Con este texto, el autor participa en una polémica suscitada por el artículo «Comunismo y Derecho» (http://www.rebelion.org/noticia.php?id=117932), de Carlos Fernández Liria y Luis Alegre Zahonero, contestado más tarde por Juan Pedro García del Campo con «El derecho, la teoría, el capitalismo y los cuentos» (http://www.rebelion.org/noticia.php?id=119043) y contraargumentado de nuevo por los autores del primer artículo […]
Con este texto, el autor participa en una polémica suscitada por el artículo «Comunismo y Derecho» (http://www.rebelion.org/noticia.php?id=117932), de Carlos Fernández Liria y Luis Alegre Zahonero, contestado más tarde por Juan Pedro García del Campo con «El derecho, la teoría, el capitalismo y los cuentos» (http://www.rebelion.org/noticia.php?id=119043) y contraargumentado de nuevo por los autores del primer artículo en «Comunismo, democracia y derecho» (http://www.rebelion.org/noticia.php?id=119482).
Existen leyes injustas. ¿Nos contentaremos con obedecerlas? ¿Nos esforzaremos en enmendarlas, obedeciéndolas mientras tanto? ¿O las transgrediremos de una vez? Si la injusticia requiere de tu colaboración, rompe la ley. Sé una contrafricción para detener la máquina.
HENRY THOREAU
Desobediencia civil, 1866
Introducción
Se viene desarrollando, a lo largo de los últimos años, un interesante debate en el seno del pensamiento marxista (debate que, en realidad, no es sino la adaptación o actualización de otro muchísimo más antiguo). Esta controversia concierne a la cuestión del derecho y su imbricación con el socialismo.
La materia es crucial, porque, para construir en socialismo en el siglo XXI, no tenemos más remedio que analizar las luces y sombras de las experiencias de transformación social acaecidas durante el XX. Supondremos una premisa: la de que dichas experiencias acabaron siendo un estrepitoso fracaso (como admitimos incluso quienes nos consideramos herederos de su legado). O, para ser más concretos: la de que algo tenía que fallar cuando la Unión Soviética implosionó sin que se disparara un solo tiro para defenderla.
Por supuesto, las causas de aquella derrota podrían ser múltiples y discutirse hasta el infinito, ya que abarcan temáticas que no abordaremos aquí. Sin embargo, no es descabellado pensar que una de las claves podría estar en la debilidad de una ideología cimentada en el estandarte, la cita sagrada y la medalla militar. Sólo la autocrítica evita la autodestrucción. Hay que criticar los errores del socialismo precisamente para defender el socialismo; para que la victoria del socialismo sea posible. Esa y no otra es la meta que se propone este artículo.
Por ejemplo, si los juristas soviéticos de los años 70 le dicen a la gente que en la URSS el derecho y el Estado ya han comenzado su «proceso de extinción», esos juristas están engañando a la gente (o ni eso, ya que la realidad era obvia para todo el mundo, si exceptuamos a algunos marxistólogos muy concienzudos). A menos que no debamos dejar que el insignificante mundo real nos estropee lo que recogen las letras de algún texto clásico y venerable, hemos de concluir que nuestra teoría del derecho es un auténtico desastre.
Pero comencemos por el principio.
Unas pinceladas de historia
Una vez asentado el poder que dimanó de la Revolución Socialista de Octubre, se produjo en la Unión Soviética una famosa polémica en el seno de la teoría del derecho, polémica en la que participaron diversos pensadores soviéticos. Emergieron principalmente dos figuras muy importantes: Evgeni Pashukanis y Andreï Vichinsky.
Pero, en realidad, el debate que mantuvieron fue tan ficticio como el seudo-debate entre la «revolución permanente» de Trotsky y el «socialismo en un solo país» de Stalin (ya que, una vez derrotada la revolución alemana, no existían dos opciones entre las que poder elegir, o, mejor dicho, sí las había pero eran las siguientes: o construir el socialismo en la URSS, o rendirse).
