A la vista de la dura crisis económica y política de la República del Ecuador iniciada el último año del pasado siglo, el fracaso de las políticas neoliberales [1] no sólo, y principalmente, para las capas sociales que, en tanto que mayoritarias, pueden identificarse con el conjunto de la nación, sino también para el desarrollo […]
A la vista de la dura crisis económica y política de la República del Ecuador iniciada el último año del pasado siglo, el fracaso de las políticas neoliberales [1] no sólo, y principalmente, para las capas sociales que, en tanto que mayoritarias, pueden identificarse con el conjunto de la nación, sino también para el desarrollo de una clase capitalista que encontraba serios límites a la reproducción ampliada de capital, era, a todas luces, un hecho evidente que podía traer consigo el desmoronamiento del Estado.
Como ocurrió en Occidente tras la Gran Depresión, y en especial después de la Segunda Guerra Mundial, la precaria situación del régimen requería, a fin de dotar nuevamente de estabilidad y legitimidad al mismo, de una regeneración democrática. Se inició, pues, un proceso constituyente orquestado -aunque con el agregado de cuantiosos movimientos sociales que se sumaron a lo que era un proyecto esperanzador- por unas elites que no tenían implicación directa con la delicuescencia de la nación, o que se habían opuesto a ésta [2]. Y desde la instauración de la nueva constitución que impulsó, Alianza País, el partido de gobierno, ha venido desarrollando políticas reguladoras e intervencionistas: ese fordismo [3] neokeynesiano que actúa como batuta de la Revolución Ciudadana, proceso por el cual se recogió y canalizó todo el descontento y arrebato popular (a pesar de que en Ecuador realmente no existió una seria amenaza revolucionaria debido a la insuficiencia organizativa e ideológica del tejido social) de los años previos a la Constitución de Montecristi para convertirlo en una expresión institucional e inofensiva.
¿Qué es socialdemocracia?
Dicho lo cual, cabe plantearse -siendo esta la cuestión sobre la que pretende versar el presente escrito- si la modernización del carácter burgués del Estado, definida en torno a afirmaciones de justicia social y participación ciudadana, arroja sobre Alianza País una suerte de significación socialdemócrata. Para ello deberíamos acotar el concepto de socialdemocracia, el cual poca relación mantiene con la noción prístina del mismo surgida a fines del Siglo XIX: tendencia política que mantiene un horizonte socialista que alcanzar mediante un cambio gradual de las instituciones, y a través de las instituciones, las cuales no deben transformarse radicalmente ya que constituyen la estructura de la cual servirse. Pero mientras que el socialcristianismo es una forma política cuya punta de lanza históricamente se ha situado en Latinoamérica, deberíamos acudir al Viejo continente para tomar conciencia de los postulados ideológicos que actualmente sostiene la socialdemocracia. Ahí vemos que todos los partidos autodenominados socialdemócratas, y miembros de la Internacional Socialista, ejecutan -o han ejecutado recientemente en el caso de haber reculado a la oposición- políticas económicas de índole neoliberal [4] que contribuyen a desmantelar el Estado del Bienestar, la que ha sido la gran apuesta de la socialdemocracia durante «los treinta gloriosos» para mitigar, y aparentemente suprimir, las contradicciones inherentes al vigente sistema productivo. Por lo que esta Tercera Vía, que debe entenderse desde una lectura gramsciana según la cual, lejos de conformar el ala derecha del movimiento obrero, supone el ala izquierda de la burguesía, ha virado tanto de sus orígenes que no puede sino concebirse como un armazón ideológico de la primacía que ha tenido la economía autista durante las últimas décadas [5]. Desprovista de tesis propias en materia económica, hoy la socialdemocracia debe entenderse únicamente como una opción electoral que, desde el buenismo y todas sus implicaciones relativas al ámbito de lo políticamente correcto [6], permita representar una apócrifa alternativa a la otra forma descarnada -y atribuida al segmento situado a la derecha del espectro político- de implementar las mismas políticas en cuestión económica y, de esta manera, perpetuar un mismo dictamen bajo la apariencia de una alternancia de disparidades. Se podría sintetizar que aquello planteado aquí es que la desfiguración de la socialdemocracia con respecto a sus orígenes ha sido de tal magnitud que en la actualidad ésta tan sólo debe concebirse como un sistema de creencias y valores que, no sólo no cuestiona, sino que a efectos prácticos secunda la organización neoliberal de la sociedad en base a las relaciones en las que los seres humanos se vinculan -o aíslan- entre sí como consecuencia de un modo específico de producción, distribución y utilidad de las riquezas.
