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Lenguaje y poder

El agente doble de nuestro descontento

Fuentes: Minerva

Belén Gopegui es una de las voces más sólidas e innovadoras de la narrativa española reciente. Desde su primera novela, La escala de los mapas (1993), su escritura se ha caracterizado por una negativa tajante a acomodarse en los territorios literarios más transitados. En ese sentido, ha indagado en las posibilidades de transformación política emancipadora como un terreno fructífero para la experimentación literaria. Su novela La conquista del aire fue llevada al cine con el título de Las razones de mis amigos, y la propia Gopegui ha sido guionista de las películas La suerte dormida, junto con Ángeles González-Sinde, y El principio de Arquímedes. Reproducimos a continuación la conferencia de Belén Gopegui en el Festival Eñe -donde intervino adoptando el papel ficticio de un escritor llamado Jaime Puertonuevo.

Texto leído por el presentador: Buenos días. Me corresponde presentarles al escritor Jaime Puertonuevo. Discípulo de Clifford Geertz, convencido de que la cultura no es más que el conjunto de relatos que nos contamos sobre nosotros mismos, hoy le tenemos aquí en su doble condición de escritor y de profesor de estudios culturales. Desde hace dos años, Puertonuevo imparte un curso de doctorado en la Unknown University que ha alcanzado gran predicamento: «Saber sobre el no decir». «Todos», ha escrito Puertonuevo, «parecen saber acerca de lo que las personas dicen o cómo lo hacen, pero yo sé que nos están cercando. Los que callan. Y aunque me moleste reconocer que el genérico a veces es insuficiente, admitamos que dentro de ese ‘los’ habita un ‘las’ de dimensiones inquietantes». Creado en 2001, Jaime Puertonuevo es autor de un ensayo, algunas obras de netart y metaversos, dos piezas dramáticas y las novelas La escala de tu mapa, Tocar esa canción, La conquista del viento, Lo verdadero, El lado ardiente de tu cara, El hijo de Ana Karenina, Deseo de ser ella, todos ellos publicados en una misma editorial catalana, así como de su novela más reciente, Acceso indebido, con la que indebidamente entró en la red de la editorial internacional RandomHouseMondadori. Los suplementos le adoran, es un habitual de las listas de libros más vendidos, ha obtenido numerosos premios comerciales, ha rebasado la cifra mágica de los cien mil seguidores en Twitter, por lo que bien puede calificarse su trayectoria, tal como figura en el programa, de éxito más que relativo. Les dejo ya con sus palabras.

Buenos días. Gracias al Festival Eñe por acogerme, gracias al presentador por sus palabras. Ustedes se preguntarán por qué desde la situación privilegiada en que me encuentro he querido adentrarme en una materia con tan poco brillo: el no-decir. Verán, no siempre estuve en donde estoy ahora. Mis quince años fueron un calvario de granos y rencor social. La clase media me quedaba muy lejos, un cierto don para la palabra y el razonamiento lógico fue lo único que me permitió alejarme de mi entorno mediante becas y premios extraordinarios. De manera que aun siendo un varón, cuando a los dieciséis años leí Las amistades peligrosas, no pude por menos de agradecer a la marquesa de Merteuil que me ofreciera un programa de acción, y seguí sus consejos punto por punto, ¿los recuerdan?: «Mientras que se me creía aturdido o distraído, yo, escuchando, la verdad, muy poco los discursos que se me dirigían, ponía gran cuidado en oír los que se me querían ocultar. Obligado muchas veces a esconder los objetos de mi atención a los ojos de los que me rodeaban, probé a guiar los míos según mi voluntad. (…) Animado con este primer triunfo, procuré reglar del mismo modo los diferentes movimientos de mi semblante. Si tenía algún pesar, estudiaba la manera de darme un aire de serenidad y aun de alegría (…) No contento con no dejar adivinar mis ideas, me divertía en presentarme bajo diversas formas; seguro de mis ademanes, ponía cuidado en mis palabras. (…) Sólo yo sabía mi modo de pensar, y no manifestaba sino el que me era útil. (…) Profundizando en mi corazón, he estudiado el de los demás. He visto que no hay nadie que no tenga un secreto que no quiere que se sepa» [1].