Pashukanis defendía que el socialismo es incompatible con el derecho, por lo que el derecho soviético seguía siendo derecho burgués (y lo seguiría siendo hasta que llegáramos a un paraíso comunista sin cárceles, policía, leyes y, en suma, sin Estado). Vichinsky, por su parte, sí consideraba que el derecho soviético era derecho proletario, pero creía, no obstante, que suponía sólo una solución de transición hasta llegar al comunismo, etapa en la cual ya no haría falta derecho.
Es evidente que ambas nociones eran prácticamente insostenibles. Graves problemas tendremos con el empleo del lenguaje si, como Pashukanis, consideramos que una ley que abole la propiedad burguesa es una ley… burguesa. Por otro lado, la tesis de Vichinsky, que como método para caminar hacia la disolución del Estado defendía… fortalecerlo hasta el paroxismo, no deja de ser insultantemente cínica.
Pero ¿qué pensaba Marx de todo este asunto?
El dilema de Marx y el derecho
Parece evidente que Pashukanis se apoyaba en determinadas citas de la Crítica del Programa de Gotha. En esta obra (la única, por cierto, en la que Marx emplea el término «dictadura revolucionaria del proletariado» ) leemos que, bajo el socialismo, «el derecho igual es un derecho desigual» como todo derecho , ya que, por naturaleza, unos productores serán física y espiritualmente superiores a otros. Por tanto, sólo en el comunismo, ya sin derecho, podremos alcanzar al fin la justicia social.
Sin embargo, todo el mundo sabe que, rastreando adecuadamente, en un mismo autor pueden encontrarse citas para justificar una postura o bien la contraria. En la propia cita de El Capital que Juan Pedro García del Campo, uno de los participantes en el debate actual, esgrime -paradójicamente- contra otros de los participantes en el debate (Liria y Zahonero), observamos que, para Marx, cuando el trabajador se enfrenta al empresario surge una situación en la que se confrontan «derecho contra derecho» ; y en tal circunstancia se impone siempre el más fuerte. Esta cita ofrece, como poco, la posibilidad de que la clase obrera tenga su propio «derecho» que enfrentar al otro derecho, el del burgués.
De igual modo, sabemos que en la Crítica de la Filosofía del Derecho de Hegel Marx critica mordazmente la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, que evidentemente era empleada de manera torticera por la burguesía de su tiempo para defender su «derecho a la propiedad». Sin embargo, es también conocido el artículo de la Gaceta Renana en el que Marx critica la «Ley de robos forestales» (que privatizó la leña de los antiguos bosques comunales alemanes). Marx se muestra aquí indignado porque esta ley está exclusivamente encaminada a defender a los propietarios, prescindiendo de aquellos principios jurídicos que se oponían a sus intereses. Defiende que, aunque el interés se haya erigido en legislador, el interés no tiene capacidad para legislar. Pero ¿es que, entonces, legislar es algo diferente a defender un interés? ¿Quién si no el interesado tendrá, pues, «capacidad para legislar»?
No obstante, si de citar a Marx de forma dogmática se tratara, siempre podríamos efectuar una férrea aplicación del materialismo histórico (Prólogo de la Contribución a la Crítica de la Economía Política); y ello nos llevaría a la misma conclusión, porque si «las relaciones de producción forman la estructura económica de la sociedad, la base real sobre la que se levanta la superestructura jurídica y política» y «al cambiar la base económica, se revoluciona, más o menos rápidamente, toda la inmensa superestructura erigida sobre ella», entonces cabe pensar que a una economía (una base, una relación de producción) socialista debería corresponder un derecho (una superestructura jurídica) igualmente socialista.
¿Es que hay dos, tres, muchos Marx? ¿Qué hay de Lenin, entusiasta de la disolución del Estado en El Estado y la revolución, pero que impide a Bujarin introducir la «disolución del Estado» en el programa bolchevique de 1918? Podríamos seguir picoteando aquí y allá para justificar que nuestra noción es la única marxistológicamente aceptable, pero sería inútil, además de pueril. Ni el marxismo es un poliedro tan cerrado como algunos desearían suponer, ni constituye una guía de actuación con vigencia hasta el fin de los días, sino, más sencillamente, un método de análisis que podemos aplicar de manera libre y creativa.
