Socialismo y comunismo son términos que se afirmaron en Europa desde las primeras décadas del siglo XIX, de la mano de filósofos y reformadores sociales cuestionadores de las condiciones económicas y laborales derivadas de la primera revolución industrial.
En el Manifiesto del Partido Comunista (1848), escrito por K. Marx y F. Engels, se hace referencia a las diversas doctrinas existentes y sus autores realizan radicales críticas al “socialismo reaccionario”, expresado en el socialismo feudal (igualmente lo denominan socialismo clerical o socialismo cristiano), el socialismo pequeñoburgués (Sismondi) y el socialismo alemán o “verdadero”; también se lanzan contra el socialismo conservador o burgués (Proudhon) y, además, contra el socialismo y el comunismo crítico-utópicos de Saint Simon, Fourier y Owen. Sin embargo, la socialdemocracia y el marxismo o socialismo científico fueron las dos corrientes confrontadas después de la II Internacional de Trabajadores (1889) y las predominantes desde inicios del siglo XX, aunque no cabe descartar el peso que inicialmente logró tener el anarquismo.
El marxismo adquirió hegemonía a partir de la Revolución Rusa (1917), pues implicó el triunfo de sus tesis y el nacimiento del primer país socialista en el mundo. La socialdemocracia se afirmó en Europa, demostrándose como una corriente que pretendía impedir la vía al socialismo, alentando la armonía entre capitalistas y trabajadores, aunque tratando de favorecer a éstos por medio de reformas sociales. En todo caso, al comenzar el siglo XX, en algunos países latinoamericanos también penetraron las doctrinas socialistas, anarquistas, anarcosindicalistas y un rudimentario marxismo, que igualmente se afirmó a partir de la Revolución Rusa. En la región surgieron dos tipos de partidos marxistas: los socialistas y los comunistas, que mantuvieron largas confrontaciones ideológicas sobre la teoría de Marx y, especialmente, por la rígida alineación de los partidos comunistas a la III Internacional (1919). La socialdemocracia llegó más tarde: en Venezuela con Acción Democrática (AD), pero también surgió allí la democracia cristiana (social-cristianismo) del COPEI y en Chile el Partido Demócrata Cristiano. Bajo esas influencias y también por las europeas, el Partido Demócrata-Cristiano en Ecuador nació en 1964 y la Izquierda Democrática en 1970: el uno postuló el “socialismo comunitario” y el otro el “socialismo democrático”.
Primero la Revolución China (1949) y después, con mayores repercusiones, la Revolución Cubana (1959), provocaron variadas fuerzas en el espectro de las izquierdas marxistas. Surgieron partidos maoístas (en Ecuador los “chinos”, del Partido Comunista Marxista Leninista – PCML) y en la década de 1960 múltiples guerrillas latinoamericanas inspiradas en la vía armada para la toma del poder. Entre todas esas fuerzas se discutía la “fidelidad” a lo dicho por los fundadores del marxismo, las estrategias y tácticas en la lucha de clases del proletariado y, en última instancia, la “verdad” revolucionaria. Con demasiada frecuencia se impusieron dogmas, esquematismos e ideologizaciones de la realidad, lo cual no contradice la tenacidad y el compromiso social que igualmente desplegó cada agrupación, a su modo. Las izquierdas han sido agentes históricos de la promoción humana en la América Latina contemporánea. En todo caso, las contradicciones “izquierdistas”, como se demostró en Chile, crearon serios conflictos con el gobierno de Salvador Allende. La dictadura terrorista de Augusto Pinochet liquidó a todos.
