¿Por qué las ciencias médicas y sociales rehúsan tomar con la debida seriedad a personajes como Drácula? ¿No es científico el sudor que corre por nuestra espina dorsal cuando aquel abogado inglés llamado Jonathan Harper golpea las puertas de un castillo de Transilvania y el morador se las abre diciendo I am Dracula? Las más […]
¿Por qué las ciencias médicas y sociales rehúsan tomar con la debida seriedad a personajes como Drácula? ¿No es científico el sudor que corre por nuestra espina dorsal cuando aquel abogado inglés llamado Jonathan Harper golpea las puertas de un castillo de Transilvania y el morador se las abre diciendo I am Dracula?
Las más de 700 versiones cinematográficas acerca de quien se llamó Vlad Tepes III han guardado deplorable fidelidad a los fascinantes entretelones de la novela publicada en 1897 por el irlandés Bram Stoker (1847-1912).
En efecto, el conde rumano undead (no muerto) fue un vivísimo príncipe de origen húngaro que no temía a los crucifijos porque era católico, ni su apodo quería decir «hijo del diablo» (en rumano Drácula es diminutivo de dragón), ni chupaba la sangre del cuello de los infieles porque prefería empalarlos, ni murió por el sol naciente, sino en batalla contra los turcos (1476) y, con serenidad lacaniana, sí podía reflejarse en los espejos.
En un monasterio del siglo XV de la isla boscosa del lago Snagov (norte de Bucarest), donde los aldeanos aseguran que los pájaros apagan misteriosamente su canto, los enterradores sepultaron a Drácula bajo doble lápida. Creían, ingenuamente, que la posteridad quedaría segura de que su espíritu estaría controlado. Pero el alma de Drácula fue liberada.
En 1931, el eminente arqueólogo rumano Dino Rosetti encontró la tumba, vistosos ropajes, una hebilla de cinturón y un anillo con el emblema de una fraternidad de caballería: la Orden del Dragón, establecida en 1387 por el emperador húngaro Segismundo para defender los intereses de la iglesia y apoyar a las cruzadas.
Simultáneamente, los dráculas de Hollywood se hallaban negociando los derechos de autor con Florence Balcombe, viuda y heredera de Stoker. No tuvieron éxito porque Florence venía de demandar por plagio y enviado a la quiebra a los productores de Nosferatu (F. W. Murnau, 1922).
Florence (de quien se dice que Oscar Wilde estuvo enamorado) sostenía que aquel referente ineludible del cine expresionista alemán había deformado la imagen de Drácula: orejas y uñas puntiagudas, rostro cadavérico y largos colmillos. De todos modos, Werner Herzog retomó estos rasgos para la versión que protagonizó Klaus Kinski, gran actor con cara de vampiro (1979).
En otro frente de sincronías apareció Bela Lugosi (Beren Feren Deszo Blasco, 1883-1956). Nacido en Hungría, Lugosi era un misterioso personaje que buscaba trabajo de Drácula en Hollywood y se posesionaba del personaje colgándose de cabeza y durmiendo en ataúdes de madera.
Ante los cientos de actores que aspiraban a representar el primer Drácula del cine sonoro, Lugosi optó por lo sano y tocó el timbre de la casa de Florence en Londres. Cuando la señora abrió la puerta cayó de hinojos, estremecida por el personaje peinado con laca y envuelto en capa que con voz gutural la saludó diciendo: I am Dracula. El primer Drácula de la historia del cine consiguió los derechos de la novela, que revendió a Hollywood.
El paso del tiempo no le fue ajeno a Drácula. En 1994, la roca sobre la que se levanta su castillo de seis siglos en la aldea donde nació (Sighisoara, 1430) estuvo a punto de desmoronarse. Fundada a finales del siglo XII por los colonos alemanes de Sajonia, Sighisoara está ubicada a 290 kilómetros al norte de Bucarest y es la única ciudad medieval de origen germánico de los Cárpatos.
A mediados del decenio pasado, 4 mil turistas circulaban a diario para sentir miedo de Drácula y en esta Semana Santa el Ministerio de Turismo de Rumania espera recibir la visita de un millón de turistas miedosos.
Allí, los visitantes podrán recorrer el castillo de Drácula convenientemente adaptado para sentir el terror neoliberal: parlantes ocultos, sangre que chorrea por las paredes, vampiros de caucho que sobrevuelan la escenografía gótica, hospedaje de cinco estrellas para 3 mil personas, malls, campos de golf, autopista internacional, aeropuerto, piscinas gigantes con toboganes de miedo, montaña rusa, restaurantes y una torre con elevador panorámico.
Dos firmas alemanas, Pullman City y Siemens, son las responsables de las inversiones directas privadas y de la emisión de bonos corporativos por valor de 28 millones de euros, lanzados en el mercado interno por dos bancos internacionales y el Comercial Rumano.
En Sighisoara lo más importante de todo es el lema que guía la filosofía de la Sociedad Transilvana de Drácula: «las personas buenas y bonitas son insoportables».
Dracula Land espera competir con Imperio Drácula, de la ciudad de Brasov, donde se ubica el castillo de Bran. Se dice que en esta localidad el príncipe pasaba sus fines de semana. Su estra-tegia de mercado es el vino marca Drácula, procesado por una embotelladora alemana y comercializado por el Instituto Internacional de Vampirología.