Una nueva figura de recambio político parece estar emergiendo en América latina: el golpe popular. Abdalá Bucaram en Ecuador en 1997, Raúl Cubas en Paraguay en 1999, Jamil Mahuad nuevamente en Ecuador en 2000, Fernando de la Rúa en la Argentina en 2001, Hugo Chávez en Venezuela en 2002, Gonzalo Sánchez de Losada en Bolivia […]
Una nueva figura de recambio político parece estar emergiendo en América latina: el golpe popular. Abdalá Bucaram en Ecuador en 1997, Raúl Cubas en Paraguay en 1999, Jamil Mahuad nuevamente en Ecuador en 2000, Fernando de la Rúa en la Argentina en 2001, Hugo Chávez en Venezuela en 2002, Gonzalo Sánchez de Losada en Bolivia en 2003, Jean Bertrand Aristide en Haití en 2004 y ahora Lucio Gutiérrez -el mismo que derrocara a Mahuad en 2000- por tercera vez en Ecuador…
Dejando de lado las obvias diferencias de orientación política de los cambios (de la derecha al centro en Ecuador I, de la mafia oviedista a la stronista en Paraguay, del centro a la izquierda en Ecuador II, del centroderecha a lo desconocido en la Argentina, del populismo de izquierda a la derecha en Venezuela, de la derecha al centro en Bolivia, del caos populista a la intervención internacional en Haití, y del centroderecha a quién sabe dónde en Ecuador III), surgen algunos patrones comunes: la movilización de masas como gestor de precipitación de los cambios, el rol clave de los actores parlamentarios y políticos como bisagras de articulación de aquellos cambios y, en algunos casos, el posicionamiento y grado de cohesión de las fuerzas represivas (ejército o fuerzas de seguridad) como ultima ratio que define la derrota (Venezuela) o el éxito (Ecuador I, II y III) del movimiento.
Primero, la movilización de masas. La gente en las calles otorga al levantamiento una legitimidad que los tanques en las calles difícilmente alcanzarían. Además, se trata de países cuyos ejércitos están muy poco predispuestos (después de agotadoras experiencias en el curso del siglo pasado, para no hablar del descrédito internacional y la falta de fondos que suelen derivarse de la práctica) al viejo golpe de Estado militar frontal y directo. Entonces, y frente a circunstancias que la oposición juzga insoportables o irremontables, la movilización callejera cumple la doble función de testear la fidelidad de las fuerzas represivas al presidente a derrocar y de facilitar la operación de los mecanismos constitucionales (o cuasi constitucionales) de que disponen los actores políticos «legales» para forzar lo que muchas veces se parece a un golpe de Estado parlamentario.
Por eso, en ningún caso el resultado es «que se vayan todos», sino más bien asegurar una recomposición del lugar en que se encuentra cada uno: si las movilizaciones son espontáneas, pierden fuerza después de algunos días de falta de dirección política; si no lo son, los gestores políticos del cambio activan los mecanismos necesarios para que la gente se vuelva satisfecha a casa. Esto no implica prejuzgar positiva o negativamente sobre los motivos de los gestores del cambio, porque la misma movilización de masas indica un grado objetivo de saturación de al menos parte de la población con el estado de cosas existente, y porque las situaciones son muy distintas: la Argentina era efectivamente ingobernable por De la Rúa en 2001, Venezuela no lo era bajo Chávez en 2002.
Mientras los políticos negocian sus porciones de poder bajo el futuro régimen, la movilización callejera confronta a unas fuerzas de represión que distan de ser monolíticas. Esta es una de las razones por las que los desenlaces de estas crisis no derivan necesariamente en una guerra civil. La guerra civil requiere un quiebre vertical de las fuerzas de represión (sean militares, policiales u otras), en que una parte del cuerpo de oficiales y de suboficiales se enfrenta a otra, cada una respaldada por un sector de la población, mientras la movilización popular confronta a las fuerzas represivas con la amenaza de su quiebre horizontal. Los soldados o policías movilizados para reprimir a la población en las calles no son fuerzas de elite desprendidas del resto de la sociedad: enfrente de ellas, y en la mira de sus fusiles, pueden encontrarse sus parientes, sus amigos, ya que ambos bandos suelen compartir sus orígenes de clase baja. Y si las fuerzas subalternas se niegan a reprimir, la cúpula corre el riesgo de convertirse en una cabeza sin cuerpo.
Entonces, el poder de la represión tiene un límite objetivo, que se mide según el grado de cohesión interna de las fuerzas y de representación y amplitud del movimiento social que tiene enfrente. Y el éxito o el fracaso de la sublevación depende de una compleja y sangrienta relación entre ambas líneas de tensión, cuya medición precisa, una vez que la batalla ha terminado y el polvo se ha asentado, suele medirse trágicamente por el número de muertos: 70 en Bolivia, 50 en Haití, una veintena en la Argentina, cuatro en Ecuador ayer.