A tenor de lo expuesto resulta evidente que las políticas ecuatorianas de economía mixta tutelada -que no planificada-, que asumen la nacionalización de las fuentes de riqueza cruciales con la que socializar la atención sanitaria, ofrecer educación gratuita y aumentar las retribuciones salariales, no mantienen relación alguna con la práctica socialdemócrata, más o menos subrepticia, en materia económica. La economía constituye el eje vertebral del ideario programático de cualquier proyecto político que aspire a ser algo más fáctico que un simple conato irresoluto. Y como proyecto posneoliberal que elabora, Alianza País desarrolla políticas de revival keynesiano que pretenden compatibilizar el consumo individual derivado de una mayor demanda agregada con el gasto social que la posibilita: el keynesianismo, a diferencia de las tesis desreguladoras que también han sido ejecutadas por la socialdemocracia contemporánea, parte del principio de que el acceso al consumo, a través de su facilitación gubernamental, es lo que permite el crecimiento económico, y no a la inversa.
No obstante, si bien aseveramos que -habiéndose fracturado la secular ligazón entre el modelo económico de mercado con fuerte estímulo público y la socialdemocracia- actualmente el keynesianismo se encuentra desvinculado de ésta, la incompatibilidad que les sería propia en aspectos económicos puede no ser tal en lo concomitante a una suerte de asimilación por parte de la gobernanza ecuatoriana de una narrativa socialdemócrata que engalanase sus políticas efectivas (a través de la cara amable, renovada y humanitaria del capitalismo, que en vano trata de reinventarlo desde la falta de audacia e imprecisión que conllevan los paradigmas jitanjáforas en los que se basa). Dicho de otro modo, puesto que el keynesianismo solamente hace referencia a una teoría económica y, por su parte, la socialdemocracia se ha convertido en un mero corpus ideológico vinculado al plano sociocultural cuya razón de ser estriba en legitimar o encubrir las políticas efectivas realizadas por los gobiernos de turno, no queda otra que concluir que la caracterización socialdemócrata del régimen ecuatoriano sólo podría esbozarse desde una vertiente superestructural por la cual promoviera las mismas concepciones mentales que en Occidente sostiene la corriente progresista de la implantación neoliberal [7].
Al polarizar falsamente el elenco de opciones parlamentarias a una alternativa restringida de posibilidades que normalmente se expresa a través de una disyuntiva binaria -esto es, bipartidista-, la socialdemocracia como discurso hegemonizante de una disidencia controlada e inocua de las relaciones sociales establecidas radica en el planteamiento de una crítica inerme al orden vigente mediante la construcción de una narrativa que acentúa las relaciones de dominación (intercambio desigual de poder en una relación política) por encima de las relaciones de explotación (intercambio desigual de valor en una relación económica), a sabiendas que aquello que da sentido a las relaciones de dominación es, principalmente, la voluntad por mantener unas determinadas relaciones de explotación: las segundas derivan de las primeras [8]. Pero si acordamos que sólo hay dominación en la medida que hay explotación, y la socialdemocracia principalmente atiende a las relaciones de dominación (los hombres sobre las mujeres en clave patriarcal, los oriundos sobre los extranjeros en clave xenófoba, los heterosexuales sobre los homosexuales en clave homofóbica, etc.), debemos aceptar que su propósito no es otro que el de preservar, por aparente descuido o subestimación, las relaciones de explotación que son intrínsecas a las de dominación. Es sobre este proceso que se logra desactivar el sujeto colectivo (la clase trabajadora en su conjunto [9]) capaz de revertir las relaciones de explotación al fragmentarlo en una miríada de colectivos, débiles por sí mismos, relativos a las relaciones de dominación, y sobre los que culturalmente se pone el foco de atención [10]. El gran relato (de la igualdad) capaz de avanzar se torna intertextualidad (de las identidades) como resultado de una deconstrucción postestructuralista que exige mirar atrás.
