Recomiendo:
0

El verdadero peso de los militares en el gobierno de Brasil

El fusil detrás del trono

Fuentes: Brecha (Uruguay)

La renuncia de Sérgio Moro como ministro de Justicia es el hecho más peligroso que ha debido enfrentar el presidente de Brasil, Jair Bolsonaro. El motivo de la dimisión, según el propio Moro, es que el presidente estaría interfiriendo en la Policía Federal para proteger a sus hijos de investigaciones judiciales. Tras la salida de Moro, Bolsonaro intentó, sospechosamente, poner al frente de ese cuerpo a un amigo de su clan familiar, Alexandre Ramagem, exjefe de inteligencia que coordinó la seguridad de su campaña después del atentado que sufrió en 2018. Esta semana el Supremo Tribunal Federal suspendió provisoriamente esa nominación.

Visto como un paladín de la justicia por amplios sectores de la sociedad tras su actuación en la operación Lava Jato –y a pesar de las denuncias de flagrante irregularidad sobre la forma en la que la condujo (véase “Operación Vaza Jato” y “Un héroe del engaño”, Brecha, 14-VI-19 y05-VII-19, respectivamente)–, Moro actuaba como una “reserva moral” dentro del gobierno. Pero se fue pateando la puerta, y sus denuncias propiciaron la apertura de una investigación judicial contra el propio presidente. El relator de esta causa, el magistrado Celso de Mello, también deberá decidir sobre un pedido de que la Cámara de Diputados comience un proceso de impeachment contra el mandatario. Aunque el presidente de la Cámara, Rodrigo Maia –quien tiene una relación bastante tensa con el Ejecutivo–, intenta calmar los ánimos y señala que la prioridad debe ser combatir el coronavirus, ya hay rumores de movimientos tras bastidores en torno al vicepresidente, Hamilton Mourão.

El propio Carlos Bolsonaro, uno de los hijos del presidente, sembró sospechas a comienzos de mes sobre las intenciones del general Mourão cuando cuestionó su reciente reunión con Flávio Dino, gobernador del estado de Maranhão y dirigente del Partido Comunista del Brasil. Dino es la cara más visible de la oposición de izquierda a Bolsonaro entre los gobernadores, un grupo en el que Bolsonaro también tiene oponentes de derecha, como el paulista João Doria (del PSDB), quien lo apoyó en su elección con el eslogan “Bolsodoria” y ahora, en defensa de Moro, lo tachó de “virus”.

La hora verde

En este escenario de crisis, todas las salidas posibles parecen beneficiar a un mismo actor: las Fuerzas Armadas. Para André Ortega, periodista y coautor, junto con Pedro Marín, del libro Carta no coturno: a volta do partido fardado no Brasil, lo que está en juego por estas horas es qué camino tomarán los militares: si mantener a Bolsonaro o sacarlo de en medio. “Sacarlo puede iniciar un nuevo ciclo de inestabilidad y que la cosa se les vuelva en contra. Mantenerlo, en cambio, los hace aparecer como el freno noble del gobierno”, señaló a Brecha.

Bolsonaro se comporta como un vándalo, dijo Ortega, y eso les permite a los militares aparecer como guardianes no sólo de las instituciones democráticas, sino de la propia racionalidad. “Eso es muy positivo para ellos”, opinó el analista, porque difumina la responsabilidad de haberlo ayudado en las elecciones y participar en su gobierno. “Al mismo tiempo, si Bolsonaro gana fuerza con su politiquería de extrema derecha, también les sienta bien, porque la base del presidente pide un golpe militar, por lo que no habría cómo prescindir de ellos”, añadió. Y si de todos modos ganara espacio el impeachment, la asunción legal del general Mourão concretaría lo que ya es una realidad evidente: los militares están al mando.