Fui, pues, el agente doble de nuestro descontento o, cuando menos, del mío propio. Me encontré entre quienes, careciendo de poder, no aceptan la sumisión y, sabiendo que el desequilibrio de las fuerzas en contienda les hará perder la batalla en campo abierto, se emboscan o se infiltran y esperan pero, he aquí el dato fundamental, sin dar a entender que están esperando.

Ahora no diría que tengo poder sino una más que moderada capacidad de influencia en asuntos, debo admitir, triviales, pongamos qué escritor será traducido, gracias a mi recomendación, al alemán, o incluso al inglés, o a ese idioma soñado por los escritores, el sueco, y me basta con chasquear los dedos para ser invitado a la radio o la televisión. ¿Pero eso es poder? No, no me engaño, aunque soy un escritor de éxito más que relativo, un tropiezo, una enemistad, un cambio en el signo de los tiempos y seré víctima del escarnio o aún peor, caeré en el olvido: mis creaciones, tanto como los chismes que hago circular, seguirían colgados en la red pero nadie los repetiría. Porque mantener la ventaja es cansado y no he acumulado el capital suficiente que me permita sentarme a ver crecer las rentas. Venía desde muy abajo, llegué a lo alto en un momento en que la industria editorial entraba en crisis.

¿Cómo empezó mi interés por el no-decir? Recuerdo que hace años, con motivo de la publicación en Holanda de uno de mis libros, me presentaron a quien entonces llamaban la gran dama de las letras neerlandesas: Hella Hasse. Reconozco que apenas le presté atención. Sin embargo, años después, me enteré casualmente de que esa autora, hoy muerta, había escrito la correspondencia imposible entre la marquesa de Merteuil, tuerta, picada de viruela, refugiada en Holanda, y una erudita del presente. La novela no ha sido traducida a ninguna de las lenguas que domino, de manera que nunca llegué a saber qué se decían esas dos mujeres. Pero encuentro en Hasse mi propio interés hacia la segunda fase de la vida de la Marquesa, la que comienza fuera del libro después de que el autor, obligado por la moral de su tiempo, cargue las tintas en el desenlace y la convierta en ladrona, con parche en el ojo, picada de viruela.

Para las pocas personas que no tengan presente la novela de Laclos ni las versiones cinematográficas, me estoy refiriendo a un libro donde el combate de poder e ingenio entre dos seductores y manipuladores, la marquesa de Merteuil y el vizconde de Valmont, termina con la muerte física en un duelo del Vizconde finalmente arrepentido, y con la muerte social de la Marquesa: arruinada, despreciada por su entorno y despojada de su belleza por la viruela: «La enfermedad le ha sacado lo de dentro hacia fuera y ahora su alma está en su cara», dice en la novela alguien hablando de ella [2]. Amigo escritor, ¿realmente pudiste caer tan bajo? Siempre he pensado que en realidad no caíste, ese final tan redondo, tan moral, tan simétrico, tan por debajo de tu genio fue un exceso en el que no creías. Echaste a la Marquesa a las fieras para que dejaran de temerla y con ese gesto le diste la libertad, evitándole una derrota mayor: pues su huida con robo nos permite deducir que, a diferencia de Valmont, ella no lamenta, ni pide perdón ni se arrepiente.

A quien vaya a decirme que Laclos fue un jacobino, que fue comisario del poder ejecutivo en el estado mayor de su ciudad, que murió siendo general del ejército revolucionario, le responderé que lo sé. Y en la misma medida sé que con sus amistades peligrosas Laclos disparaba contra la aristocracia. La Marquesa no es su aliada. La Marquesa y el Vizconde son sus enemigos, y sin embargo, a veces el juego es más amplio. A veces un enemigo es un aliado porque la batalla es una guerra y el enemigo inmediato no importa tanto como el adversario último que habremos de vencer. Laclos salvó a la Marquesa aun condenándola, Laclos le dio las armas y el futuro.