El derrumbe del socialismo en la URSS y los países de Europa del Este, afectó a los partidos marxistas latinoamericanos, al propio marxismo y a los sueños por el derrumbe del capitalismo a favor del camino socialista. Las socialdemocracias y las democracias-cristianas abandonaron cualquier “socialismo” y se volcaron a la derecha simple y pura. Sin embargo, con los inicios del nuevo milenio y el desarrollo del primer ciclo de gobiernos progresistas (comenzó con Hugo Chávez y su adhesión al “socialismo del siglo XXI”), se recobraron las esperanzas por el cambio del sistema capitalista y volvió a recobrar fuerza el ideal del socialismo, lo que ha provocado, al mismo tiempo, la férrea convergencia de las derechas económicas, políticas y mediáticas para defender sus intereses privados y evitar, por todos los medios, cualquier retorno de gobiernos de izquierda, progresistas, “populistas” o “socialistas”, como lo dicen abiertamente, contando, además, con el apoyo internacional de las geoestrategias imperialistas.
Hay varias condiciones renovadoras. Han surgido amplios sectores de nueva izquierda, progresistas y demócratas, incluso por el recambio generacional, de modo que los marxistas han pasado a formar parte del amplio espectro de las izquierdas y no su única y exclusiva representación, como sucediera en el pasado. Todos rechazan los modelos empresariales-neoliberales, que tanto daño han traído a la región y, además, se expresan críticamente frente al capitalismo. También hay una común identidad en fortalecer y utilizar los mecanismos de la democracia representativa, lo cual explica la creciente polarización con las derechas económicas y políticas que cada vez más cuestionan la misma democracia, pues pone en “peligro” su poder ya que las elecciones podrían desembocar en triunfos populares, como se demostró en Perú, con el respaldo que tuvo Pedro Castillo o en Bolivia, con el golpe de Estado contra Evo Morales, que instauró el gobierno de Jeanine Áñez. Los obreros no lucen más como el exclusivo agente revolucionario para una “dictadura del proletariado”, pues las clases trabajadoras se han diversificado ampliamente, el progreso técnico acelera nuevas e inéditas formas de relación entre el capital y el trabajo, y la pandemia Covid ha obligado a redefinir las condiciones laborales. Además, en países como Bolivia y Ecuador las organizaciones indígenas han pasado a ocupar la vanguardia en los procesos de lucha social.
Si algo demostró el primer ciclo de gobiernos progresistas en América Latina (hoy vivimos el segundo ciclo en Argentina, México, Bolivia y posiblemente Perú) es que con la construcción de economías sociales se producen avances significativos en el mejoramiento de la calidad de la vida y del trabajo de la población, incluyendo la redistribución de la riqueza. Para el caso europeo, el reciente libro de Thomas Piketty ¡Viva el Socialismo! (2021), además de postular un socialismo participativo y democrático, demuestra, en forma contundente, que gracias a las economías sociales se logró una significativa reducción de las desigualdades, por el activo papel del Estado y el incremento de las inversiones públicas en educación, salud, seguridad social, medicina y vivienda.
En América Latina, propuestas como las de la CEPAL, se orientan por la edificación de economías sociales. Se trata, en definitiva, de superar las consignas empresariales-neoliberales y construir formas de bienestar colectivo. Se requiere que los Estados pasen a jugar un papel fundamental, garanticen bienes y servicios públicos, impongan fuertes impuestos a las capas ricas, redistribuyan la riqueza, respeten y fomenten derechos sociales, laborales, ambientales, femeninos y de todos los “sectores minoritarios”. Eso exige gobiernos con orientación popular. Y las economías sociales latinoamericanas constituyen un avance contra el dominio que han querido mantener burguesías con mentalidad oligárquica. De manera que en la actualidad la región vive una confrontación de largo plazo histórico entre dos modelos económicos (y las fuerzas sociales que los respaldan): el de las economías empresariales-neoliberales y el de las economías sociales, con gobiernos populares, que impulsan los roles activos del Estado sobre el capital. Pero estos proyectos no cambian el modo de producción capitalista y, por tanto, en última instancia, no son todavía socialistas. Sin embargo, resultan válidos para esa transición y posibilitan la integración y convergencia de las amplias y variadas fuerzas progresistas y democráticas de las izquierdas.