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Edward Jenner, la sensación de alivio y las reflexiones finales de Henning Mankell

Fuentes: El Viejo Topo

Lo que mejor recuerdo del tiempo que pasé en París fue que comprendí lo que significaba estar en lo más bajo de la sociedad. En mi caso, trabajador sin contrato, con ropa sajada, más de una vez hambriento. La gente identifica la pobreza sin problemas. Seguramente, por el miedo que les produce la idea de […]

Lo que mejor recuerdo del tiempo que pasé en París fue que comprendí lo que significaba estar en lo más bajo de la sociedad. En mi caso, trabajador sin contrato, con ropa sajada, más de una vez hambriento. La gente identifica la pobreza sin problemas. Seguramente, por el miedo que les produce la idea de verse en esta situación. Pero claro, yo sólo estaba de visita en ese mundo que Jack London describe en El alón de hierro. Yo siempre podía abandonar y volver a Suecia, retomar el instituto y estudiar latín hasta terminar el bachillerato. Sin embargo, no fue eso lo que hice. Incluso una visita limitada y momentánea a lo más hondo implica enfrentarse a una de las principales decisiones de la vida: ¿qué tipo de sociedad quiere uno contribuir a formar? Y esa pregunta ha marcado toda mi vida. Henning Mankell (2014)