Como la Marquesa, yo también manipulo, soy un simulador. No me encuentro entre esos escritores llamados de raza o que escriben con las tripas, expresiones ambas que se me antojan grotescas. Como la Marquesa yo seduzco a mi público, les doy ni siquiera lo que quieren oír sino lo que creen que quieren oír. No soy, desde luego, el único, pero al menos no me comporto como muchos otros colegas que se han protegido pactando, aceptando los encargos y prebendas de la clase privilegiada de donde provenían o a la que se esfuerzan por llegar a pertenecer. Yo he ido por libre, y no por creerme más de izquierdas que ellos, menos vendido. Lo he hecho por orgullo. Porque, como la Marquesa, a esos que pretenden controlarme les digo: «¿querer que yo me haya afanado tanto para no recoger el fruto? ¿que habiendo adquirido tanta superioridad con mi duro trabajo consienta en arrastrarme entre la imprudencia y la timidez? (…) No Vizconde, jamás». Como la Marquesa, yo también he contraído deudas económicas para mantener mi juego y no dispongo de una herencia que pueda subsanarlas. Dependo de mi éxito, no tengo plaza en la universidad sino un contrato de profesor asociado que pueden rescindir en cualquier momento. Es, por tanto, mi situación de más que relativa vulnerabilidad la que me lleva a interesarme por el silencio de los callados, pues soy muy consciente de que necesito un plan B.

Lo que primero llama mi atención no es lo que los callados no dicen, sino el revuelo, la inquietud que genera su no hablar. Sabrán ustedes que al año siguiente de publicar su novela, el creador de la Marquesa -¿o acaso fue la Marquesa quien te creó a ti, admirado Laclos?- realiza un gesto retórico perfecto. La Academia de su ciudad había propuesto un concurso de ensayos con la pregunta: «¿Cuáles serían los mejores medios de perfeccionar la educación de las mujeres?» Laclos responde en apenas tres páginas: no hay ningún medio puesto que «donde hay esclavitud no puede haber educación» [3]. Como bien advierte mi colega Julio Seoane, no es que el escritor diga no a la cuestión propuesta: «simplemente», y este es el gesto, «se niega a responderla» [4]. La reacción dominante a su ensayo no fue, sin embargo, comprender, casi diríamos, oír esa negativa, sino juzgar que el texto no había sido desarrollado hasta el final. No quisieron oír su admonición y, por supuesto, no aceptaron la imposibilidad de educar a los esclavos, a las mujeres. Pues admitir que el otro pueda no poder hablar, tanto como admitir que el otro pueda no poder ser educado, significa admitir que existe una amenaza de la que desconocemos su descripción y nombre.

Igual que la Marquesa, también yo leo a mis enemigos y, como Laclos, leo a los generales. Dice el general Evergisto de Vergara: «Sin una amenaza, es difícil diseñar una estrategia militar. La particular especie de cada amenaza define la naturaleza del conflicto que deberá estarse preparado para enfrentar» [5]. Así pues, mientras los instalados se pertrechan con escudos anti-algo, yo, que no tengo capital ni aliados fiables y que, por tanto, más que instalado me encuentro a la pata coja sobre un suelo inseguro y agitado, yo, que conozco mi debilidad, tengo buenos motivos para no confiarme ni mirar hacia otro lado cuando alguien calla e incluso cuando alguien no puede hablar.

Decidí que debía empezar por el principio. Para estudiar los relatos que nos contamos a nosotros mismos pregunté por el relato del silencio de quien no puede hablar. Desde diversos lugares me remitieron al mismo artículo de Gayatri Spivak, publicado por vez primera en 1988: «¿Puede hablar el subalterno?». Descubrí que, como en el caso de Laclos, lo interesante no era sólo la respuesta a la pregunta contenida en el artículo sino, en esta ocasión, el gesto retórico de hacerla y, una vez más, el revuelo, la inquietud generada por la osadía de sugerir un no.