Marxismo explícito versus marxismo implícito
Adelantemos ya uno de los temas que nos ocuparán a lo largo de estas líneas: Pashukanis niega también que pueda hablarse de una moral socialista; el marxismo sería impermeable a la moral, pues expresaría el más puro interés de clase.
Por supuesto, este soviético puede apoyarse, cómo no, en determinadas citas de El Capital, en las que Marx dice que, en tanto que la noción de justicia es histórica, la explotación es perfectamente justa bajo un sistema capitalista (ya que, bajo el capitalismo, se presenta en realidad como un «intercambio de equivalentes»).
Sin embargo, como subraya Norman Geras, en El Capital encontramos un Marx explícito y un Marx implícito. Podemos proponer otra lectura en los siguientes términos: para Marx, entre obrero y patrón sólo hay «intercambio de equivalentes» desde el punto de vista formal de la circulación. Sin embargo, desde la perspectiva de la producción, encontramos la noción de «plustrabajo», un trabajo que se proporciona gratis, sin contrapartida.
Situarse en esta segunda perspectiva, indica Geras, supone ya una noción de justicia transhistórica (y no relativista) por parte de Marx. De hecho, Marx condenaba al capitalismo en nombre de un sistema superior. De lo que se desprende que el «amoralismo» del marxismo es un mito tan antiguo como el propio Marx.
Y esto es así independientemente de que Marx tuviera o no conciencia de ello, porque Marx, que nos enseñó que todos estamos condicionados por nuestros límites históricos, también estaba condicionado por sus límites históricos. Ya escribió él mismo que «no podemos juzgar a un individuo por lo que piensa de sí mismo».
Ahondaremos en esta cuestión, ya en relación a otras nociones, cuando hablemos de la fundamentación de los principios marxistas.
Iuspositivismo versus iusnaturalismo
Como es sabido, suele hablarse de dos grandes escuelas o dos grandes enfoques filosóficos del derecho: el derecho positivo (para el cual sólo es derecho aquello que figura en la ley escrita de una sociedad) y el derecho natural (para el cual existe un cuerpo de derechos humanos anteriores y superiores a la sociedad). Otros autores prefieren aclarar que sólo los positivistas, que niegan la existencia de otro derecho que no sea el positivo, constituirían una escuela en sentido estricto; por otro lado estarían los diferentes autores que reconocen unos derechos naturales, pero sin constituir una escuela propiamente dicha. En todo caso, el marxismo ha tratado de ser encasillado de manera mecánica y excluyente en una u otra categoría (sin demasiada suerte, debo añadir).
Ernst Bloch, en Derecho natural y dignidad humana , efectúa una propuesta interesante: el marxismo debe recibir el derecho natural, pero despojándolo del contenido ilusorio que la teología le imprimió durante siglos. Ningún derecho lo logra el hombre por el mero hecho de nacer, sino que tiene que conquistarlos todos por medio de la lucha política. Además, no todos los hombres están de acuerdo en lo que es justo. Sin embargo, el positivismo jurídico supone una concepción estática de la realidad. El investigador debe atenerse a la realidad, pero el hombre, en cuanto ser activo, creador y valorador, no. Para que el hombre alcance la dignidad humana ha de poseer una serie de derechos inalienables.
Esto enlaza con la cuestión de los Derechos Humanos, que con enorme brillantez viene defendiendo recientemente Julio Anguita. La cuestión es que estos derechos humanos son, evidentemente, una construcción histórica (como el marxismo, por otro lado, y como toda ideología); pero, como siempre defendió Joaquín Herrera, contienen principios que, en nuestras circunstancias, se revelan claramente emancipatorios. Porque la sociedad capitalista, que tan hipócritamente se declara «defensora de los derechos humanos», es incompatible con la realización de los mismos, a causa de las consecuencias inexorables de su sistema económico.
