Si hubo un punto preciso de inflexión en la tendencia mayoritaria de apoyo popular al gobierno de Rafael Correa, es probable que haya ocurrido a inicios de 2015. Ese fue el momento en el que la economía ecuatoriana pasó a evidenciar los impactos derivados de la caída de los commodities y el fin de la […]
Si hubo un punto preciso de inflexión en la tendencia mayoritaria de apoyo popular al gobierno de Rafael Correa, es probable que haya ocurrido a inicios de 2015. Ese fue el momento en el que la economía ecuatoriana pasó a evidenciar los impactos derivados de la caída de los commodities y el fin de la «década dorada» latinoamericana.
El correísmo no es más que la expresión política de la profunda transformación emprendida por el capitalismo ecuatoriano en los momentos posteriores a la crisis financiera que vivió el país en 1999. Es decir, cuando un sector del capital nacional, transversalizado por los capitales regionales, pasa a entender mejor sus posibilidades de negocios propiciando un mayor nivel de consumo interno mediante la incorporación de sectores populares al mercado. Todo ello en el marco de una importante disputa de poder con las viejas oligarquías que dominaban las exportaciones agrícolas, el viejo modelo de agronegocio no tecnificado.
Superar la inestabilidad política que ha caracterizado el reciente pasado ecuatoriano significó repartir más en momentos de bonanza económica, buscando garantizar las condiciones de acumulación a largo plazo de los sectores del capital emergente. Al fin y al cabo, el fenómeno correísta no deja de ser algo parecido a lo que significó el keynesianismo respecto del fordismo durante gran parte del siglo pasado en Estados Unidos y Europa.
Sin embargo, los ciclos políticos vienen determinados por los ciclos económicos, y esta realidad determina el fin de un consenso político, social y económico implementado con el triunfo del Movimiento Alianza Pais (Patria Altiva y Soberana) en las elecciones de 2006, e institucionalizado en la Constitución de 2008.
El reflujo económico que vive Ecuador viene a desnudar un modelo de desarrollo que, al igual que otros tantos aplicados en la región, muestra presto sus límites una vez acabado el período de bonanza. En estas condiciones, no tardará mucho el momento en que el oficialismo, bajo sus propias lógicas internas, busque con análisis simplistas a los responsables de su deterioro. En el fondo da igual, dado que en la práctica la transformación que vive el Estado durante la era correísta no es más que el fruto de las necesidades del nuevo mercado ecuatoriano.
Es un hecho que a pesar del proceso de tardo-modernización capitalista impulsado desde la planificación estatal se ha reprimarizado la economía nacional, lo que agudizó la dependencia respecto del mercado internacional de crudo. Las exportaciones de bienes procesados no petroleros, que en 2006 significaban para Ecuador un 4,9 por ciento del Pbi nacional, en 2014 descendieron al 3,9, lo cual evidencia lo banal del discurso gubernamental con respecto al cambio de matriz productiva y la transformación del régimen de acumulación económica heredado de la época neoliberal.
Gran parte de los logros económicos y sociales se han sostenido gracias a los elevados ingresos derivados de la exportación petrolera durante estos últimos ocho años (57.000 millones de dólares, descontados los costos de los combustibles importados), motivo por el cual pasan ahora a estar en riesgo. Sin dejar de reconocer que durante este gobierno la pobreza, medida por el ingreso (2,63 dólares diarios, usando la línea de pobreza nacional), disminuyó del 37,6 en 2006 al 22,5 por ciento en 2014, ya comienzan a aparecer los primeros datos económicos que reflejan el fin de ciclo. Según el Instituto Nacional de Estadísticas y Censos, la pobreza nacional habría aumentado entre junio de 2013 y junio de 2014 en casi un punto porcentual, y estamos a la espera de ver datos peores en el presente año; el empleo precario subió entre marzo del pasado año y el de éste en más de un punto y medio, y la evolución positiva del coeficiente de Gini (indicador de desigualdad), de lo cual se ha vanagloriado el régimen durante estos años, está estancada desde 2013.
Sin plata no hay pasión
i bien el régimen ha disfrutado de altas tasas de popularidad hasta hace relativamente poco tiempo, el deterioro económico conlleva a su vez el deterioro de la hegemonía ética y cultural, es decir, del consenso formado a partir de la Constitución de 2008. Desde el año pasado se está incrementando aceleradamente la percepción de corrupción generalizada en el país y la presidencia ha perdido credibilidad, mientras se pone cada vez más de manifiesto un descontento generalizado respecto de la situación de la economía nacional y su influencia negativa en la capacidad adquisitiva de la población.