Spivak ha reinterpretado en varias ocasiones el sentido de su texto, señalando que estaba dirigido en última instancia a plantear la cuestión de lo que más tarde ella ha llamado educación estética y que, aventurándonos un tanto, sería algo parecido a la formación del sujeto a través de sus deseos y no sólo de sus necesidades. En cualquier caso, en su texto Spivak aborda la ceremonia india en la cual las mujeres viudas debían arrojarse a la pira del esposo muerto. Habla de cómo los británicos quisieron acabar con esa ceremonia y lo hicieron legalmente pero no fueron capaces de hacerlo efectivamente. No lo fueron porque ni ellos ni tampoco los indios nativos que afirmaban que las mujeres querían morir, supieron, intentaron, quisieron dialogar con el sujeto subalterno. Y, por lo tanto, no supieron, intentaron, quisieron contribuir a la construcción de una imaginación entrenada en representarse el conocimiento de una vida donde inmolarse no es necesario.

Su texto tuvo multitud de respuestas. Ha habido excepciones, como el caso de un artículo que a su vez, en relación a las elecciones en Nicaragua de 1990, se atrevía a trasladar la duda al terreno colectivo preguntándose quién vota por el subalterno. Sin embargo, la gran mayoría fueron textos destinados a cuestionar tanto su afirmación: «el subalterno no puede hablar», como incluso la pertinencia de la pregunta.

Junto al ejemplo de las viudas, Spivak tomó para su artículo el de una joven india de dieciséis o diecisiete años, Bhubaneswari Bhaduri, que en 1926 se colgó del modesto apartamento de su padre en el norte de Calcuta. «Los motivos que la llevaron a eso fueron un misterio» -relata Spivak- «pues, como Bhubaneswari tenía la menstruación en aquellos momentos, estaba claro que no se trataba de un caso de embarazo ilícito. Nueve años después se descubrió que era miembro de uno de los muchos grupos relacionados con la lucha armada por la independencia de la India. De hecho se le había asignado un asesinato político. Incapaz de afrontarlo y consciente de la necesidad práctica de hacerlo se suicidó» [6]. Sin embargo, cuando décadas más tarde, Spivak preguntó a las descendientes de esa familia la causa de la muerte de Bhubaneswari, le dijeron: parece que fue un caso de amor ilícito. Fue ese fracaso de comunicación, según ha contado Spivak, la inutilidad del gesto deliberado de la joven aguardando unos días para tener la regla y entonces darse muerte, lo que la llevó a enunciar su negativa: el subalterno no puede hablar. Es obvio que la frase de Spivak no era un mandato, sino una descripción y al mismo tiempo un lamento. Pero nadie quiere oírlo, incluso Spivak ha llegado a calificar su frase de inapropiada o poco recomendable.

Una de las vías para refutar a Spivak ha sido acudir al origen social de Bhubaneswari y de las viudas, afirmando que en ningún caso eran «verdaderos» subalternos. Bhubaneswari era una mujer de clase media con acceso, si bien clandestino, al movimiento burgués por la independencia, y la mayoría de las viudas que se ofrecían para la autoinmolación debían pertenecer a cierta casta. Además, colmando el vaso de la paradoja, se le dice a Spivak que al fin y al cabo ella sí ha sido capaz de leer a Bhubaneswari, luego Bhubaneswari, bien que tarde, ha hablado. Con dureza, Spivak replica: «El desciframiento de una incógnita, muchos años después, por parte de otro en una institución académica no debe ser demasiado rápidamente identificado con el hablar del subalterno» [7].

Quiero recoger de Spivak el valor de preguntarse y llegar a plantear que hay silencios irrecuperables en un mundo donde la mayoría pensante, ilustrada y alterna, quiere que los subalternos hablen, que las mujeres puedan ser educadas, que todo fluya. Una vez recogido, me voy a permitir no preocuparme demasiado sobre la condición pura de subalternidad y pensar solamente en quienes no pueden hablar porque ocupan la parte en desventaja, el lugar de aquel que no ha elegido las reglas del juego en una relación de poder. En mi pregunta conviven los subalternos con quienes ya han iniciado su «largo camino hacia la hegemonía» pero su palabra se demora cincuenta años en ser oída, o veinte, o cinco, o aún no ha sido escuchada: ¿Qué pasa con el silencio de esas vidas? ¿La parte en desventaja puede siempre hablar?