Esta situación, lejos de ser inédita en la historia de Brasil, hunde sus raíces en aspectos estructurales del país. Ortega recuerda que “existe una larga relación entre el poder político y el poder militar que antecede la concepción de la doctrina de la seguridad nacional de la Guerra Fría y el golpe de Estado de 1964, y que viene de la proclamación de la república [1889], con el Ejército en una posición de tutela de los gobiernos civiles y el proceso político”. Esa relación ha venido acompañada de una autopercepción militar “que justifica ese intervencionismo sobre la base de que el Ejército es la institución más desarrollada del país y la única capaz de reflejar la identidad brasileña: recluta a personas de todos los Estados y todas las razas, y tiene una oficialidad profesional y patriótica que impediría procesos políticos que comprometieran la integridad territorial”.

Para el antropólogo Piero Leirner, especialista en estrategia militar de la Universidad Federal de São Carlos, más que una tutela militar del sistema político brasileño, lo que hay es una domesticación: “La idea de que la política debe ser una extensión del cuartel por otros medios, que coloca a los militares en el papel de garantes de poner la casa en orden”. Según el exministro de Defensa Celso Amorim, en tanto, en Brasil “hay una fragilidad intrínseca de la representación política, lo que genera en las clases dominantes, cuando están perdiendo hegemonía, la tentación de recurrir a los militares”. “Y ellos, por su historia, siempre se han mostrado dispuestos a actuar”, dijo Amorim a Brecha.

Los dueños de la pelota

“Cuando Bolsonaro asumió, ya existía un statu quo con el cual los militares aparecían muy fortalecidos. Habían conseguido, con Etchegoyen, reestructurar el servicio de inteligencia y ya participaban de forma activa en la política, tanto en las elecciones como en lo relativo al proceso judicial de Lula”, señaló Ortega. “No es Bolsonaro quien les da el papel protagónico: él es la coronación de un proceso. Asume íntimamente relacionado a ese statu quo previamente alcanzado”, agregó.

Desde que nombró su gabinete, Bolsonaro evidenció el gran protagonismo que tendrían los militares. Entre los uniformados elegidos había algo en común: su participación en las fuerzas de la Minustah en Haití (2004-2017), que Brasil dirigió. Augusto Heleno –nuevo director del Gsi– fue el primer comandante de esa misión de ocupación entre 2004 y 2005, y dirigió las operaciones en Cité Soleil, barrio de la capital Puerto Príncipe, que fueron catalogadas como masacre por varios organismos de derechos humanos. El ministro de Defensa, Fernando Azevedo e Silva, estaba en aquel entonces bajo las órdenes de Heleno. Luiz Eduardo Ramos, actual secretario de gobierno –cargo que, entre otras cosas, controla la comunicación del gobierno y el programa de inversiones público-privadas en el área de infraestructura–, dirigió la Minustah entre 2011 y 2012. Desde junio, Ramos sustituye en esa secretaría al general Carlos Santos Cruz, que dirigió la fuerza de ocupación entre 2007 y 2009. También el ministro de Infraestructura, Tarcísio Gomes de Freitas, estuvo en el país caribeño. Por su parte, el último comandante de la Minustah, en el período 2015-2017, Ajax Porto Pinheiro, es actualmente asesor especial del presidente del Supremo Tribunal Federal, cargo que anteriormente ocupó Azevedo e Silva.

Como culminación de este proceso, en febrero de este año, Bolsonaro anunció que el nuevo jefe de la Casa Civil –un cargo que en Brasil equivale al de jefe de gabinete– sería el general Walter Braga Netto, hasta ese mismo día jefe del Estado Mayor del Ejército y responsable de dirigir la intervención militar de 2018 en Rio de Janeiro (véase columna de Barceló, López Burian y Vitelli). Braga Netto fue elegido por Bolsonaro para comandar el comité de crisis ante la pandemia de coronavirus.