Por otra parte, no es tan extraño que la realización de los derechos humanos (de la sociedad entera) confluya en gran medida con la emancipación de una de las clases de esa sociedad (la clase trabajadora), dado que, como dice Engels en el Prólogo del Manifiesto Comunista , ésta es la única clase que, al no tener a nadie a quien explotar, sólo puede liberarse «liberando para siempre a la sociedad entera de la opresión, la explotación y la lucha de clases» .
La polémica actual
A pesar del rudo resumen,exigido por razones de espacio, nos encontramos ya bien situados para entender una nueva problemática que ha surgido al calor de la alegría creadora de tres brillantes pensadores (probablemente demasiado modestos para aceptar que se les llame «filósofos»), como son Santiago Alba Rico, Carlos Fernández Liria y Luis Alegre Zahonero. Para estos autores, el socialismo debió declararse heredero de una Ilustración que fue derrotada por la Ilustración oficial, tratando de establecer, no una sociedad por encima del derecho, sino una sociedad sometida al derecho (y no a los intereses económicos de una minoría, como sucede bajo el capitalismo). Porque toda pretensión de estar «por encima del derecho», todo poder situado más allá de las limitaciones y garantías que el derecho establece, acaba derivando en una situación de despotismo. Por supuesto, hay mucho más, pero nos centraremos en esta controvertida (pero estimulante y fecunda) tesis.
Analicemos ahora las críticas que estas posiciones han recibido, empezando por sus antecedentes. Porque mucho antes de esta polémica o de las propias obras de Rico, Liria y Zahonero, Theodor Adorno y Max Horkheimer escribieron Dialéctica de la Ilustración . Según estos autores, la razón occidental tenía -digamos- un reverso tenebroso que, de alguna manera, la conducía irremisiblemente hacia la figura del campo de concentración. Así, la Ilustración, la libertad y la democracia se negaron (dialécticamente) a sí mismas y Europa acabó cayendo presa del fascismo. Sin embargo, esta dialéctica, aparte de bastante forzada, es abiertamente derrotista. Si defender la libertad lleva a Hitler, entonces ¿qué hacemos? En realidad, el fascismo no vino en ningún lugar (ni en España, ni en Chile, ni en Alemania) de un despliegue de las potencialidades de la razón, sino por parte del golpe de una burguesía que veía sus intereses amenazados por el ascenso del movimiento socialista y ansiaba defender sus propiedades.
En la actualidad, autores como Juan Pedro García del Campo, John Brown o Monserrat Galcerán han criticado agriamente las concepciones de Rico, Liria y Zahonero. Básicamente, les han acusado de abandonar el enfoque de clase, por establecer que únicamente un derecho socialista sería verdadero derecho , y no una farsa. Sin embargo, García del Campo (por citar al último de los que intervino) reivindica, en su réplica a estos autores, que «el capitalismo impide la democracia» . En otras palabras, García del Campo nos está diciendo que únicamente la democracia socialista sería verdadera democracia , y no una farsa. Para Rico, Liria y Zahonero, sencillamente, lo que es aplicable a la democracia es aplicable también al derecho: bajo condiciones capitalistas, no deja de ser una farsa al servicio de la clase dominante. Fuera de dichas condiciones, en cambio, podría ser una perfecta herramienta de emancipación.
¿Un copyright del marxismo?
Que, por sus ideas, se diga que estos autores no tienen un enfoque de clase (o, incluso, que «no son marxistas», como se ha oído decir) no deja de ser una triste parodia. ¿Y quién dice lo que es marxista y lo que no? ¿Quién tiene aquí el copyright del marxismo?
Al parecer, para «tener un enfoque de clase» y ser un marxista con denominación de origen hay que conceptualizar, como mínimo, un «derecho burgués» y un «derecho proletario» (obviemos por un momento la solución pashukaniana de negar que pueda existir el derecho proletario). Todo esto me recuerda aquella anécdota que comentara Althusser en La revolución teórica de Marx: en la URSS surgieron teóricos que diferenciaban «ciencia burguesa» y «ciencia proletaria». La época de Lysenko nos demuestra que el enfoque de clase, como todo, tiene su validez, sus limitaciones, sus usos y sus abusos. No puede hablarse de una «realidad burguesa» y una «realidad proletaria»: eso sería incurrir en un relativismo, un subjetivismo y un idealismo escandalosos. Existirán distintas percepciones de la realidad, que estarán condicionadas por la clase social entre otros factores; pero (desde el materialismo) sólo hay una realidad y nosotros tenemos que defender que nuestra visión de la misma es la auténtica, la buena, la correcta. Con la democracia igual. Con el derecho igual.
