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¿Dioses para rato?

Fuentes: Rebelión

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El pensamiento mágico-animista, aunque vivimos en un mundo marcado por la ciencia y su aplicación práctica: la tecnología, sigue ocupando un lugar destacado. No marca la marcha del mundo, pero aún tiene gran peso. Nadie en su sano juicio podría creer que se dé un nacimiento a partir de una mujer virgen que previamente no haya tenido relaciones sexo-genitales. Pero la ideología dominante en esto que llamamos Occidente presenta a la madre de ese predicador judío que pasó a la historia como supuesto hijo de dios –Jesús de Nazareth– como una “sacrosanta” virgen. Concibió y parió por obra y gracias de un supuesto espíritu santo. Nadie lo creería hoy como explicación para un embarazo, pero en el ámbito religioso del catolicismo, nadie lo cuestiona.

¿Qué queremos decir con esto? Que un pensamiento místico, mágico, espiritualista, sigue presente en la humanidad, aunque se hayan desarrollado conceptos gigantescos que de un momento a otro podrían servir para viajar en el tiempo, o destruir por entero el planeta Tierra liberando toda la energía nuclear alcanzada, o generar vida artificial en un laboratorio.

La presencia de lo sobrenatural en lo humano, de ese pensamiento mágico-animista que ve en fuerzas superiores sobrehumanas la explicación de todo, se hace presente a través de su institucionalización como religión (que es un cuerpo orgánico, sistematizado, con una lógica interna, siempre inmodificable). A su vez la religión termina por consolidarse en una institución (jerárquica, cerrada, con una fuerte presencia en lo social) que se conoce con el nombre de iglesia (para el caso: el hechicero de la tribu y el saber que porta, o el Vaticano con su inmensa parafernalia cultural, las tradiciones orales transmitidas de generación en generación y respetadas a la letra, cualquier libro sagrado). Salvando las diferencias de presentación, en todas las culturas aparecen estos dispositivos. Es decir: explicaciones para explicar lo que no se sabe, para paliar la angustia de la existencia.

La creencia es algo de orden privado, personal: se cree, se tiene una relación espiritual, se vivencia un dios (o varios) tanto como se puede creer en cualquier ámbito de lo sobrenatural, de lo místico, de lo inasible (brujas, duendes o fantasmas, alienígenas, cualquier relato fantástico). Eso vale para la vida cotidiana de cada quien, es una experiencia individual. Otra cosa son las religiones y las instituciones religiosas, las iglesias, que terminan siendo coagulaciones de poder, a veces con un inconmensurable poder que excede lo espiritual, transformándose en teocracias con ramificaciones políticas, económicas y militares. Se dice que las peores guerras de la historia humana fueron guerras religiosas. ¿Cuál es el dios más importante, más verdadero? ¿Qué dios preside cuando se juntan todos en alguna reunión? ¿Será un dios masculino el mandamás?

No discutiremos en este breve y falto de rigor opúsculo si los humanos podemos prescindir de la esfera mágica, de lo sobrenatural. Eso, hoy por hoy, todavía se ve lejano: también los científicos de la NASA pueden ser supersticiosos, usar amuletos y rezar para que no fallen sus misiones (además de usar super computadoras, claro). O un médico antes de una intervención quirúrgica se puede encomendar a algún dios (puede elegir entre los no menos de tres mil que existen: Jehová, Buda, Quetzalcóatl, Thor, Zeus, Atenea, Poseidón, Shiva, Deva, Deví, Íshwara, Íshwari, Allá, Minerva, Venus, Baosheng Dadi, Zhao Gongming, Oxumarê, Ogun, Xangó, Pitao Cocijo, Dzahui y un interminable etcétera), pero la asepsia y el bisturí son los que mandan en su trabajo. La incertidumbre, la angustia de cada individuo de la especie humana, miedos y tribulaciones varias, eso es lo que nos define, diferenciándonos de los animales y los robots. Y esa esfera seguirá estando ahí, más allá de los conceptos matematizables con que la podamos manejar. Ante lo inexplicable, ante la angustia –»lo único que no engaña«, dirá Lacan– ahí seguirá estando el pensamiento mágico como una salida posible (junto a los escapes que ofrecen alcohol etílico y estupefacientes, o psicofármacos de la industria farmacéutica. O, si nos atrevemos a bucear en nosotros mismos: el psicoanálisis).

Más aún, ese pensamiento con un toque “religioso” incluso puede funcionar como referente moral: en el campo –amplio y difuso– de lo que llamamos izquierdas, ello también puede darse, como elaboración quasi mitológica, como «padre» y modelo a seguir, con un talante entre ético y religioso, endiosando a algún humano que pasa a ocupar un lugar de algún modo mítico: el guerrillero heroico Ernesto Guevara, el comandante eterno Hugo Chávez, Vladimir Lenin y su cuerpo embalsamado para la posteridad.

Las religiones, ya como doctrina, y sus órganos sociales de poder: las iglesias, además de explicar lo inexplicable (la muerte, el más allá, los fenómenos naturales aterrorizantes, la finitud, con todo lo cual intentan aplacar la angustia) juegan también otro papel en la dinámica humana. Las religiones unen, ligan (eso significa etimológicamente el término, proveniente del verbo latino religare). Las religiones dan homogeneidad a un colectivo, a una masa, por lo que entra a tallar ahí la lógica del poder. “Las religiones no son más que un conjunto de supersticiones útiles para mantener bajo control a los pueblos ignorantes”, dijo el teólogo italiano Giordano Bruno (lo cual le valió la hoguera, obviamente). Las iglesias –cualquier iglesia– se constituyen como organizaciones de poder social; la separación de Estado e iglesia es una noción moderna, se puede decir que surgida del capitalismo dieciochesco, quizá de los pocos logros sociales positivos que puede atribuírsele a la modernidad capitalista. En la historia asistimos interminablemente (y todavía seguimos asistiendo, en el mundo musulmán, por ejemplo) a sociedades teocráticas, donde la religión es la fuente de poder misma. El hechicero, el chamán, el «brujo» de la tribu o el Sumo Sacerdote, la casta religiosa en cualquiera de sus formas, constituyen la representación misma del poder en muchos pueblos, centralizando todos los atributos. Así fue por larguísimos milenios, y todavía, aunque haya separación de Estado e iglesia en muchos lugares, los religiosos –siempre varones, machos dominantes– comparten grandes cuotas de poder con las instancias económicas, políticas y militares.

