocaba más daños en un minuto que el que yo pudiera generar en diez vidas que tuviera.
Llegué a pensar, incluso, en modificar mi modo de operar y adquirir un petrolero con el que pasearme frente a las costas gallegas. Aunque tirase por la borda mi bien ganada fama de fino destripador, había que adaptarse a las exigencias de los tiempos y modernizar las herramientas de trabajo. Había que incorporar las nuevas tecnologías que a desalmados empresarios, sin ninguna preparación, les permitían despanzurrar mucha más gente y en menos tiempo. No podía seguir viviendo de espaldas al futuro.
Y si alguna duda tuve entonces, razón por la que decidí persistir en mi carrera de destripador, ninguna me queda ahora en que, años después del «accidente» del Prestige, regreso a Galicia dispuesto a ganarme con mis ejecuciones el respaldo de los medios de comunicación y me encuentro con que las portadas se las llevan unos cuantos octogenarios pirómanos que han prendido fuego a los montes.
Otra vez me cuestiono seguir en mi oficio, cada vez más decidido a empeñar mi viejo juego de armas blancas y adquirir un par de latas de gasolina y una caja de cerillas con que insertarme en los retos del milenio.
Y cuando, finalmente, luego de mucho meditarlo, me decido a destripar mi propia vocación, esa que había venido ejerciendo con tanto amor y constancia, y a incorporarme a la quema de bosques antes de que no quede ninguno, descubro desolado que otro nuevo crimen que no lleva mi firma ocupa las primeras páginas de los medios.
La vertiginosa velocidad con que los tiempos cambian había vuelto, antes de iniciarlo, a dejar en ridículo mi proyecto pirómano.
Una empresa química, la Brenntag, una de esas plantas que cuando se instalan en un lugar decididas a crear empleo siempre tienen que soportar las críticas de sectores opuestos al progreso, había sufrido una explosión, por supuesto accidental, quedando reducida a escombros y vertiendo en el río Umia, en Pontevedra una mancha azul que ya tiene 5 kilómetros y que, al parecer, arrasa todo lo que toca, flora, fauna, todo lo mata.
Así que ahora no sé qué hacer, si reconvertir mi viejo negocio de destripamientos al por mayor en una empresa de pirómanos anónimos, montar una empresa química o crear una compañía naviera para el transporte de petróleo por las costas gallegas. Lo que tengo claro es que el crimen, por más profesional que sea su intérprete y su ejecución, no puede competir con los «accidentes», con esos crímenes perfectos, tan habituales en la India, Nigeria y Galicia, que pueden dejar huellas pero nunca dejan presos.