No faltará quien diga que jugar con las palabras es una pérdida de tiempo, pero, como ya se ha dicho en este debate, haciendo artículos tampoco se cambian las cosas. En el mejor de los casos, se discute el diagnóstico que se hace de las cosas (lo cual puede influir en la táctica). En ocasiones olvidamos que la finalidad del lenguaje no es aislarse, sino comunicarse. En este debate discutimos los términos que emplearemos, y los términos son -también- una construcción histórica, en evolución. Pero los mismos que supuestamente desprecian la importancia de discutir los conceptos, al final acaban pasándose al otro extremo y colocan sus conceptos-fetiche por encima (y desligados) de toda praxis. Numerosos militantes, que desarrollan su actividad política en un partido que defiende el pacto con el gobierno neoliberal del PSOE (o con la burocracia sindical entreguista que domina Comisiones Obreras), se lamentan únicamente de que, en el programa de dicho partido, no aparezca la expresión «dictadura del proletariado», como si estas palabras tuvieran el efecto de una especie de conjuro que, merced a alguna magia negra, generase automáticamente políticas adecuadas. Sin embargo, esta jerga no significaba lo mismo hace un siglo que ahora. En la actualidad, no hace otra cosa que aislarnos de los sectores populares, que (ellos sí) hablan el lenguaje del siglo XXI (y no del XIX).
Nos hemos equivocado al continuar hablando de «democracia burguesa», porque, sencillamente, sería más ilustrativo aludir sólo a la segunda parte de la conocida ecuación de Lenin: la que habla de una «dictadura de los mercados». Es más, deberíamos hacer más énfasis (y, afortunadamente, comienza a ser así) en que lo que proponemos es la democracia. La democracia económica (en el sentido etimológico: que el pueblo sea el poseedor del poder económico de la sociedad), que es la única democracia posible y real, ya que (y aquí apoyo a Juan Pedro García del Campo, porque hace tan bien en no dejarse arrebatar el término «democracia» como otros en no dejarse arrebatar el término «derecho») sin socialismo no puede haber democracia. Los capitalistas supieron hacer énfasis en aquello que les convenía. Jamás se vio a uno de ellos reivindicar abiertamente que querían establecer «una dictadura de la burguesía». No: ellos lo llaman «democracia» (y llaman dictadura a lo que proponemos nosotros). Parece claro que tácticamente tenemos mucho que aprender de nuestro enemigo. A esto me refería cuando hablaba de la necesidad de aprender de los errores.
Sobre cuentistas y cuentos
García del Campo acusa a Liria y Zahonero de bastantes cosas; dice, por ejemplo, que estos autores sólo «se cuentan cuentos». S in embargo, en el mismo texto, se declara él mismo partidario del más cándido, iluso e increíble de todos los cuentos que nadie se haya contado jamás: el cuento de que, bajo el socialismo, el Estado se disolverá y podremos vivir en una sociedad tan ética, paradisíaca y bucólica que se hará innecesario todo mecanismo coercitivo (como leyes, cárceles, policías, etc.). Aunque hay que decir que existe otra opción, muy del gusto de nuestra militancia, que consiste en cambiar los nombres pretendiendo que así, por conjuro nuevamente, se cambian automáticamente las cosas. Por ejemplo, en lugar de leyes podemos hablar de «normas de convivencia libertaria»; en lugar de cárceles, digamos «centros de reeducación socialista»; en lugar de policía, «milicia proletaria». La cuestión seguirá siendo exactamente la misma: ¿esas «normas de convivencia libertaria» serán obligatorias, o podrán transgredirse a antojo, sin la menor sanción por parte de la comunidad?