Alianza País
Dicho lo cual se debe afirmar de una vez por todas que la Revolución Ciudadana no es socialdemocracia, que las políticas keynesianas del gobierno ecuatoriano no se visten de verde lechuga ni avanzan en bicicleta. Por el contrario, la retórica nacional-popular sobre la que se asienta la forma ideológica que asume y promociona Alianza País es tanto de marcado carácter católico como, partiendo de un cartografía mental que abarca tradiciones más amplias, latinoamericano. Como si se tratase de una figura triangular en la que en el ápice superior se encontrase lo popular, los vértices de la base serían conformados, en una relación de influencia recíproca que sostuviese la forma social que da sentido a la ecuatorianidad, por lo católico y lo latino. Veamos, por consiguiente, como se expresan estas tres categorías que en estado de sinergia anteceden a la introducción de un cuarto concepto que necesariamente aparenta la síntesis de los elementos anteriores: el populismo [11]. Encontramos aquí que la intersección entre lo católico y lo latino establecería, como punto crucial, la composición de lo popular en la que debe invocarse el populismo.
Cierto es que la Constitución establece la laicidad del país, pero no por ello se debe subestimar la idiosincrasia católica de un gobierno que no quiere romper con el acervo religioso que perdura, y entre algunos sectores aún fervorosamente, en la mayor parte de la población. Siendo la defensa del acceso al aborto uno de los principios más asociados a las posturas socialdemócratas, el gobierno ecuatoriano se mantiene firme en la penalización de la interrupción del embarazo. De igual manera, Alianza País no saca a colación aspectos tales como el matrimonio homosexual, el cual no está legalmente permitido, o, por citar otra cuestión, la legalización de las drogas blandas. No existe una sobreconsideración hacia las familias monoparentales ni se promueve la adopción. No menos significativo resulta mencionar la prohibición sobre los locales de ocio nocturno de abrir, inclusive viernes y sábados, hasta más tarde de las tres de la madrugada: el domingo, como Dios manda, es un día para salir con la familia al parque o ver el fútbol por televisión, en el que la ley seca impide la venta y distribución de todo tipo de bebidas alcohólicas.
Asimismo, las capas populares de la población latinoamericana, cuyo temperamento ha sido históricamente influenciado por el catolicismo, encontraron en la divulgación de la literatura marxista la posibilidad de una emancipación material que, complementando -en un sincretismo sui generis- a la emancipación espiritual ofrecida por la Iglesia, diese una respuesta impostergable al sufrimiento en esta vida. Se trata de una latinidad de pronunciada índole popular que, conectando con el catolicismo a través de la corriente teológica de la liberación surgida tras la II Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, acaba confluyendo en posturas, o más prudente sería decir estéticas, revolucionarias [12]. Pero aparte de tener una expresión revolucionaria, por más vacía de contenido que se encuentre (pues, debiéramos notar, semejante expresión da nombre al proyecto modernizador del país: Revolución Ciudadana), el carácter popular y latino de la retórica del régimen también se manifiesta por medio de cierto atavismo procedente de los pueblos originarios (reflejándose ello en aspectos, aparentemente nimios pero ampliamente politizados, como la adopción de los colores de la wiphala en la simbología oficial o, incluso, la presencia de motivos ancestrales en la vestimenta del presidente de la República).