A los devotos, ahora huérfanos, de Henning Mankell no nos ha extrañado en absoluto el humanismo crítico y rebelde, la hondura filosófica que en general subyace al que probablemente sea el último de sus libros: Arenas movedizas. Tampoco, desde luego, su densa e informada preocupación por el armamento atómico, la industria nuclear y los residuos radiactivos. Un ejemplo de esto último: «Para manipular los residuos nucleares hemos construido un palacio para el olvido. Lo que quedará después de nuestra civilización será, pues, olvido y silencio. Y un veneno escondido en las profundidades de una catedral excavada donde nunca podrá entrar la luz. Los primeros dioses a los que suplicó el hombre al principio de su historia estaban casi siempre ligados al sol. El mayor prodigio era, a la sazón, que el sol saliera otra vez cada mañana. En culturas que nunca tuvieron contacto entre sí existen por lo general relatos similares de cómo surgió el ser humano. En todos está presente el sol. Pero en esta civilización nuestra, que ha llegado más lejos que ninguna otra sociedad anterior, por avanzada que fuera, el último recuerdo que dejamos es sólo oscuridad». Por la misma senda y con más claridad si cabe: «Es nuestro caso, no obstante, podemos decir que ya hemos decidido cuál será el recuerdo más claro de nuestra civilización No será Rubens. Ni Remblandt. Ni Rafael. Tampoco Shakespeare, Botticelli, Beethoven, Bach o los Beatles. Dejamos tras nosotros algo muy distinto. Cuando todas las manifestaciones de nuestra civilización hayan desaparecido, quedarán dos cosas: la nave espacial Voyager, en su eterno viaje por el espacio exterior, y los residuos nucleares en e corazón de la roca.» [el énfasis es nuestro] No esperábamos, decíamos, menos de él. Pero sí nos han sorprendido algunas reflexiones, filosóficamente más que interesantes, sobre algunos pasajes de la historia de la ciencia y, concretamente, sobre el descubrimiento de Jenner. Nosotros también hemos hablado del tema en nuestro libro sobre vacunas [1] editado por el Viejo Topo. Lo hemos hecho en estos términos: «La primera vacuna la obtuvo Edward Jenner (1749-1823) en Inglaterra a finales del siglo XVIII a partir de la viruela que padecían las vacas, la llamada «viruela vacuna» (de ahí el nombre con el que conocemos a estas preparaciones biológicas). Observando las pústulas que había en las ubres de esos animales, este médico inglés constató que las vaqueras que las ordeñaban no adquirían la enfermedad mientras que la población seguía sufriendo graves epidemias que mataban anualmente a millones de personas en el mundo». La aportación de Jenner, remarcamos en el texto, estuvo basada en observaciones empíricas. «No existía entonces el concepto de virus ni el de bacteria. Pensó y actuó a partir de una observación clínica. Jenner vio que las personas que ordeñaban las vacas presentaban pústulas parecidas a las de la viruela si bien nunca padecían la enfermedad o si la padecían se presentaba en ellas de forma muy atenuada. Se le ocurrió entonces, sin un gran fundamento teórico que le amparase, que inoculando líquido de las póstulas de esos animales a las personas podría probablemente llegarse a protegerlas, tal como él había observado que pasaba con las vaqueras. Y fue así, tal como él había conjeturado». Tras este audaz paso, la etapa siguiente fue la consolidación de la idea de que inoculando los «productos» (en aquella época se desconocía su definición) a una persona se podía prevenir la aparición de una enfermedad. «Mucho tiempo después pudo verse que las bacterias o virus se podían modificar de tal forma que resultasen inocuos, consiguiendo de este modo que el propio organismo produjera anticuerpos que previniesen de la infección». Un siglo después de Jenner, Pasteur, que no era propiamente un inmunólogo, desarrolló el suero contra la rabia junto a una serie de vacunas (ántrax, rabia,..). Fue entonces cuando surgió el gran momento creativo del conocimiento de los agentes causantes de las enfermedades infecciosas y el hallazgo de nuevas vacunas, la época de «los cazadores de microbios». Hasta aquí nosotros en el texto que hemos indicado. Mankell habla del tema en las páginas 220-223 de su libro [2]. NO vuelve sobre él. Lo hace a propósito de un tema aparentemente alejado, su explicación de la sensación de alivio. «La sensación de alivio ha estado presente toda mi vida y ha sido como mínimo tan importante como la de la alegría. Cada vez que he estrenado una obra de teatro que ha tenido una acogida razonablemente buena he sentido, ante todo, alivio. La alegría y quizá incluso un punto de orgullo han sido menos importantes y, sobre todo, han pasado enseguida». Mankell recuerda que los días que salían recensiones de un nuevo libro, de su nueva obra, podían resultar una tortura. «S la cosa va más o menos bien, aparece otra vez el alivio. Si no va tan be, me afecta durante unos días, hasta que se me pasa el malestar. Y, entonces, al final, también en esos casos me embarga el alivio». Sin cambiar propiamente de tema nos traslada a otras coordenadas de creación y hallazgo: «Quien debió de sentir un alivio infinito en 1797 fue el médico rural, Edward Jenner, que ejercía en el