Hoy día, hasta los anarquistas más lúcidos reconocen que, en un mundo con más de 6.000 millones de habitantes, con el desarrollo social y tecnológico actual, es imposible organizar una sociedad sin un poder institucional facultado para sancionar determinadas conductas. ¿Un mundo sin poder político? Si hasta el papel higiénico han tenido que ponerlo fortificado en los lavabos públicos, porque la gente se lo lleva. A la ley se le puede cambiar el nombre, pero la ley es necesaria. Como dijo Mallarmé, «un golpe de dados jamás abolirá el azar». Es de un economicismo salvaje pretender que, una vez establecido el socialismo, nadie deseará robar, ni habrá maridos despechados, agresiones (sexuales o no), envidiosos, malvados, locos o, más sencillamente, obreros que deseen dejar de ser obreros y pasar a ser burgueses.
La sociedad socialista (en el fondo, todos lo sabemos), como toda sociedad humana, necesita leyes y, por tanto, derecho. De lo que se trata es de que esas leyes sean justas. Pero ¿qué es la justicia?
Una fundamentación de los principios
Si en la primera frase de El Capital la sociedad capitalista se presenta como «una inmensa acumulación de mercancías», para Pashukanis toda sociedad se presenta como una cadena infinita de relaciones jurídicas. Además, afirma Pashukanis, sólo el derecho burgués es puramente derecho. ¿Y el derecho romano, el derecho feudal, etc.? Es más: ¿y el derecho que hace que asesinar sea ilegal? Nada, porque el sujeto de derecho sólo se manifiesta en toda su plenitud dentro del contrato, que Pashukanis concibe como máxima expresión del intercambio de mercancías inherente al capitalismo. Con ello, Pashukanis incurre en la ficción liberal por excelencia, según la cual el proletario, aun no teniendo nada exterior a sí mismo, es también un «propietario» (por poseer la capacidad de trabajar y poder «intercambiarla» por un salario «equivalente»).
Pero Pashukanis, como ya adelantamos en el apartado sobre el marxismo implícito en Marx, rechaza además toda posibilidad de una moral marxista, demostrando un economicismo que, por otro lado, estaba muy en boga en su tiempo. Todo es interés de clase, y por eso apoyamos a la clase obrera. Pero ¿por qué Marx apoyó a la clase obrera? Marx no era obrero. ¿Por qué Engels, Lenin, Che Guevara o Mao Tse Tung apoyaron a la clase obrera, si no eran clase obrera? Marx (a pesar de su pretendido «amoralismo») describe en El Capital el sufrimiento de los niños que trabajaban en las fábricas inglesas. Pero ¿qué hay de malo en que los niños trabajen y sufran en las fábricas inglesas? Puestos a relativizar, ¿qué tiene de malo que unas personas sean multimillonarias y otras se mueran de hambre?
Lógicamente, todo esto es malo porque nos basamos en unos principios. Existe, qué duda cabe, una temática de «ser» y el «deber ser», por mucho que eso a García del Campo le suene a idealismo neo-kantiano. Marx apoya a la clase obrera, sin ser obrero, porque se pone «en el lugar de cualquier otro». Porque es lo justo. Porque las cosas deberían ser de otro modo para ser justas. Y por eso mismo muchos habitantes del Primer Mundo no apoyamos el imperialismo. Y por eso mismo muchos varones no apoyamos el patriarcado. Y por eso mismo muchos blancos no apoyamos el racismo. Porque no todo es puro interés, sino que existe una fundamentación de los principios. Lo contrario sería incurrir en un relativismo, además de estéril, estúpido.
