Con la asunción, el 18 de febrero de 2020, del general Walter Braga Netto como jefe de la Casa Civil, los militares terminaron de consolidar su posición central en el gobierno brasileño. Desde el fin de la última dictadura ese cargo no era ocupado por un militar. Es una posición eminentemente política y se ocupa, entre otras tareas, de las relaciones de la Presidencia tanto con su gabinete como con el Parlamento. Braga Netto, que desde marzo de 2019 se desempeñaba como jefe del Estado Mayor del Ejército, la asumió antes de pasar a retiro el 29 de febrero.
Esto ocurre en un momento de transformación del sistema político brasileño. Podría pensarse la elección de 2018 como el fin de un ciclo, iniciado con la Constitución de 1988 en pleno proceso de redemocratización. Tras los comicios, los tres principales partidos políticos perdieron representación parlamentaria, y el Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB) y el Movimiento Democrático Brasileño (MDB) fueron los principales perjudicados. Mientras que la derecha tradicional fue desplazada por una derecha más radical, el Partido de los Trabajadores (PT) se mantuvo como principal fuerza política de la izquierda brasileña. En tanto, el Partido Social Liberal (PSL), que albergó a Bolsonaro como candidato, pasó de tener dos diputados, entre 2014 y 2018, a tener 52. En la disputa por el Poder Ejecutivo se rompió la lógica de polarización entre el PSDB y el PT, a la vez que el MDB vio disminuida su votación. El sistema nacido en 1988 recibió un fuerte golpe.
Dos factores, interconectados entre sí, afectaron la política brasileña para ambientar los resultados señalados. Por un lado, la conducción de la operación de combate a la corrupción conocida como Lava Jato (2014), que mostró la politización de las decisiones judiciales y contribuyó a la generación de desconfianza y rechazo a los políticos en la sociedad brasileña. Por otro lado, los costos de la estrategia del PSDB y del MDB durante el impeachment presidencial a Dilma Rousseff en 2016, que ha sido visto como un “golpe parlamentario” por importantes referentes de la ciencia política brasileña. La posterior participación de estos partidos en el gobierno interino de Michel Temer, que se convirtió en el más impopular en la historia de Brasil, perjudicó aun más la imagen de la derecha tradicional.
Estas transformaciones en la derecha brasileña se enmarcan en un contexto de crisis de la globalización, cuyo mojón es la crisis de 2008. El fin de este ciclo histórico y de su orden hegemónico, que llegó a Brasil, como al resto de América Latina, con el fin del auge de las commodities, afectó a las elites cosmopolitas de derecha e izquierda. Esta gran crisis del capitalismo global se entrelazó con la emergencia de emprendedores políticos de derecha antiglobalista. Estos neopatriotas, al decir del politólogo español José Antonio Sanahuja, movilizan a los perdedores –reales o autopercibidos– de la globalización, especialmente a clases medias y medias bajas, articulando un discurso nacionalista, soberanista, mediante liderazgos cesaristas y retóricas antielitistas y en algunos casos, particularmente en la región, con estrechas asociaciones con actores religiosos que reivindican valores “tradicionales”. Bolsonaro es el más plebeyo de esta familia, ya que no es un millonario ni un político destacado como en otros casos, y en esa clave se contacta con las masas.
Solo contra todos
Con el apoyo de las bancadas del agronegocio, la evangélica y la que promueve la mano dura y representa los intereses de la “familia” militar y de la policial, podría tener apoyo suficiente para gobernar en articulación política con el Poder Legislativo. De los 513 diputados, 360 podrían apoyarlo, mientras que solamente 153 son claramente de oposición. Con este escenario, podría reclutar hasta dos tercios de los votos del Congreso y realizar cambios institucionales muy importantes. Sin embargo, en vez de hacer “política”, Bolsonaro confronta con el Parlamento, bajo el argumento de oponerse a la “vieja política”, y no negocia apoyo parlamentario por cargos y recursos.
Después de un año y medio en el poder, la conducta del presidente evidencia rasgos iliberales y autoritarios. Bolsonaro se alejó del Psl en el marco de una lucha por el control de los fondos partidarios y la nominación de candidatos. El bolsonarismo, sin partido, intentó fortalecer al presidente a partir de la construcción de un movimiento popular de extrema derecha, algo que no logró cristalizar. Cuando el mandatario intentó crear su propio partido, Alianza por Brasil, de las 491.900 firmas requeridas, fueron presentadas sólo 80 mil y apenas 6.600 fueron aprobadas por el Tribunal Supremo Electoral. Este fracaso significó la imposibilidad de estructurar un movimiento bolsonarista que fortaleciera políticamente al presidente y le permitiera profundizar su acción. Sin embargo, sin los apoyos requeridos, el presidente sin partido sigue enfrentado al Poder Legislativo y al Judicial, a los gobernadores y a los grandes medios de comunicación. Eso lo hace cada vez más dependiente de las Fuerzas Armadas para mantenerse en el poder.