Primero sacamos a Dilma

La espiral de ascenso de la influencia militar en la política brasileña, que alcanzó su ápice con la elección y asunción de Bolsonaro como presidente de la república, viene de antes. La elección de Dilma Rousseff como presidenta en 2011, su accionar al frente del gobierno y su destitución fueron determinantes para conformar el escenario actual. Ya desde un comienzo, en filas militares no había gustado la designación de Rousseff como candidata del PT. “Que Lula hubiera nombrado como sucesora a una desconocida, a la que encima los militares identificaban con la militancia armada contra el régimen militar, fue para ellos una confirmación de que el PT quería construir una especie de socialismo gramsciano en América Latina”, dijo Leirner a Brecha.

El académico apuntó, además, a la reacción militar contra la creación, por el primer gobierno de Dilma, de la Comisión Nacional de la Verdad (CNV), que tiene el fin de investigar las violaciones de derechos humanos entre setiembre de 1946 y octubre de 1988, período que comprende los 21 años de dictadura militar en Brasil. “La CNV fue leída por los militares como un proyecto de reescritura de la historia, en el que el papel de ellos, en ese plano de ‘dominación gramsciana’, sería definitivamente el de los derrotados morales. Eso reactivó en los militares la idea de que habían ganado ‘la guerra’, pero estaban perdiendo feo la batalla por la memoria”. Amorim, que en ese momento estaba al frente de la cartera de Defensa, confirmó a Brecha que la CNV fue la medida tomada por el gobierno del PT que generó más ruido en la interna militar. Leirner añadió: “A partir de entonces las cúpulas empezaron un intenso trabajo de bombardeo ideológico en toda la cadena de mando, desencajonando varias teorías de la Guerra Fría y actualizándolas con ropaje posmoderno, como en el caso de llamadas ‘teorías de la guerra híbrida’”.

“Apenas un mes después de consumada la reelección de Dilma en 2014, Bolsonaro ya hacía campaña en los cuarteles para 2018”, señaló Leirner. Afuera, Aécio Neves, candidato perdedor de la elección por la derecha tradicional, decía en su primer discurso que lo habían votado 51 millones de brasileños que no aceptaban más ver a Brasil “capturado por un partido y un proyecto de poder”.

En otra acción que incomodó mucho a los militares, en octubre de 2015, en el marco de una reforma que redujo de 39 a 31 las carteras del Ejecutivo, Dilma le retiró el carácter de ministerio al Gabinete de Seguridad Institucional (GSI), que, entre otras atribuciones, tenía el comando de la Agencia Brasileña de Inteligencia. El resto de la partida se jugó en los bastidores del Congreso y en las calles: apoyado masivamente por sectores mediáticos y empresariales y fogoneado por grupos como el Movimiento Brasil Libre, financiado por think tanks neoliberales apoyados por Washington, se consolidó el lema “Primeiro a gente tira a Dilma”: sacar a la presidenta a cualquier precio como requisito para salvar Brasil.

La restauración

En mayo de 2016, unos cuatros meses antes de que se confirmara la destitución de Dilma por el Congreso, y en una de sus primeras medidas como presidente interino, Michel Temer devolvió el carácter de ministerio al Gsi y puso para dirigirlo al hasta entonces jefe del Estado Mayor del Ejército, el general Sérgio Etchegoyen.

Los Etchegoyen son una familia con larga tradición militar y de injerencia en la política. Participaron de los levantamientos tenentistas de los años veinte y del golpe de 1964 (véase recuadro). Sérgio, que no llegó a participar de esas lides, había sido, en cambio, el primer general en actividad en manifestarse contra la Cnv durante el gobierno de Rousseff. El informe final de la comisión responsabilizaba a su padre, Leo Guedes Etchegoyen, junto con otros 376 militares y civiles, de violar los derechos humanos durante la dictadura. Amorim contó que le sorprendió que Dilma lo nombrara jefe del Estado Mayor, pero agregó: “[El general] gozaba de fama como intelectual militar y había asesorado a mi antecesor en el ministerio en la elaboración de la estrategia nacional de defensa”.