No apoyamos lo que apoyamos por una decisión aleatoria. Existe un criterio de validez, por encima del puro «interés», que hace que yo no apoye el imperialismo y el patriarcado (aunque ambos, como varón y primermundista, me «interesen»). Este criterio de validez ha sido brillantemente formulado por Liria y Zahonero en su contramanual de Educación para la ciudadanía y se trata, precisamente, de no defender mi propio interés, de ponerme «en el lugar de cualquier otro», obrando según una máxima que podría convertirse en ley universal, de modo que el resto de la humanidad tenga derecho a hacer lo mismo que hago yo. ¿Imperativo categórico? Sí, ¿y por qué no? El propio Liria ha declarado que Kant fue «una bestia clasista y machista». Pero ¿por qué no podemos apropiarnos de una buena idea, de una noción útil producida por cualquier autor para reformularla y hacerla nuestra, adaptándola a nuestras necesidades? ¿No utilizó al propio Marx a Hegel, reaccionario alemán donde los haya?
Poder constituyente versus poder constituido
A lo largo de esta polémica, han salido también a flote las ideas de Michael Hardt y Toni Negri, quienes, en El poder constituyente. Ensayo sobre las alternativas de la modernidad, describen algo así como un «poder constituyente» perpetuo e ilimitado. Sin embargo, ¿es posible o deseable semejante utopía? ¿No podría conducirnos a excesos que conocemos muy bien?
Hemos hablado de un criterio de validez (y por tanto, de límites ), que debería llevarnos a tener unas leyes (y, por tanto, un poder constituido ). Es, sin duda, necesario un momento constituyente, pero éste es llamado así precisamente porque constituye , porque genera poderes constituidos. Por supuesto, dichos poderes, como explica Marta Harnecker, han de estar en relación permanente con las fuerzas constituyentes, con un poder popular, que, mediante sistemas de delegación desde abajo, garantice el protagonismo popular directo. Porque la herramienta no es nada sin el sujeto. El derecho, por sí solo, es incapaz de transformar la sociedad, si no existen actores que lo empleen para «consuetudinarizar» (pero a la vez modificar, adaptar, fundar) sus principios.
Ahora bien, como es lógico, el poder popular habrá de actuar siempre dentro de un marco legal, insistamos, constituido. Se nos dice que hay que elegir entre lo que sanciona la propia costumbre y aquello que está penado por el Estado, pero la experiencia nos demuestra que ambas piezas son necesarias, sencillamente porque, sin restricciones, siempre se impone la ley del más fuerte, pero, sin poder popular, la ley acaba por convertirse en papel mojado. Ahora bien, ¿cuáles son los límites?
Principios y límites
No sé si exagero cuando digo que si mi barrio, que es un barrio de clase trabajadora, tuviera su propio micropoder y legislara a su antojo, colgaría a todos los inmigrantes de las farolas. Cambiando de escenario, recordemos la Revolución Cultural, en la que Mao, con audacia, lanzó a la población a rebelarse contra la burocracia del partido. Esta experiencia se le fue de las manos a Mao y concluyó en una auténtica barbarie, sencillamente porque cualquier consejo de campesinos estaba facultado para constituirse en «tribunal popular» y dictar sentencias. No olvidemos tampoco la práctica de la delación en la Unión Soviética (en numerosos casos, levantándose falsos testimonios por simple antipatía personal…).
¿Defender la soberanía popular es defender cualquier decisión popular? No. Constatar que la mayoría decidirá en qué se convierte nuestro mundo es una oda a la pasividad. Los comunistas o frecemos un modelo de cómo, en nuestra opinión, debería organizarse la sociedad; y no todo vale dentro de ese modelo; hay límites, porque defender principios de actuación es precisamente defender límites de actuación. Lo que buscamos es persuadir a las mayorías populares para que adopten dicho marco u otro análogo pero que, asimismo, respete determinadas exigencias de la razón.
Para aprender de nuestros errores, podríamos empezar por defender un marco de garantismo socialista. Y, esta vez, no sólo por principios, sino también para no fortalecer al enemigo. Es cierto que el socialismo, en el siglo XX, sufrió circunstancias extremas, de agresión permanente; sin embargo, es absurdo seguir discutiendo si determinadas medidas fueron o no necesarias, cuando podemos tener claro que no fueron buenas en sí mismas. Por ejemplo, la censura directa del enemigo consigue, en realidad, fortalecerlo. La sociedad capitalista es tácticamente más sutil, porque es capaz de burlarse de sí misma (sin que ello conlleve la menor consecuencia política). La gente ve Los Simpson , se ríe, piensa que el sistema es injusto, irracional y despiadado; pero, luego, vuelve a votar al PSOE o al PP. Todo esto sin olvidar que, como expuso Rosa Luxemburgo (criticando a los bolcheviques en una fecha tan temprana como 1918), la falta de debate asfixia al socialismo, lo lleva a tropezar una y otra vez con la misma piedra al ser incapaz de subsanar sus propios errores.