En Occidente, lugar de nacimiento de la ciencia moderna, del pensamiento científico conceptual tal como lo entendemos hoy día, con la posibilidad de su aplicación práctica fabulosa que cambió el mundo, allí la iglesia católica ha perdido mucho del poder que la acompañó por quince siglos. Hoy día, desde el surgimiento de la ciencia del Renacimiento y su consolidación en años posteriores (Galileo, Copérnico, Torricelli, Bacon, Kepler, Newton, Pascal) y con el advenimiento del capitalismo –globalizado con la llegada de los conquistadores españoles a tierra americana– cada vez con mayor fuerza los nuevos dioses (el dinero, el consumismo, la tecnología) van quitándole protagonismo a Deus Pater, a Yahvé. Hoy día llegamos a la increíble situación que en el mes de diciembre, para el festejo del nacimiento del Mesías, el hijo de dios, es infinitamente más importante un personaje inventado por la Coca-Cola: Santa Klaus vestido de rojo y blanco, que el tal Jesús. Si bien la Santa Sede no salió de escena en la geopolítica, no está en crecimiento. La reforma protestante del siglo XVI impulsada por Martín Lutero dividió las aguas en Europa, el Vaticano hoy ya no pone y quita monarcas y sus decisiones no tienen el mismo peso que los nuevos centros de poder, quienes verdaderamente mandan al día de hoy: las empresas multinacionales, las bolsas de valores, el Pentágono (debiendo compartir cuotas de poder actualmente con Pekín y con Moscú). Ya no se puede quemar a nadie en la hoguera por herético (“En el medioevo me hubieran quemado a mí, hoy día los nazis queman mis libros. ¡Hemos progresado!”, dijo sarcástico Freud), ya no hay brujas enviadas por Lucifer perseguidas por el Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición. Hoy –fenómeno que podemos encontrar no sólo en Occidente– ante un enfermo grave se pueden prender velas para invocar fuerzas celestiales, pero al mismo tiempo se consulta al médico y se le suministran medicamentos químicos, o se le lleva a un quirófano. ¿En qué cree más la gente? Seguramente en ambas cosas. Las diversas medicinas tradicionales van quedando opacadas por la revolución científico-técnica impuesta por el capitalismo globalizador, y por sus empresas farmacéuticas. Aunque actualmente asistimos a una reivindicación de esos saberes ancestrales –movimiento imprescindible, porque no solo los saberes de la ciencia moderna cuentan–, la marcha global la establecen estos poderes cuyo dios es, ante todo, y básicamente, el lucro. El manejo de la vacunación actual contra el COVID-19 lo deja ver con palmaria evidencia: “Hoy, mientras los países con mayores ingresos vacunan a una persona por segundo, la mayoría de los países aún no han puesto ni una sola dosis” (Oxfam). Las nuevas deidades son la ciencia y el dinero. “El ser humano creó a Dios y luego se arrodilló frente a él. Quien sabe si también se inclinará en breve frente a la máquina, frente al robot”, decía Bakunin. No parece equivocarse. De hecho, ya nos arrodillamos ante el dinero.

Dada la variedad tan profunda de experiencias culturales de la humanidad, no podríamos generalizar y decir que en todos lados sucede lo mismo, más allá de la preconizada globalización planetaria que nos inunda. Pero es cierto que hay tendencias: la ciencia moderna surgida en el Renacimiento europeo llegó para quedarse, arrinconando otros saberes tradicionales, milenarios en muchos casos, transformando la vida en un proceso sin retorno marcado por la modernidad capitalista, hoy absolutamente mundializada. Aunque el fenómeno místico no esté por terminarse –quizá nunca se extinga, más allá del avance tecnológico–, las religiones y las iglesias no marcan el ritmo del desarrollo mundial. Para graficarlo: en Cuba socialista, con un altísimo grado de desarrollo en algunas ramas científicas, como en la industria biotecnológica, por ejemplo (pues allí se están produciendo vacunas contra el COVID-19 con tecnología propia, único país del Sur global que lo hace, consideradas por la OMS como de la más grande excelencia), y después de décadas de construcción socialista, aún tiene una gran importancia la santería, compleja herencia sincrética de catolicismo y tradiciones africanas de quienes llegaron como esclavos siglos atrás.

Algo curioso es que, pese al elevado nivel de desarrollo científico-técnico que va llegando a tener la humanidad (con enormes desbalances, definitivamente: se llega a Marte pero no se puede terminar con las hambrunas en la Tierra), de todos modos en los últimos años del siglo XX y en los inicios del XXI asistimos a un renacer de los fundamentalismos religiosos. ¿Retornan los dioses? ¿O hay ahí estrategias políticas de dominación? El fundamentalismo islámico que puede encontrarse en Medio Oriente y buena cantidad de regiones del Asia y África, así como el neopentecostalismo que inunda Latinoamérica, parecen afirmarlo: centros de poder azuzan los demonios, y a la población le es demasiado fácil caer en esas provocaciones. ¿Religiones para rato entonces?