Mientras más poderoso sea un Estado dentro del sistema-mundo, mayor será su responsabilidad en la edificación de la justicia global y menos admisibles sus acciones en contra de estos propósitos
Recuerdo siempre que cuando, al inicio del primer mandato presidencial de François Mitterrand en 1981, los franceses abolieron la pena de muerte, la prensa pidió opinión a varias figuras políticas, entre ellas a una celebridad que nunca había abogado porque se suprimiera el castigo capital. Este respondió que al menos era alentador que, a partir de ese momento, en La France no habría que matar para hacer justicia.
No tiene mucha importancia haber recordado con esta cita que en la cuna de las libertades modernas la guillotina haya funcionado casi por un par de siglos, cuando otros Estados occidentales han ingeniado, y mantienen funcionando, otras especies aun más sofisticadas para la imposible sublimación del patíbulo. Pienso en la silla eléctrica, la cámara de gas y la inyección letal. La respuesta de aquel político parecía entonces, y podría volver a parecer ahora en otros lugares, poco objetable.
La validación de la pena capital es un tema sobre el cual abrigué dudas por mucho tiempo, hasta que un jurista amigo, joven y brillante, subrayó un elemento en el cual no me había detenido a pensar. El verdadero peso del castigo de la ejecución no gravita sobre el ejecutado, sino sobre sus seres cercanos: esposa(o), padres, hijos, familia toda, personas que no tendrían por qué sufrir el castigo. Un castigo que, a diferencia de la prisión, radica en pagar con la vida. Confieso que fue la suma de esta objeción a las que tradicionalmente había arrastrado, lo que desbalanceó definitivamente para mí la madeja de argumentos a favor y en contra.
Sin embargo, no es el debate sobre el tema de la pena capital el que me interesa en estas líneas. De ningún modo creo que defina un eje de demarcación de la justicia. ¿Pensaba realmente aquel político en el decreto de anulación como un punto divisorio en la historia de su país, antes del cual se hacía justicia con la muerte, y otro posterior en que ya no operaba así? ¿Sería esta lectura algo diferente a considerar que con la abolición ganó la justicia…, o a la inversa, que sufría un relajamiento?
El problema de fondo radica verdaderamente en el dilema de cómo hacer justicia. Y que este tendría que ser el verdadero centro del debate. Cuándo y cómo garantizan la justicia las instituciones, y los seres humanos a través de la aplicación de las leyes en situaciones concretas. Dilema difícil de resolver por muchas razones. Entre ellas, porque los procesos judiciales no pueden escapar a la incidencia de factores que circundan a la administración de justicia, a veces para que no se le distorsione, otras veces, para distorsionarla. Factores estos que proceden principalmente de la esfera de las relaciones políticas o de la esfera de las relaciones económicas.
En una y en otra circunstancia, la intervención externa en la administración de justicia introduce elementos que suelen serle ajenos, y en el peor de los casos pueden convertirse en signos de corrupción. En el plano económico, no solo cuando nos vemos ante la compra de jurados y extremos similares, penados mediante figuras delictivas establecidas, sino también la influencia de bufetes cuyos servicios se venden a precios elevados y, en general, en la relación entre derecho y mercado, que tiene una historia más larga y compleja.
En el plano político, pienso sobre todo en el peso exagerado que pueden alcanzar circunstancias de alineamientos opuestos a las posiciones dominantes dentro de las esferas gubernamentales, las cuales se colocan también en un arco muy complejo y polémico. No solamente la consabida «razón de Estado», aunque tampoco ella escapa a esta vertiente. Los dispositivos para corregir las deformaciones en la aplicación de justicia a veces no existen, o son tan anómalos como las deformaciones mismas, aunque en otras ocasiones se encuentran dentro del sistema, y responden a premisas de autocorrección, o recurren a la jurisprudencia.
Es de sobra conocido que en los últimos años la política cubana ha hecho una constante de la demanda social por la liberación de cinco funcionarios, detenidos cuando se hallaban en misión de enfrentamiento a las organizaciones terroristas que han operado desde La Florida con notable impunidad contra la seguridad de la población en Isla. El procedimiento judicial que se siguió con ellos, viciado por manipulaciones políticas, generó arbitrariedades y condenas desorbitadas que los han convertido en verdaderas víctimas, que ya cumplen casi una década bajo régimen carcelario de sanciones desmedidas.
La injusticia en este caso puede contar, pendiente de corrección, para la política latinoamericana que el presidente Obama se ha propuesto seguir. Desafío asociado, en el mismo vértice de involucramiento político, a la situación opuesta, de minimizar cargos a los autores confesos de una de las más escandalosas acciones terroristas perpetradas contra Cuba. Criminales que son formalmente reclamados por los órganos de justicia de Venezuela, país donde se gestó la acción terrorista. Estos son casos en que la justicia ha quedado empantanada, rehén de una evidente corrupción de origen político.
A comienzos de la década presente, la prensa se hizo eco del drama del niño cubano Elián González, que fue resuelto positivamente después de una intervención física de las propias autoridades norteamericanas. Elián retornó felizmente al fin a su círculo familiar, junto a su padre, en la ciudad de Cárdenas, pero no hay que olvidar que el tiempo que precedió a la solución del caso no lo vivió bajo custodia judicial, sino prácticamente en condiciones de secuestro por familiares de Miami. Y que el Gobierno de los Estados Unidos, carente de otros medios para proveer una solución procesal para la separación de los parientes secuestradores, tuvo que forzarla.
Me he referido estrictamente a casos de justicia deformados a la sombra del diferendo político y de ningún modo a situaciones explicables por sí mismas por el diferendo político. Cuba no es una excepción como objeto de irregularidades e injusticias (aunque su registro sea de los más altos): hay ejemplos similares en la América Latina en los años recientes, y por supuesto también en otras latitudes.
Me pregunto qué nivel de credibilidad va a alcanzar enunciado alguno que proclame entendimiento con el Islam mientras se mantenga la política de intervención estadounidense en el Medio Oriente y el respaldo a la agresividad de Israel frente al pueblo palestino y frente a la integridad de Estados vecinos, de mayoría musulmana, como El Líbano y Siria.
El desafío de restituir la justicia, para un Estado poderoso, no se limita al derecho de sus propios ciudadanos, aunque ese deba ser siempre el punto de partida. Toca al mismo tiempo a los ciudadanos de los Estados que, de un modo o de otro, se ven afectados por los efectos del ejercicio de poder, a través de la dominación o del conflicto, de manera ocasional o sistemática, directa o indirecta. Mientras más poderoso sea el Estado dentro del sistema-mundo, mayor será su responsabilidad en la edificación de la justicia global y menos admisibles, o más reprobables, sus acciones en contra de estos propósitos.
Hasta hace poco el mundo había sido forzado a verlo al revés: hasta de la pobreza se había hecho creer culpable al pobre.
Las propuestas comunes para buscar la justicia debieran figurar como un punto permanente en las agendas de las cumbres que reúnen al Sur con las potencias del Norte, aunque solo fuera para comenzar mostrando lo difícil que van a ser los acuerdos.