El ejercicio del poder popular, pero dentro de unos límites constituidos que garanticen, por ejemplo, el respeto a las minorías, la plena libertad de expresión y el debate ideológico: tales son los vectores del marco político que Rico, Liria y Zahonero proponen como causa y efecto de la titularidad colectiva de los medios de producción. El único marco, los únicos límites sobre los que podrá renacer el socialismo.
Conclusión
Si aprender de nuestra experiencia histórica no es calcar nuestra experiencia histórica, defender el marxismo tampoco es reproducir frases de Marx en cualquier contexto, sino emplear su método de análisis para analizar nuestra realidad.
Nuestro socialismo no busca un mundo perfecto y utópico, sino sencillamente un mundo mejor , más justo, digno y razonable. En realidad, el socialismo no elimina automáticamente el machismo, el racismo u otras lacras, como sostiene el «materialismo» unidireccional y vulgar; y esto es algo que la propia experiencia socialista confirma e ilustra a la perfección. El socialismo es solamente una economía más justa, pero puede venir de la mano de despotismos políticos de toda clase.
Por otro lado, la disolución del Estado es un dogma que la propia historia refuta. No podemos suplir nuestras carencias en teoría del Estado con un absurdo que ni siquiera nosotros mismos podemos creernos: que el poder político, y con su él sus leyes, su derecho , se van a hacer innecesarios una vez que deje de existir la explotación capitalista (porque, al parecer, ya nadie va a desear hacer nada malo). En todo caso, habrá que generar un poder político lo más autogestionario y popular posible; pero prometer cosas que no podemos cumplir sólo nos debilita, porque resta credibilidad. Porque un futuro deseable debe ser un futuro posible. De otro modo, como escribió Terry Eagleton, enfermaríamos de nostalgia.
Marx fue un gigante del pensamiento, pero ni su obra es una nueva Biblia que permita una única exégesis (fuera de la cual todo sería herejía), ni la cita de uno de sus libros llenos de polvo constituye por sí misma un argumento de nada. No es ya sólo que Marx pecara de eurocentrismo, sino que, para colmo, la propia Europa ha cambiado. Lo esencial, el núcleo de su esquema, no obstante, sigue vigente; y por eso vale la pena seguir leyendo libros llenos de polvo; pero los elementos con los que rellenar ese esquema debemos aportarlos nosotros. Nosotros crearemos nuestra propia vía al socialismo, en función de unas circunstancias sociales e históricas concretas y determinadas, cambiando, como proclamó Fidel Castro, todo aquello que deba ser cambiado. Porque la transformación de la sociedad no se alcanzará venerando nuevos dioses, sino negando la necesidad de ningún dios.
La gran virtud de Santiago Alba Rico, Carlos Fernández Liria y Luis Alegre Zahonero está siendo rescatar el marxismo de toda una serie de prejuicios, tópicos y juegos de palabras decimonónicos que, en numerosas ocasiones (debemos reconocerlo), todos hemos repetido, aun sin saber demasiado bien qué significaban, si es que significaban algo. Sus teorías podrán (deberán) discutirse, matizarse, contraargumentarse; pero no sólo son marxismo, sino que son el marxismo más sugerente que ha surgido en los últimos años; y es que estamos ante tres de de los pocos autores que se atreven a dar pasos adelante, depurando el pensamiento socialista de ese manojo de clichés que en realidad sólo nos obstaculizan. Ahora tenemos la oportunidad de aprender, de abrir la mente, de debatir con ellos y con todos los marxistas que, en palabras de Mariátegui, plantean el socialismo no como calco ni copia, sino como creación heroica.
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