Tal cosa, aún cuando no se muestre como un volkgeist hegeliano, es también la expresión de un sentimiento de identidad nacional que alimenta cierto fervor patriótico (ya sea en el marco del Estado-nación como en el de la Patria Grande latinoamericana). De igual manera, el gamonalismo, como entramado de relaciones de dominación históricamente presente en las comarcas rurales de la región andina, también ha sido sublimado a formas gubernamentales que se formulan por medio de un personalismo con ciertos dejes bonapartistas (bastante se ha hablado del paternalismo autoritario de Rafael Correa) y formas clientelares de hacer política a través de la cooptación.
Recapitulando lo afirmado, cabría concluir que los postulados socialdemócratas entendidos como una sensibilidad fresca y progre en nombre de los derechos individuales situados en torno a la idea de benevolencia social no tienen cabida en un país que tiene sus propios vectores culturales de los que tomar un andamiaje legitimador de las políticas efectivas. Encontrados en una intersección estable, lo católico y lo latino en su vertiente andina dan señas de una manera de hacer política marcadamente populista que, lejos de ser presentada como una atribución necesariamente peyorativa, aúna la reafirmación de un sujeto colectivo transversal, en su tradición histórica y contexto geográfico -identidad andina, ecuatoriana y latina con las atribuciones católicas que ello implica-, con la voluntad por un tutelaje más o menos mesiánico -debido al papel central del liderazgo carismático que asume Rafael Correa- en pos de un progreso tecnológico y social -retórica revolucionaria-. La conformación de esa subjetividad compartida es el resultado de una paradójica combinación entre un cierto retorno romántico a la tradición de la tierra, por un lado, y una voluntad desarrollista y modernizante, por el otro.
Una vez caracterizada la estructura ideológica [13] del partido de gobierno del régimen, ya en un orden algo distinto de cosas, queda por ver a qué intereses responde la asunción de los postulados señalados. En ese sentido, no hará ningún bien ocultar el hecho más que presumible de que esta explicación sobre lo que se podría denominar como ideología sociocultural del régimen en realidad no explica nada más que la voluntad del mismo por asumir las percepciones, explicaciones y creencias de las distintas comunidades populares: en una aparente amalgama, Alianza País ha sabido, por tanto, recoger los significados compartidos de la mayoría de la población a fin de construir una narrativa destinada a la consolidación de una identidad política que le sea favorable y maleable, donde teóricamente se supera la conflictividad de clases en aras de un modelo de desarrollo en el que se presupone que todos ganan [14].
No importa cuán variados sean los rasgos característicos que toma la ofensiva ideológica de la Revolución Ciudadana, pues la interpelación que ésta realiza sobre la población encuentra respuesta en una identidad cristalizada en torno al proyecto de país, de Alianza País. Se trata, como no podría ser de otro modo, de una identidad sumamente amplia en la que concurren elementos ideológicos que en su procedencia no necesariamente son concomitantes entre sí. Tal y como ocurrió con el varguismo brasileiro y, posteriormente, el peronismo argentino, en el correísmo los atributos simbólicos de las distintas comunidades son fagocitados sobre la creación de una única sociedad de miscelánea nacionalidad en la que las distintas creencias y sensibilidades pasan a ser accesorias de un gobierno que, por fas o por nefas, no sólo las legitima, sino que se arroga su potestad. Tanto es así que, como una llamada a invertir el orden lógico de la secuencia, el sentir popular tiende, a fuer de esfuerzos de ingeniería social, a ser -sentirse a sí mismo- percibido como una creación de la jurisdicción gubernamental. Asumiendo el sentido común que a la población le es natural, armonizando lo multiformal y heterogéneo que hay en él, y dotándolo de cierto revestimiento institucional, el gobierno construye una subjetividad colectiva, conciencia social o sentir mayoritario capaz de ser articulado por la institucionalidad y canalizado a través de ésta. La retórica nacional-popular se convierte en el procedimiento para lograr una hegemonía cultural de corte unidimensional: los ciudadanos, permeables al crédito gubernamental, condicionan sus experiencias al poder que tiene el poder de transformarlas en reproducciones simbólicas de su movimiento y sus tendencias, lo cual delata la peligrosidad de la asimilación completa del pueblo por parte del Estado mediante la representación absoluta que aspira a ejercer del primero [15].
