La discriminación está convencida de que la diferencia es bienvenida a ninguna parte. Por eso, milita contra ella. Más aún, obra contra ella. Y ya todo el mundo sabe que el sentimiento de amenaza -o sea, el miedo- estimula el rechazo automático hacia la diversidad. Pero los prejuicios étnicos no son más que eso: comportamientos […]
La discriminación está convencida de que la diferencia es bienvenida a ninguna parte. Por eso, milita contra ella. Más aún, obra contra ella. Y ya todo el mundo sabe que el sentimiento de amenaza -o sea, el miedo- estimula el rechazo automático hacia la diversidad. Pero los prejuicios étnicos no son más que eso: comportamientos demasiado instintivos. Y están anclados en el terreno más primitivo de la condición humana. Vale la pena indagar si es que estamos evolucionando a la inversa, hasta retornar a la prehistoria. Tal vez todo ha sido una falsa impresión o un espejismo; quizá nunca hemos avanzado otro peldaño de la escalera de la evolución. La discriminación continúa siendo esa bazofia que nunca acaba de ser barrida por completo de las relaciones sociales. No deja de causar sorpresa que a estas alturas de la vida haya que afilarle los dientes a la señora Ley como medida para contener la loca violencia de la exclusión y su cara plural, pues la discriminación también posee su propia diversidad: el racismo, el machismo, el chovinismo, la homofobia y demás.
Hay quienes juzgan el nacionalismo como simple complejo de inferioridad disfrazado; consideran que solo es aldeanismo de vanidosos pigmeos; los liliputienses esgrimen el terruño contra el mundo. No obstante, no deja de ocuparnos y preocuparnos la cuestión de la discriminación, sobre todo para quienes la hemos padecido en carne propia. Y cada vez zumba en la cabeza con más fuerza la pregunta de cuál será la solución o la vacuna contra este mal. Acaso la idea de surtir el código penal de más normas no sea lo bastante, pues correríamos el albur de transformarnos en hipersensibles, lo cual pudiera fomentar los guetos: solo negros, solo blancos, solo mujeres, etc.
Es posible que no exista una sola respuesta para atacar este asunto de raíz, sino una combinación de las mejores propuestas. Pese a ello, yo sí creo que estamos obligados a persistir apostándole al mismo número: a la educación. Pero de inmediato, me adelanto a aclarar que estoy hablando de la educación que sensibiliza a ciencia cierta, más allá de la mera inculcación cultural que nos suministra conocimientos para saber hacer o para saber pensar. No se trata de ese tipo de instrucción. No. Esa no es la idea principal. De eso ya estamos empachados. Se trata de saber sentir el ¡ay! ajeno como si fuera propio y, por qué no, vivirlo con la misma intensidad de nuestro semejante.
En ese orden de ideas, cabría experimentar el olvido que aconsejaba Borges. Sería interesante probar qué sucede si los negros nos olvidáramos de que somos negros y los rubios de que son rubios y los indígenas de que son indígenas y los mestizos de que son mestizos, y así sucesivamente, hasta fusionarnos entre todos como hermanos. El planteamiento no es de negación, es de autorreconocimiento en el semejante. Lo que quiero decir es que no nos detengamos demasiado a mirar las aparentes diferencias, sino la esencia. Tomemos en consideración exclusivamente que somos la misma raza, una raza: la humanidad. Y punto.
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