No, no siempre puede. Y a mí me interesa su silencio porque no soy tímido ni imprudente y no quiero dilapidarlo sino ponderar su utilidad. No poder hablar es, desde luego, distinto de no hablar. ¿Quién no ha hecho cosas a la chita callando? Dicen que Jane Austen «se alegraba de que chirriase un gozne antes que alguien entrara» [8] en la habitación donde escribía, porque así le daba tiempo a esconder el manuscrito de Orgullo y Prejuicio o a taparlo con papel secante. También Garfio se alegraba del sonido del tic-tac del reloj que se había tragado el cocodrilo y sabía que en el momento en que el reloj se parase, cuando ya no pudiera hablar, su perseguidor daría con él. Más miedo que el gozne que chirría da el silencio del perseguidor. Es una estratagema con ventajas evidentes. ¿Y en el caso del perseguido?

Conocerán ustedes la advertencia de Amelia Valcárcel: «No tener poder corrompe también, y a menudo más deprisa» [9]. Repliquemos, no obstante, que son dos clases distintas de corrupción. La segunda, la de quien no tiene poder, ha sido descrita así por Adrienne Rich: «La debilidad puede conducir a la lasitud, a la autonegación, a la culpa y la depresión», pero a continuación la poeta estadounidense añade: «también puede generar ansiedad patológica y astucia y un estado permanente de alerta y observación práctica del opresor» [10]. La Marquesa lo sabía. La necesidad unívoca de conocer al que nos domina es muy diferente de la conveniencia, biunívoca, de conocer al enemigo. Quien está en el poder a veces la olvida, entonces, ah error, cree que cuando callan «están como ausentes y nos oyen desde lejos y nuestra voz no las toca» [11]. Otras veces el poderoso no lo olvida y encarga estudios, si bien no es fácil que el conocimiento mercenario posea la astucia que genera la ansiedad patológica, y que, por ejemplo, a lo largo de la historia de la intimidad se ha traducido en el constante preguntar con aprensión, con rabia: «¿En qué piensas?».

«Este es el lenguaje del opresor / y sin embargo lo necesito para hablarte» [12], ha escrito también Adrienne Rich. Hablan, sí, parece que los callados hablan en el lenguaje del opresor pero no sabemos en qué lenguaje guardan silencio. Y yo, ¿por qué les digo todo esto? ¿Acaso temo la amenaza de los débiles? ¿Acaso soy o creo ser uno de ellos? ¿Cuál es mi posición?

En junio de 1938, Virginia Woolf escribe: «Como mujer, no tengo país; como mujer no quiero país; como mujer mi país es el mundo entero» [13]. En 1984, 46 años más tarde, Adrienne Rich ha seguido avanzando por ese camino hasta llegar a estas palabras: «Dejando a un lado las lealtades tribales, y aunque los Estados nacionales sean ahora simplemente pretextos utilizados por los conglomerados multinacionales para servir a sus intereses, necesito entender la manera en que un lugar en el mapa es también un lugar en la historia dentro del cual como mujer, como judía, como lesbiana, como feminista, he sido creada e intento crear» [14]. Woolf comienza más cerca de la Ilustración, de la confianza en un lugar común, una razón común si bien admitiendo que esa razón ha estado fracturada, que ha dejado fuera, cuando menos, a media humanidad. Pese a todo Woolf parece creer en la posibilidad de un lenguaje común, en el cual importarían más las palabras dichas que quién las dice. «El principio de la Ilustración», Hegel, «es la soberanía de la razón, la exclusión de toda autoridad» [15]. Rich cuestiona que la autoridad sea sólo la visible, y se acerca a Alicia y a Humpty Dumpty:

«-Cuando yo uso una palabra -insistió Humpty Dumpty con un tono de voz más bien desdeñoso- quiere decir lo que yo quiero que diga…, ni más ni menos.