Alianza País, por tanto, en su discurso populista construye una mayoría nucleada alrededor de una miríada de atributos distintos que acaban por hacer que la noción de pueblo -históricamente vinculada a la población trabajadora que no participa de las cotas de bienestar de las capas privilegiadas- se diluya en aquel otro concepto, amplio en extensión pero reducido en precisión, llamado ciudadanía: por más resbaladiza que sea, o precisamente a causa de ello, semejante noción es potencialmente útil para la gobernanza en la medida que constituye una construcción inclusiva y aglutinante. Pero el precio de su éxito es la alienación: en la medida que el concepto de ciudadanía no supone ninguna identificación con la posición social del identificado en la organización colectiva de la sociedad, la identidad que de ella deriva es tan espuria como capciosa [16].
Notas:
[1] Abrir los mercados a la competencia extranjera, privatizar las empresas públicas, apartar al Estado de la provisión de servicios, reducir los déficits presupuestarios de la administración, orientar la economía hacia la exportación, flexibilizar el mercado de trabajo, suprimir las barreras a los movimientos de capital y flujos de beneficio, etcétera.
[2] Rafael Correa Delgado, abanderado del proceso y actual presidente de la República, fue ministro de Economía y Finanzas durante el gobierno de Alfredo Palacio (año 2005) pese a renunciar al cargo por negarse a aplicar las recetas económicas del FMI y el BM al considerarlas un saqueo antipatriota.
[3] El fordismo no debe entenderse únicamente como un modo de producción en cadena de un producto estandarizado a través de una única estructura de montaje en línea a partir del aumento de la división del trabajo y un profundo control de los tiempos de producción a fin de ahorrar costos y de prescindir de un saber socialmente acumulado. En este contexto, la referencia al fordismo como noción económica alude a un aumento generalizado del salario directo-moneda que permita que la separación entre el espacio de producción y el de consumo se difumine de tal manera que éste último también se desarrolle en masa y, por tanto, las rentas del trabajo regresen ipso facto a conformar rentas del capital: para el empleado la muerte en el trabajo debe ser revertida a través de la resurrección del consumo.
[4] Sin excepción alguna: PSOE, PS portugués, PS francés, Partido Laborista británico, SPD alemán, PASOK griego, etcétera.
[5] Si bien fue a finales de los años setenta, y en especial por medio de los gobiernos de Thatcher y Reagan, que se extendieron los postulados de los Chicago boys, el Chile pinochetista fue, en calidad de laboratorio, la primera avanzadilla de las políticas neoliberales. Para la década de los noventa, el dogma de la ortodoxia neoclásica resultaba tan omnímodo que parecía que ningún think tank pudiese plantear alternativa: incluso el ANC sudafricano implantó políticas neoliberales tras su primera victoria electoral.
[6] Como el multiculturalismo, el ecologismo, el pluralismo, la tolerancia, la discriminación positiva, la inclusión social y demás planteamientos que, cuando no parten directamente de una argucia discursiva reaccionaria, suelen caer involuntariamente en ella. Aunque no es el propósito del presente escrito detenerse en tales nociones, sería del todo punto interesante tratar acerca de las implicaciones sociopolíticas que emanan de las mismas, allende las concepciones someramente imperantes y a la luz de un análisis empírico de la ingeniería social promovida por la gobernanza socialdemócrata.
[7] En oposición a la mera acepción ideológica atribuida en este análisis, cabe decir que, históricamente, la socialdemocracia ha constituido un concepto político, esto es una forma determinada de entender la sociedad sin por ello exceptuar las relaciones económicas inherentes a la misma.
[8] A modo de ejemplo cabría señalar que en la enjundia del colonialismo como fenómeno político no se hallaba sino en la voluntad por controlar y explotar económicamente (mediante la mano de obra barata o semi-esclava, el expolio o usufructo de las materias primas y recursos naturales, y, no menos importante, las oportunidades de inversión) los territorios colonizados.