Como señaló recientemente el sociólogo y politólogo brasileño Alexandre Fuccille, los militares parecen no querer hacerse directamente con el poder, como en 1964. Sin embargo, esto no implica que la influencia militar sobre la política no avance. Con la sustitución del civil Onyx Lorenzoni en febrero de 2020 por el general Braga Neto en el Ministerio de la Casa Civil se completó un cuadro militar que compone el núcleo duro del gobierno. Aunque junto a él convive otro núcleo de ministros fuertemente ideologizados y cercanos al presidente y su familia, los cuatro ministros alojados en el Palacio de Planalto, que comparten sede con el presidente, son militares (véase nota de Marcelo Aguilar).
Una mirada más amplia del gobierno muestra militares o personas vinculadas al mundo militar en varios cargos ministeriales (Defensa; Ciencia, Tecnología, Innovación y Comunicaciones; Minas y Energía; Transparencia, Fiscalización y Control, e Infraestructura) y de alta relevancia política, como el portavoz de la Presidencia. Un denominador común de muchos de ellos es su relación con el general Augusto Heleno, primer comandante militar de la Misión de Estabilización de las Naciones Unidas en Haití (Minustah). Los Heleno Boys, por llamarlos así, ocupan un lugar central en el gobierno. Durante la pandemia se han posicionado en ocasiones de manera diferente a Bolsonaro, encauzando su acción, sin por ello retirar el apoyo al presidente, quien minimizó el peligro de la enfermedad reiteradas veces. El 24 de marzo, el comandante del Ejército, general Edson Leal Pujol, señaló que el enfrentamiento a la pandemia podría ser “la misión más importante” de su generación, planteo que Bolsonaro hizo suyo, días después, al reconocer la gravedad de la situación.
Por otra parte, en enero de 2018, el general Hamilton Mourão, actual vicepresidente de la República, asumió la presidencia del Club Militar con el objetivo de organizar, desde el Ejército, un frente de candidatos. Mourão sería el sucesor de Bolsonaro en caso de su salida del cargo, pero debe recordarse que él no fue la primera opción que se manejó como vicepresidente en la campaña y parece no recoger todos los consensos del ala militar del gobierno.
Transición eterna
La injerencia de los militares en la política no es un asunto nuevo en Brasil. Como explica el doctor en filosofía política Héctor Saint-Pierre, en la redemocratización posdictadura las Fuerzas Armadas consiguieron preservar prerrogativas y niveles de autonomía que les permitieron identificar fisuras en el escenario nacional y disputar protagonismo político en las decisiones gubernamentales. O como sostiene el politólogo brasileño Samuel Soares, si atendemos la cuestión militar, en Brasil hay una eterna transición a la democracia, o la propia democracia está obstruida.
El historiador José Murilo de Carvalho, reflexionando desde la historia de las instituciones, visualiza un papel moderador de las Fuerzas Armadas que le hace pensar en Brasil como una república tutelada. Esta función tutelar es bidimensional: veto y protección. La segunda dimensión parece estar operando de forma más visible que la primera. Probablemente porque, como señala Suzeley Kalil Mathias, profesora de Ciencias Políticas de la Universidade Estadual Paulista, las discrepancias entre los militares y el presidente son “más de forma que de contenido”.
Ahora que, tras la renuncia de Sérgio Moro al ministerio de Justicia, las bases materiales para iniciar un proceso de impeachment parecen colocarse sobre la mesa, Bolsonaro busca negociar con la derecha tradicional para impedir el avance del proceso, especialmente con quienes garantizaron la elección de Rodrigo Maia como presidente de la Cámara de Diputados. Los principales medios de comunicación, en una muestra de apoyo a Moro, piden investigar al presidente, mientras que el exjuez de Curitiba podría verse como una candidatura atractiva para 2022, tanto para los lavajatistas como para una derecha globalista como la que apoya al ministro de Economía, Paulo Guedes. Desde que el superintendente de la Policía Federal de Rio Janeiro, Ricardo Saadi, fue destituido a pedido del presidente, la posible salida de Moro ya recorría los bastidores del poder. En vez de intentar recomponer con uno de los ministros más fuertes de su gobierno, Bolsonaro, que aún mantiene un tercio de la opinión pública de su lado a pesar del deterioro de su popularidad, optó por continuar acelerando el proceso de descomposición de la coalición que lo llevó al poder. En este escenario cabe preguntarse: ¿Los militares seguirán sosteniendo a Bolsonaro?, ¿el resto del sistema iniciará un embate contra el presidente? La posición de los militares parece ser clave. El futuro es de incertidumbre.
Fuente: https://brecha.com.uy/donde-mandan-generales-no-manda-capitan/