-La cuestión -insistió Alicia- es si se puede hacer que las palabras signifiquen tantas cosas diferentes.

-La cuestión -zanjó Humpty Dumpty- es saber quién es el que manda…, eso es todo» [16].

¿Puede haber un lenguaje sin contexto? ¿Existe una esencia en el lenguaje que nos permita, tal como se suman números sin sumar cosas, sumar palabras sin decir de dónde vienen, sin saber de dónde vienen? ¿Es posible imaginar un colectivo de individuos sin contar la clase, raza, nación, cultura, tradición, la posición?

¿Si no fuera posible estaríamos condenados a movernos entre la fragmentación, esto es, la división, y un esencialismo de trazo grueso que anule las diferencias? ¿Pero acaso no pueden establecerse alianzas que contemplen las diferencias? ¿No es distinto lo distinto de lo contradictorio?

Digamos que es un peligro ignorar la posición y digamos entonces que para seguir hablando, para que ustedes me oigan, necesitan saber más de mí. Tal vez mi clase social, mi raza, mi género, mi país, etcétera, pero también, por ejemplo, por qué un escritor no canta. «El arte» -dijo Tolstoi- «es un medio de fraternidad entre las personas que las une en un mismo sentimiento y, por lo tanto, es indispensable para (…) su progreso en el camino de la dicha» [17]. Avanzar en ese camino no requiere una ópera ni una novela, ni siquiera una película. Bastaría con una canción.

Ahí lo tienen, la expresión de una vida razonable como si estuviera muy cerca, a la vuelta de la esquina. Pero yo no canto, dispongo sólo de un lenguaje sin música ni timbre para mis ficciones y tengo que citar a Rich una vez más: «El lenguaje es poder y (…) si la mayoría silenciosa encontrara la liberación del lenguaje, no se contentaría con perpetuar las condiciones que la han traicionado» [18].

He aquí un dilema contundente: perpetuar o no las condiciones que nos han traicionado. Oigamos, por ejemplo, la respuesta de Patti Smith a la pregunta por el género: «Yo no limito mis ideas sobre mí misma al género, siempre he peleado contra eso, en Horses se dice: sé ‘agénero’, porque yo no pienso en mí como una cantante femenina, o una artista femenina. Mucha gente considera que es un punto de vista fuerte, feminista, decir que eres fémina, y para mí eso te limita, tú no dices ‘pintor masculino’, no dices Picasso era un pintor blanco masculino, es Picasso, es un artista. Así que a mí realmente no me gusta confinarme en un género» [19]. Patti Smith, una de las personas que más se ha rebelado contra las imposiciones del género femenino, acepta sin embargo una categoría tradicionalmente masculina, y en cualquier caso «superior», artista, que le permite escabullirse. ¿Lo hace porque necesita escabullirse? No parece que lo necesite. Quizá sólo finge aceptar esa categoría. Quizá sus declaraciones son su manera de no responder. El género es una lata, una carga, ha declarado en otra ocasión.

Habrá quien piense que Patti Smith abandona, perpetúa condiciones injustas al no aceptar seguir luchando desde su posición de mujer que sabe que el género es una carga. Por no aceptar, ni siquiera acepta el abstracto país de las mujeres de Virginia Woolf, sino uno más reducido aunque igual de abstracto, el país de los artistas. Habrá, sí, quien hubiera entendido mejor una respuesta elusiva desde abajo, no soy una cantante femenina sino una criatura viva, que a veces canta. Y habrá quien, por el contrario, considere que ante una pregunta que no quiere ser respondida, que no merece serlo, el silencio puede aparecer bajo la forma de la simulación. El perseguido finge no huir, el perseguido finge no ser el blanco mientras espera y trama.