[9] Marx dice que la revolución la hará el proletariado porque éste no tiene nada que perder; pero parece más acertado suponer que en las economías desarrolladas, o en desarrollo, ésta no puede ser hecha sino es con el apoyo de aquellos que, teniendo algo que perder, no están dispuestos a perderlo. De ahí la preocupación de los gobiernos por los estratos medios (la llamada clase media) que, por otra parte, está mayoritariamente integrada por asalariados, la actualización del proletariado al que aludía Marx.
[10] Las masas se convierten en multitudes disgregadas en pos de reivindicaciones parceladas: divorciadas, discapacitados, aborígenes, inmigrantes, transexuales, etc. Mientras que las relaciones de dominación, que afectan a minorías y sectores históricamente discriminados, no son necesariamente antagónicas, las relaciones de explotación, relativas a la apropiación individual del valor socialmente producido, sí lo son. También es cierto que la diferencia de clase social, fundada en una relación de explotación, no es necesariamente una clasificación exhaustiva; es decir, no todos los seres humanos son claramente explotados o explotadores, aún siendo obvio que mantienen una relación de dependencia, vinculación o solidaridad con unos u otros, de lo que deriva la clasificación, en este caso relativa a la dominación, que separa a los integrantes de una sociedad entre opresores y oprimidos, entre aquellos que impiden la valorización de otros y aquellos cuya valorización es impedida, produzcan o no valor, sufran la apropiación de plusvalor o no.
[11] El populismo no es una ideología en sí misma, sino una forma de construir política a partir del consenso de las bases mayoritarias de la población. Conforme a su acepción latinoamericana, el populismo se ha erigido como la capacidad de encontrar en ciertos elementos que son aglutinantes la oportunidad por crear una identidad colectiva capaz de movilizar o secundar una transformación nacional y/o estructural, esto es crear proselitismo en torno a un proyecto renovado de país.
[12] Usuales son las apelaciones de Rafael Correa a un icono de la modernidad crítica como el Che, al tiempo que el mandatario no esconde su profunda admiración por Fidel. Como contraste a ello, el desiderátum de la socialdemocracia podría parodiarse como un trasunto del EuroMayDay, una iniciativa de reivindicación política (o difusión mediática) contra la precariedad promovida por una red de colectivos minoritarios y discriminados que pretende renovar (o substituir) el 1ro de Mayo.
[13] En el sentido lato -y no únicamente político- de valores (lo verdadero, lo bello y lo justo) sobre los cuales se establece una particular constelación de ideas y sentimientos.
[14] Pero las limitaciones internas de la Revolución Ciudadana son las propias de cualquier reforma en el orden capitalista como pretensión por la disminución de sus excesos. Secuestrado por la gobernanza y asociado a su proyecto neodesarrollista, el término revolución tiende a esterilizarse; lo cual acarreará un grave vacío conceptual en el momento de presentar un programa de contra-modelo al regreso de la larga noche neoliberal que podría darse cuando la tasa de ganancia de la burguesía nacional, después de estancarse, disminuya de forma ostensible.
[15] Lo que en su forma más severa -propia del fascismo- supone la construcción de un estructura estatal corporativista indistinguible de la noción de pueblo. Si el Estado es lo mismo que la sociedad el totalitarismo está servido: fue Mussolini quien dijo aquello de todo en el Estado, todo para el Estado, nada fuera del Estado, nada contra el Estado.
[16] Habida cuenta que la ciudadanía es la facultad por la cual una persona adquiere derechos y obligaciones inalienables a su persona bajo el principio formal de igualdad con respecto a sus conciudadanos, la ciudanía pasa a ser un concepto vivido apolíticamente, sin carácter particular. No en vano, la facilidad en devenir hegemónico radica en su atribución interclasista y, por ello, su capacidad por acontecer universal. Y, claro es, puesto que lo es todo, ser ciudadano ya no significa nada. Por el contrario, las identidades políticas son intrínsecamente conflictivas y agonistas entre sí, pues construyen un nosotros a partir de la contraposición con respecto a un ellos.
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