Para Ortega, en los años que siguieron a la caída de Rousseff “la inestabilidad generada por el impeachment y la constante atmósfera de excepción permitió a los militares empezar a hablar más alto: cuanto más caos, más poderosos resultan”.A pesar de ser el blanco de un sinfín de denuncias de corrupción y de presenciar el arresto de una parte de su círculo más próximo, Temer se mantuvo en el poder. Etchegoyen tuvo bastante que ver con eso. Durante aquellos años hubo intervenciones federales militares en Rio de Janeiro, Espírito Santo y Roraima, y fue asesinada Marielle Franco, militante crítica de esas acciones. Además, Temer se vio amenazado en junio de 2018 por una huelga de camioneros que paró el país. Quien coordinó la respuesta a esa huelga fue Etchegoyen, que implantó operaciones de “garantía de la ley y el orden” con el despliegue de las Fuerzas Armadas. Todo esto le valió al general convertirse en el protagonista de los momentos más álgidos de la crisis constante que significó la administración de Temer.

Por aquellos días se dio también otro episodio de protagonismo militar. Ante la posibilidad de que el Supremo Tribunal Federal otorgara un hábeas corpus al expresidente Lula, entonces candidato a la presidencia y detenido por supuesta corrupción, el comandante de las Fuerzas Armadas, Eduardo Villas Bôas, escribió un tuit en “repudio a la impunidad” y remarcó que el Ejército estaba “atento a sus misiones institucionales”. Tiempo después el propio Villas Bôas dijo a Folha de São Paulo: “Ahí trabajamos conscientemente, sabiendo que estábamos al límite. Sentimos que la cosa se nos podía salir de control si yo no me expresaba”, y afirmó que era “mejor prevenir que remediar”. Lo cierto es que la Justicia finalmente envió a Lula a prisión y le imposibilitó participar de la votación, y el capitán retirado Jair Bolsonaro ganó. Y con él, los militares.


Desde siempre

El Ejército brasileño se formó durante la guerra de independencia de Portugal, a comienzos del siglo XIX. De ahí en más, los militares siempre participaron en la política de alguna forma. Entre 1922 y 1924, militares de varios estados descontentos con la situación política del país se levantaron contra el gobierno federal en un movimiento que se conoció como “tenentismo”, por incluir en su mayoría a jóvenes tenientes. Buscaban políticas más consistentes para las Fuerzas Armadas y reformas en la estructura de poder del país, dominado por la llamada “política del café con leche”, que alternaba en el dominio del país representantes de las oligarquías de São Paulo y Minas Gerais.

Del tenentismo surgió, entre otras cosas, la columna liderada por el capitán Luiz Carlos Prestes, que recorrió casi 25 mil quilómetros y 13 estados del país con la exigencia del voto secreto, la universalización de la enseñanza pública y el fin de la miseria que agobiaba a los sectores populares. Muchos de estos militares, como el propio Prestes, se acercaron luego a ideas comunistas, y otros tantos apoyaron a Getúlio Vargas. En 1935, una insurrección comunista planificada por el Comintern para instaurar una República Popular y Socialista en Brasil –que tenía como dos de sus figuras centrales a Prestes y a la militante alemana Olga Benario– fue masacrada por los militares. Pueden rastrearse en esa época algunas de las raíces del persistente anticomunismo del Ejército. Para Celso Amorim, ministro de Defensa entre 2011 y 2014, en aquel momento “las únicas fuerzas capaces de organizar el país eran el Partido Comunista y el Ejército, lo que los enfrentó desde un principio; a partir de entonces los militares siempre tuvieron aversión por la izquierda”. Con la Guerra Fría, este sentimiento se agudizó y condimentó el caldo que terminó con el golpe de Estado de 1964, 21 años de dictadura militar y persecución política.

Fuente: https://brecha.com.uy/el-fusil-detras-del-trono/