El discurso oficialista, basado en una estrategia que tiene mucho que ver con aquello que Orwell definiese como un sistema casi perfecto de «doble pensamiento», y enfocado al descrédito de todo cuestionamiento crítico y al control sobre las definiciones de la realidad, pasó, en una coyuntura de incremento cada vez mayor de la conflictividad social, a redefinir términos e invertir valores. Lo que en el pasado fue heroísmo revolucionario ahora es terrorismo; la movilización social se transformó en sedición; y la disidencia política, en anarquismo y traición. Sin embargo, la realidad es -según demuestran las encuestas- que no sólo son las elites burguesas las que manifiestan su disconformidad, sino también gran parte del 43 por ciento de población vulnerable (con ingresos entre cuatro y diez dólares diarios, según la Cepal).
El correísmo pasó de ser una alternativa a la vieja y deslegitimada partidocracia a convertirse en el paradigma de la modernizada partidocracia del siglo XXI. Para los jóvenes ecuatorianos, según indican diversos estudios demoscópicos, todo el espectro político nacional son «astillas del mismo palo».
Oposiciones
No fue la intención de construir un «capitalismo moderno» -según la terminología implementada por el propio mandatario en estos últimos días- lo que motivó las resistencias al neoliberalismo en los momentos anteriores a su llegada al poder. Es más, el propio presidente ha definido en innumerables ocasiones al «ecologismo y el izquierdismo infantil» como los principales enemigos de lo que se ha dado en llamar la «revolución ciudadana». Sin embargo, ha sido la incapacidad de esa misma izquierda a la hora de generar diagnósticos reales de lo que ha venido sucediendo durante los últimos años lo que ha permitido el auspicio e inicial consolidación del fenómeno correísta.
Las movilizaciones populares que han venido siendo encabezadas hasta hace muy poco por los sindicatos independientes y la Confederación de Nacionalidades Indígenas (Conaie), desde la llegada del reflujo económico están pasando a ser hegemonizadas por la derecha, que comienza a reposicionarse en el tablero político. La izquierda política y social aún no manifiesta condiciones para generar alternativas al modelo implementado por el neopopulismo correísta. Su discurso crítico se limitó a marcar las contradicciones existentes entre el discurso y la praxis oficialista: revolución, socialismo, poder popular o gobierno de los trabajadores versus aumento de los beneficios empresariales, incremento de los grupos nacionales de capital con la incorporación del capital emergente, agudización de la explotación laboral, control y criminalización de la protesta social. Los sectores políticos más progresistas ni siquiera cuentan hoy con organizaciones políticas capaces de disputar en términos hegemónicos el liderazgo poscorreísta.
Sin embargo, en una coyuntura enmarcada por la quiebra del concepto gramsciano de hegemonía ideológica y dominio social correísta, son los sectores conservadores los que mejor han entendido que la política electoral consiste en agudizar las contradicciones del oponente. Para ello han aprovechado el descontento ante las nuevas medidas implementadas desde el gobierno, que buscan el refinanciamiento del Estado, pasando a protagonizar la resistencia ante dos de las propuestas más redistributivas que el régimen ha planteado en los últimos años: el incremento de impuestos a la plusvalía de los bienes inmuebles y a las herencias.
Si bien el inicio del declive oficialista puede datarse en las elecciones seccionales de febrero del pasado año, cuando perdió un tercio de su electorado, su colofón ha tenido lugar frente a las movilizaciones de junio -se habla de medio millón de personas movilizadas en todo el país-, lo cual culminó con la retirada por parte del gobierno de sus propuestas de reforma fiscal.
En la práctica, el oficialismo puso en evidencia que, más allá de su permanente conflicto con las organizaciones populares, sus debilidades se perciben más claramente cuando los sectores conservadores se movilizan. La visita del papa Francisco, esta semana, que pretendía ser utilizada como un acto de respaldo a Rafael Correa ante un supuesto y estratégicamente inventado golpe de Estado, terminó teniendo un efecto negativo para la imagen presidencial. Los principales medios de comunicación internacionales se encargaron de posicionar mediáticamente, y con especial ahínco, las rechiflas recibidas por el mandatario mientras acompañaba al líder religioso.
Está por verse el desenlace de esta trama: el liderazgo en filas conservadoras está en disputa, y las condiciones en que llegarán a los comicios presidenciales y legislativos de 2017 dependerán de sus capacidades de entendimiento interno; queda también por ver cuál será la evolución del mercado global del crudo, así como la capacidad interna del correísmo para superar sus lógicas cartesianas del «conmigo o contra mí».
* Sociólogo y periodista. Director de la Fundación Alternativas Latinoamericanas de Desarrollo Humano y Estudios Antropológicos.