La Oficina de Asuntos Consulares de los Estados Unidos, órgano del Departamento de Estado, advertía en estos días a los afroamericanos interesados en viajar al estado español sobre los prejuicios racistas de su policía y las posibilidades de ser arrestados. De que así es, y no sólo con afroamericanos sino con cualquier persona cuyos rasgos […]
La Oficina de Asuntos Consulares de los Estados Unidos, órgano del Departamento de Estado, advertía en estos días a los afroamericanos interesados en viajar al estado español sobre los prejuicios racistas de su policía y las posibilidades de ser arrestados.
De que así es, y no sólo con afroamericanos sino con cualquier persona cuyos rasgos lo relacionen con el llamado tercer mundo, hay suficientes constancias en los medios como para abundar en ellas. Tampoco los prejuicios son un exclusivo rasgo de las distintas policías españolas. Esos prejuicios se extienden a toda la sociedad española comenzando por aquella que se ocupa de administrar el Estado. Y tampoco los mentados prejuicios raciales son peculiar patrimonio del Estado español. Europa y los Estados Unidos hace muchos años que se han doctorado en el tema con matrícula de honor.
Ni siquiera es necesario para confirmarlo viajar a Europa o a los Estados Unidos. Ya el intento por obtener el correspondiente visado que haga posible el casi siempre imposible viaje pone de manifiesto esos prejuicios en toda su crudeza. Y para advertirlo basta darse una vuelta por las embajadas europeas o la estadounidense en las capitales americanas, africanas o asiáticas. Centenares de personas pernoctando en la calle, a las puertas de los consulados, como si fueran ganado, para no ser recibidas, para tener que volver al día siguiente, para saber que aún les quedan datos que rellenar, cuentas bancarias que prueben su solvencia, títulos que presentar, motivos que convenzan, cartas que certifiquen, referencias que demuestren… Un día sí y otro también, a la intemperie, haga calor o frío, debajo del agua, como parias, «buscando visa para un sueño».
Los poco afortunados volverán a repetir el calvario cuando lleguen a los aeropuertos de destino en Europa o Estados Unidos. En muchos casos para acabar, como la abuela argentina de 88 años, Ada Ghiara de Rodríguez, que fue deportada a Argentina desde el mismo aeropuerto madrileño de Barajas y a la que ni siquiera permitieron ver a su familia española que la esperaba en el aeropuerto, residente en Málaga, a la que visitaba desde hacía 30 años. Acompañada de su hija, abogada argentina, solicitaron una silla de ruedas para poder desplazarse por el aeropuerto. Un funcionario les pidió entonces que le enseñaran los pasajes de avión y el dinero que tenían para comprobar si cumplían con el Código de Fronteras que estipula un tiempo máximo de medio año de permanencia y 63 euros diarios como manutención. «Yo iba a pasar cinco meses y mi hija uno. Llevábamos casi tres mil euros, más tarjetas de crédito y le explicamos que íbamos a vivir en casas de familia y por lo tanto no íbamos a gastar en hotel», indicó la anciana. «El policía no me dejaba hablar y me dijo: Si usted viene hace 30 años a España a ver a sus hijos, pues entonces ha vivido 15 años acá y representó gastos para el fisco español. Después se fue. Nos trataron peor que a delincuentes y en siete horas ni siquiera nos dieron un vaso de agua».
En los mismos días y en el mismo aeropuerto, otra abuela argentina de 72 años que llegaba al Estado español a visitar a su hija y sus nietos, fue detenida y deportada horas más tarde porque la carta de recomendación que tenía en su poder no servía. Durante tres horas, Luisa Ormeño fue detenida en una habitación, completamente aislada, sin comida y sin permitirle tomar la medicación que requiere por padecer problemas cardíacos.
Si estos dos patéticos casos han sido recogidos por algunos medios de comunicación españoles, que no la mayoría, sólo se debe a la condición nonagenaria de las dos mujeres, blancas y de habla española, hijas al fin de la llamada «madre patria». Hay que imaginar qué es lo que pasa con quienes ni comparten el idioma ni el color de la piel.
Y para quienes logren, finalmente, salir indemnes de los aeropuertos, la calle también se convierte en un nuevo riesgo que afrontar y en el que seguir acreditando todos sus derechos y documentos a exigencias del primer policía al que infundan sospechas un «sudaca de mierda» o un «puto negro».
Todo ello mientras ciudadanos estadounidenses y europeos pueden viajar a Argentina, al Caribe, o a cualquier exótico destino, sea para refugiarse como delincuentes o para hacer turismo, sin prácticamente documentación alguna. En ocasiones, hasta sin pasaporte. Y con derecho a indignarse si, llegado el caso, consideran que han sido irrespetados sus augustos derechos, como ocurriera con el ex vicepresidente y ex consejero de Justicia e Interior en la comunidad de Madrid, Alfredo Prada, del Partido Popular, que hace dos años fue retenido unas horas en el aeropuerto brasileño de Sao Paulo, por amenazar y mostrarse violento con un funcionario que pretendió requisarle un bote de espuma de afeitar que, por sus características, contravenía los procedimientos exigidos por la legislación brasileña para permitir su embarque, como guardar el recipiente con el líquido en una bolsa de plástico transparente. El político español, lejos de atender el pedido del funcionario, trató de cerrar su bulto dando por terminada la discusión, en actitud desafiante e irrespetuosa, lo que provocó que interviniera la policía.
Que la advertencia de la Oficina de Asuntos Consulares estadounidense está cargada de razón es más que evidente, pero se queda corta, muy corta. Por los mismos y por más graves motivos bien podía haber advertido a la población afroamericana, a cualquier otra, del peligro de viajar a Arizona. Claro que Arizona queda demasiado cerca del Departamento de Estado.