Todos los animales son iguales, pero algunos son más iguales que otros, como decía George Orwell en Rebelión en la Granja. Y si no, que se lo pregunten a dios. La mayoría de los dioses otorgan al hombre un estatus claramente diferenciado, superior al de los demás animales. Hay matices, claro está. En las religiones […]
Todos los animales son iguales, pero algunos son más iguales que otros, como decía George Orwell en Rebelión en la Granja. Y si no, que se lo pregunten a dios. La mayoría de los dioses otorgan al hombre un estatus claramente diferenciado, superior al de los demás animales. Hay matices, claro está. En las religiones hinduistas, el mono, el águila, el elefante ocupan un lugar de honor; en estas mitologías, lo divino se fusiona con lo animal.
Las religiones abrahámicas, sin embargo, surgidas en un clan de moradores del desierto que no conocían muchos más animales que las ovejas y los camellos, los relegan a un papel muy secundario. La paloma, aun siendo encarnación del espíritu santo, lo encarna de un modo, digamos, metafórico; como animal, no tienen ningún significado especial para los cristianos, a diferencia de los monos o las vacas sagradas de los hinduistas. La serpiente, el único animal destacado en el Antiguo Testamento, sale bastante mal parada, aunque sin alcanzar el estatus de dios del mal como el que existe en el zoroastrismo.
Pero no es en la Biblia, sino en los escritos de un filósofo europeo de gran reputación donde se lleva al paroxismo la distinción entre humanos y animales. Descartes no sólo afirma que los animales carecen de alma, concepto misterioso sobre el cual al no creyente no le merece la pena discutir con filósofos o teólogos. No, Descartes va mucho más lejos y les niega a los animales algo bien patente y tangible: los sentimientos, las emociones, ¡incluso el dolor físico! Si golpeamos a un perro y éste aúlla, podría parecer que siente dolor, pero no es así; su reacción es pura fisiología, no hay correlato mental. Para Descartes, conductista avant la lettre, los animales son robots. ¡Y dicen que era «racionalista»!
¿Cómo se puede entender que uno de los grandes pensadores de Occidente albergara un idea tan peregrina? Es cierto que habrían de pasar dos siglos hasta el nacimiento de Darwin. Es cierto que en aquella época no se disponía del instrumental científico que actualmente nos permite medir los niveles de serotonina de un ratón, o estudiar cuándo se activan las neuronas espejo en los monos. Pero dos mil años antes, los budistas ya habían mostrado suficiente sensibilidad y dotes de observación para percibir que los humanos no somos los únicos seres sensibles.
Para los budistas, no es que los animales también tengan alma; es que hay una sola alma, todos los seres vivos somos la misma alma. El budismo es hoy en día una filosofía más bien minoritaria, pero la «zoología cartesiana» goza de menos adeptos aún.. más. Skinner y sus secuaces la revivieron durante unas décadas, pero por fortuna ningún científico se la toma ya en serio. Pensar como Descartes se me antoja propio de un psicópata.
Insisto: ¿por qué afirmó Descartes que los animales son autómatas? O bien se equivocaba, o mentía a sabiendas. En ambos casos, no se me ocurre más explicación que recurrir al poder de la Iglesia. Tal vez, yendo en contra de sus convicciones más íntimas, decidiera que esta visión del mundo animal era la única coherente con las enseñanzas de la teología, y por tanto se sintió obligado a mantener tamaño sinsentido. O tal vez le habían inoculado ya de niño el virus de la fe y creía sinceramente en lo que mantenía.
La iglesia católica no suele pronunciarse sobre el alma de los animales. Otras iglesias evangélicas sí hacen afirmaciones al respecto, lo cual explica que el 50% de los americanos piensen que el amo que muere se encuentra con su perro en el más allá. En realidad, eso no implica necesariamente que se le haya atribuido un alma al animal de compañía; tal vez su existencia perruna post mortem sea sólo un espejismo subjetivo para el alma humana; esas almas animales podrían ser análogas a las huríes que gratifican, en el paraíso islámico, a los yihadistas que se han inmolado. (Quiero creer que las huríes son entes ficticios creados en beneficio del héroe, no almas auténticas de auténticas vírgenes muertas en la Tierra.)
Los detalles técnicos de ese ente denominado alma han variado a lo largo de la historia. En los últimos años, la curia vaticana ha dado varios pasos de acercamiento hacia la ciencia, y sobre todo ha echado mano de los hallazgos científicos cuando éstos parecían apoyar su doctrina. Por ejemplo, el hecho de que un óvulo humano fertilizado tenga una dotación cromosómica propia, distinta de la de cualquier otro individuo (y por supuesto genéricamente similar a las de otros individuos de su especie) se utiliza como argumento para afirmar que ese óvulo, o blastocito, o gástrula, ya es un ser humano con alma y todo. Poco importa que conste de menos células que el cerebro de una mosca. Santo Tomás, allá en la Edad Media, daba pruebas de mayor cordura e hilaba bastante más fino: distinguía entre el alma «sensitiva» de los animales y el alma «racional» humana, y entendía que el embrión comenzaba con un alma sensitiva e iba adquiriendo gradualmente el alma racional.
En la naturaleza, todo son transiciones graduales (natura non facit saltus), pero los hombres, como dice Richard Dawkins, estamos sujetos a la tiranía de la mente discontinua: sí o no, blanco o negro, animal o humano. Los eruditos del Vaticano son especialmente aficionados a estas nítidas divisiones, por eso les ha costado tanto admitir (a regañadientes) la teoría de la evolución de Darwin. Ahora afirman que la evolución no es incompatible con su doctrina, pero no se han posicionado sobre el momento evolutivo en el que el hombre adquiere el alma: ¿la tiene el hombre de Neandertal? ¿el antecessor? ¿el erectus? No parece que los teólogos se hayan atrevido a situar con precisión esa línea divisoria entre hombre y animal, que tanta trascendencia tiene para sus enseñanzas. Es comprensible que anden con cautela para no repetir errores del pasado.
Cada vez se oyen más las voces de las asociaciones laicistas y ateas (tal vez en respuesta a una mayor tendencia al integrismo por parte de las confesiones mayoritarias, el catolicismo y el Islam). Por otra parte, y concretamente en España, está cobrando mayor resonancia el debate sobre los derechos de los animales, ya se trate de los grandes simios, nuestros primos hermanos al borde de la extinción, o de los festejos tradicionales con tortura incluida, entre ellos la fiesta española más emblemática, la corrida de toros.
Quizá no sea casualidad y ambos movimientos vayan unidos. Ese es el caso, desde luego, de la Fundación Giordano Bruno (en alemán, Giordano Bruno Stiftung), la principal asociación de ateos de Alemania, que promueve el humanismo evolutivo y recientemente le ha concedido el Premio de Ética a Paola Cavalieri y Peter Singer por poner en marcha el Proyecto Gran Simio.
Al alejarnos de dios, nos acercamos a la naturaleza, a los demás seres vivos, a los animales cuyo valor estamos empezando a comprender ahora que los estamos haciendo desaparecer. Algunos geólogos hablan ya del antropoceno, una nueva época geológica caracterizada por las extinciones masivas provocadas por el hombre.
Pero quién sabe qué veríamos si pudiéramos contemplar, a través de una mirilla, el futuro de nuestro planeta dentro de mil, o de cien mil años. Tal vez el homo sapiens, ya borrado de la faz de la Tierra, haya dejado vía libre al resto de la creación, que ahora puede de nuevo prosperar. Tal vez, al final, resulta que dios no estaba de nuestra parte, sino de parte de los animales.
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