Una vez vi una película sobre Julio César muy poco fiel a los datos históricos conocidos, sin embargo no es Julio César quien me importa ahora ni los hechos comprobables sino la peripecia de un personaje secundario: un preceptor que Julio César había encontrado en Asia para su hija. El preceptor era como de la familia, además de culto y sabio. Hasta que un día de desórdenes y enfrentamientos con los esclavos, le detienen y le llevan a prisión. La hija de César pide a su padre que le busque. Cuando al fin le encuentran, César y su hija hacen que el centurión que custodia a los esclavos abra la puerta de la celda donde se amontonan para liberar al preceptor y que regrese al hogar del amo. Aaah, pero el preceptor elige quedarse. Ellos, dice, mostrando con un gesto a los otros esclavos, son los míos, a ellos pertenezco.

Es este sentido de pertenencia lo que se le pide a alguien en la batalla y no que remontándose a una pertenencia distinta, abstracta, termine sin embargo abandonando a quienes quedan detrás de las rejas. Tal actitud sería la descrita por Rich al hablar de la mujer que cree haber triunfado en soledad: «El poder arrebatado a una gran mayoría de mujeres se ofrece a unas pocas para que parezca que cualquier mujer ‘verdaderamente cualificada’ es capaz de acceder al liderazgo, el reconocimiento y la recompensa; es decir, que prevalece de hecho la justicia basada en el mérito. Se incita a la mujer cuota» -o al esclavo cuota, valdría decir- «a que se perciba digna de ello y excepcionalmente dotada, diferente de la mayoría de las mujeres» [20]. No olvidemos, sin embargo, que tampoco los gestos son abstractos, ocurren en el tiempo y hay que decidirlo todo, no sólo con quién sino cuándo empieza la batalla frontal y cuándo hay que luchar sin dar a conocer nuestras lealtades, recopilando información, estando callado, y cuándo hay que decir a quién se pertenece.

Supongamos que ustedes me preguntan ahora a quién pertenezco. ¿Soy esclavo o dueño? Quizá recuerden, de la reciente precuela de El Planeta de los simios, El origen del Planeta de los simios, una escena parecida a la del preceptor de la hija de César. El protagonista, un simio muy inteligente, ha sido recluido con sus iguales. Sus dueños humanos acuden a rescatarle de la gran jaula. Como el preceptor de la hija de César, el simio duda, mira la cadena que sus amos, no obstante ser amabilísimos, traen para él, y rechaza la supuesta libertad. El simio se queda entre los suyos. Luego, a lo largo de la película, logrará junto a ellos una libertad real, sin amos, para toda su especie. En cuanto a mí: ¿soy simio o soy humano? Un esclavo, a diferencia de la lucha entre especies que narra El planeta de los simios, pertenece a la misma especie que su dueño. Los géneros, las razas, la explotación, se producen en el seno de la misma especie. Aun a riesgo de contrariar a una parte inteligente y admirable del discurso posmoderno, les diré que esas condiciones, sexo, raza, clase, género, nacionalidad, me interesan mucho menos en sí mismas que en cuanto signos de una posición. Son las posiciones de opresión o preeminencia, de dominio o explotación, las que quiero transformar.

Empezando por la mía. ¿Domino o soy dominado? Supongamos que contesto que tengo mis dudas, y mis deudas. Han oído que soy un escritor de éxito más que relativo pero, ¿qué es lo que no les han dicho? Mi exquisito presentador no les ha dicho hace cuánto tiempo ocurrió ese éxito. En cuanto a mí, les dije que tenía deudas, pero supongamos que callé que soy un hombre arruinado. Que he perdido mi capital como a tantos les está sucediendo en estos días. Y con mi capital, estoy perdiendo la propiedad de mi casa. Aunque parece que poseo medios de producción, un ordenador y un poco de electricidad y las palabras, no es exacto. Necesito poner mi imaginación al servicio de una editorial que se haga cargo de ella durante varios años. Y puede que ni así consiga un salario, ya les dije que la industria editorial está en crisis. Tal vez si cuelgo mis novelas en la red suene la flauta, pero no va a sonar. Los cien mil seguidores -por cierto, hace meses que van cuesta abajo y diría que en picado- no comprarán mi libro si sólo yo se lo sugiero. Con respecto a mis clases, supongamos que les digo que los recortes presupuestarios han repercutido en algunas materias, entre ellas la mía. En efecto, hace dos meses que dejé de ser un profesor.