condado de Gloucester, en Inglaterra. Hay un retrato en el que podemos ver su cara. Tiene los labios carnosos, los ojos claros y abiertos, la nariz grande. Hay algo convincente en ese semblante. Parece lleno de confianza de sí mismo». El retrato, recuerda Mankell, es de 1797, después de experimentar el alivio decisivo de su vida a la edad de 47 años. El descubrimiento de la vacunas y el alivio al que alude nos lo cuenta en los siguientes términos: «Jenner nació en Berkeley, el lugar en el que luego ejercería toda su vida. Había sido ayudante de un médico de la zona y cursó estudios de medicina en Londres. A la edad de 23 años y con el título bajo e brazo, regresó a su pueblo donde su padre era pastor». Berkeley era el campo en aquellos años. Jenner conoció en su consulta a todo tipo de personas nos recuerda el autor de El Chino. La mayoría eran campesinos y campesinas que trabajaban la tierra y cuidaban el ganado. «Aprendía a reconocer sus enfermedades, pero también escuchaba lo que ellos sabían sobre por qué afectaban a algunos y a otros no». Un relato le quedó grabado en su memoria, el que decía que las ordeñadoras, por lo general mujeres muy jóvenes, que habían sufrido la viruela bovina no contraían la viruela, que era entonces mortal. Jenner reflexionó al respecto y terminó intuyendo, conjeturando, lo que podía haber detrás. Pero, pregunta Mankell, «se atrevería a comprobar aquello de lo que cada vez estaba más convencido? ¿Qué pasaría si se equivocaba?» Pues que pondría en peligro la vida de una persona, «sólo con una persona podía hacer las pruebas». Tenía que ser un niño además: «eran ellos los más afectados por las recurrentes epidemias de viruela». En 1796 hizo el experimento crucial. Con un niño de ocho años que se llamaba James Phipps. Infectó, cuenta Mankell, «al pequeño inyectándole en una brazo pus de la viruela bovina. Más adelante, cuando el niño se vio expuesto al contagio de la viruela, resultó que era inmune». Irrumpe entonces la sensación de alivio a la que antes aludía. Mankell conjetura plausiblemente que al ver que el niño no enfermaba ni moría «Jenner debió de experimentar una sensación de alivio absoluto. Estaba en lo cierto. Y se había atrevido a hacer aquel primer intento vacunando al niño». «Atrevido» es palabra adecuada. Un nuevo Mankell, el epistemólogo esta vez, irrumpe en escena. Jenner, señala, vivió lo que Schopenhauer llamaría después los tres estadios de la verdad. «Primero se burlaron de él, luego le pusieron todas las trabajas posibles y, al final, terminaron por considerar aquella verdad como una obviedad». No es aún seguro, dos siglos más tarde, que ese considerar «aquella verdad como obviedad» tenga para nosotros una carácter universal aunque sí muy general. Mankell recuerda las primeras críticas a la vacunación a las que también nosotros hemos hecho referencia. «En un dibujo satírico de principios del siglo XIX vemos a una serie de personas cuya cabeza se ha transformado en la cabeza de una vaca después de haber recibido la vacuna de Jenner, que usó por primera vez el término vaccination (del vocablo latino vacca, vaca)» (en su esquema, el primer momento de la reflexión del autor de El mundo como voluntad y representación). En 1797, el año al que antes hemos aludido, Jenner envió un informe del caso del niño Phipps a la Royal Society. Lo desestimaron «y le dijeron que las pruebas aportadas eran insuficientes». En su esquema, el segundo momento de la observación de Schopenhauer. Jenner continuó, no se dio por vencido. Experimentó otra vez. Con su propio hijo que apenas tenía un año de edad cuando lo infectó con la viruela bovina. Al año siguiente, en 1798, Jenner volvió a la Royal Society con sus resultados. «Sus investigaciones y sus ensayos revolucionarios tardarían aún cierto tiempo en penetrar el muro de prejuicios y dudas». Al final, señala un Mankell un pelín optimista, era imposible seguir negando que la vacunación podía salvar muchas vidas (aunque en nuestro hoy algunos voces más que minoritarias lo siguen negando). La verdad había vencido finalmente. «Una vez más, debió de sentir un gran alivio». Jenner terminó dedicando su vida a estudiar las enormes posibilidades de las vacunas y los riesgos que podían conllevar (como cualquier acción médica). Era un médico responsable. Falleció el descubridor de la vacuna bovina, apoyándose en conocimientos empíricos de campesinas y campesinos, en 1823. Mankell finaliza su narración con las siguientes palabras: «Me figuro que, de vez en cuando, se veía con James Phipps, o al menos pensaba en él: la primera persona a la que le dio la posibilidad de vivir en lugar de morir de viruela. El alivio es una de las sensaciones más fuertes que podemos experimentar». Seguramente. Mankell nos supera. Su narración, como ha quedado demostrado, es mucho mejor que la nuestra y con más registros. No sólo nos supera sino que, una vez más, nos deslumbra. Dicho sea todo en la memoria y honor de un escritor, de un intelectual imprescindible.

Notas: [1] ERF y SLA, Vacunas, sí o no?, Barcelona, El Viejo Topo, 2015, pp. 35-42 [2] Henning Mankell, Arenas movedizas, Barcelona, Tusquets, 2015, pp. 220-223 (traducción de Carmen Montes Cano).