Cuando se convierten en rutinarias, las conmemoraciones pierden eficacia, reducidas a solemnidades previsibles o a reuniones de ancianos nostálgicos. Su utilidad verdadera y productiva se manifiesta al reactivar la memoria en función de una relectura fecundante del presente. La distancia en el tiempo limpia las asperezas nacidas de las inevitables mezquindades de la contemporaneidad. Hace […]
Cuando se convierten en rutinarias, las conmemoraciones pierden eficacia, reducidas a solemnidades previsibles o a reuniones de ancianos nostálgicos. Su utilidad verdadera y productiva se manifiesta al reactivar la memoria en función de una relectura fecundante del presente. La distancia en el tiempo limpia las asperezas nacidas de las inevitables mezquindades de la contemporaneidad.
Hace cincuenta años, irrumpía Teatro Estudio en la escena nacional. Su carta de presentación era un manifiesto, asociado al estreno de El largo viaje del día hacia la noche de Eugenio O´Nelly. Los fundadores llevaban en su cuerpo y en su experiencia artística la memoria de un saber acumulado desde que, en los años treinta, La Cueva abrió el camino hacia la refundación del teatro cubano mediante un diálogo activo con la vanguardia internacional. Contra viento y marea, sin respaldo oficial, la continuidad de un mismo esfuerzo se dio a conocer con distintos nombres. Teatro Universitario apeló a un repertorio clásico, la antigüedad greco-latina y, en ocasiones, los siglos de oro españoles. ADAD pasó por Ibsen y Bernard Shaw hasta llegar a Tennesse Williams. Ya entonces, sin embargo, se planteaba la disyuntiva entre un teatro digestivo, al gusto de un potencial consumidor conformista y una aventura experimental de un vanguardismo radical. Patronato del Teatro se acomodó a las demandas del espectador burgués, como lo harían, algo más tarde, en la llamada época de las salitas, los proyectos instalados en los alrededores de La Rampa, mientras en el casco histórico, Prometeo se aferraba a una rigorosa intransigencia y en Prado 260 se estrenaba La soprano calva de Ionesco.
Las circunstancias eran bien difíciles. El público tradicional de teatro, tal y como ocurrió en otras partes, sucumbió a la fascinación del cine. Pero, en el caso de Cuba, los cincuenta del pasado siglo padecieron la marca de la dictadura de Batista. Los combates directos se libraban en la Sierra. En las ciudades, la represión actuaba con una violencia ciega. Las noches eran con frecuencia ominosas con el estallido de bombas y el ulular de las perseguidoras. En ese contexto, la aparición de Teatro Estudio tenía algo de utopía delirante. A contracorriente de lo establecido, el programa sustentaba una ética del grupo, núcleo generador de un desarrollo ideológico y estético. Los actores dejaban de ser meros ejecutantes. Se convertían en partícipes activos del proceso creador. No se trataba solamente de montar espectáculos, sino de articular un sistema de formación permanente mediante la incorporación del método Stanislavski y la frecuentación de disciplinas culturales y del pensamiento social. En 1958 estaba anunciando el porvenir y se constituía en matriz de la práctica escénica que se multiplicaría en la década del sesenta.
En 1968, Teatro Estudio había dejado una profunda huella en la cultura cubana. Fue entonces cuando un grupo de artistas se lanzó a la aventura del Escambray. La personalidad de Sergio Corrieri, fundador de uno y otro colectivo, establecía el vínculo entre ambas experiencias. Después de Stanislavski, como sucedió en el resto de la América Latina, la obra de Brecht había contribuido a remover las ideas. En su definición programática, los artistas reafirmaban la concepción grupal característica de Teatro Estudio, pero colocaban el proyecto en las coordenadas brechtianas del vínculo dialógico con el espectador. Sin saberlo entonces, sus búsquedas coincidían con las de un significativo sector del movimiento escénico latinoamericano. En extremo radical, la iniciativa de los cubanos ponía a prueba todo el saber acumulado en años de práctica. Los espectadores potenciales eran portadores de valores culturales desconocidos, inexplorados. Sus referentes posibles eran el cine móvil y la televisión que comenzaba a instalarse en las zonas electrificadas. Habían transitado por la etapa convulsa de la lucha contra bandidos y se les planteaba ahora la posibilidad de renunciar a la parcela de tierra para incorporarse a planes de desarrollo agropecuarios. Para unos y otros, para artistas y campesinos se estaba planteando un viaje hacia lo desconocido.
La convergencia de las dos efemérides promueve la necesidad de analizar las relaciones de continuidad y ruptura entre ambas experiencias, de reinscribirlas en el panorama teatral latinoamericano de la época. Importa, sobre todo en el caso del Escambray, limpiar el terreno de mucha planta parasitaria que, en su momento, oscureció los análisis críticos de la contribución del grupo al arte y la cultura cubanos. Las polémicas resultan fecundantes cuando aceleran la multiplicación de las ideas. Esterilizan cuando se inscriben en los estrechos horizontes de aldeanos vanidosos. El transcurso del tiempo decanta. Por eso, los aniversarios que ahora se cumplen convocan al recuento necesario.