Mi voz ha cambiado ahora, lo sé. Suena un poco más débil, se diría incluso que imploro comprensión, y sonaría mucho más débil aún si no hubiera utilizado el supongamos, si les hubiera ofrecido la certidumbre de mi ruina. Esto es lo que yo llamo la pistola invisible del lenguaje. La pistola la tomo de David Mamet, y lo invisible de Alicia. Mamet: «El drama no tiene por qué afectar necesariamente el comportamiento de las personas. Existe un artefacto fantástico y enormemente efectivo que transforma la actitud de las personas y hace que vean el mundo desde otra perspectiva. Se llama pistola» [21]. A nadie se le oculta la función del contexto en el habla; si digo ese sonido, ustedes saben que para comprender de qué sonido hablo deben conocer en qué lugar me encontraba cuando lo dije. Pero, y aquí viene Alicia, la comprensión de ustedes depende también de que ustedes sepan si mando. Si poseo algún tipo de poder que afecte o pueda afectar a su actitud y a la perspectiva con la que ven el mundo. Porque, si no lo poseo, podría por ejemplo ocurrir que su indiferencia hacia mis palabras fuera tan alta que jamás reparasen en que estoy hablando de sonido, que ni siquiera lo oyeran y que, caso de oírlo al azar, no tuvieran interés en precisar a qué sonido en concreto me refiero.

Supongamos que no sólo les confieso que estoy arruinado. Supongamos que les digo que yo, como César, tengo una hija. Tengo una hija y esperaba, lo admito, comprar su igualdad, equilibrar el desequilibrio que aún existe con dinero. «La igualdad formal ha traído la igualdad real, los tiempos han cambiado, hay mujeres que gozan de ventajas sin número y nos oprimen valiéndose de su doble situación de víctimas y no víctimas, bla, bla, bla». Yo he dicho todas esas frases. Vivo en el siglo XXI y cuando leo el tercer ensayo de Laclos, «De las mujeres y de su educación» -no aquel en donde negaba que pudiera darse educación en la esclavitud, sino el que escribió doce años después, siendo ya él padre de una adolescente y pensando, al parecer, en ella-, me aterra convenir con el propósito de palabras escritas hace dos siglos. Palabras dirigidas a que la joven que desee instruirse adquiera también, cito: «un espíritu lo suficientemente bueno como para no mostrar sus conocimientos más que a sus amigos más íntimos y de manera confidencial, por decirlo así». En mi propia actualización hoy significaría: disimula, juega, embóscate.

¿Cuál es mi posición ahora? ¿Puedo definirme dejando fuera a quien me continúa, a quien es mi reproducción? «El capitalismo -escribe Silvia Federici- ha creado formas de esclavitud más brutales e insidiosas, en la medida en que inserta en el cuerpo del proletariado divisiones profundas que sirven para intensificar y ocultar la explotación. Y debido, en gran parte, a estas divisiones impuestas -especialmente la división entre hombres y mujeres- la acumulación capitalista continúa devastando la vida en cada rincón del planeta» [22]. ¿Un padre libre que ve cómo a su hijo le hacen esclavo, defenderá el sistema que le da la libertad aun a costa de quitársela a su hijo? Hemos visto que muchas veces sí, pero no siempre. «Puedes ser lo que realmente quisieras ser, es una verdad a medias», otra vez Rich [23]. «Tenemos que ser muy claras respecto a la parte del camino que falta por recorrer, en vez de susurrar el temible mensaje subliminal: ‘no vayas demasiado lejos’. Es preciso explicar a la niña desde muy temprano las dificultades concretas que deben enfrentar las mujeres hasta imaginar ‘lo que quieren ser'».

De acuerdo, de acuerdo. Debí haber explicado eso a mi hija. No debí haberla abandonado en la oscuridad respecto a «las expectativas y los estereotipos, las promesas falsas y la falta de fe que la aguardan». Debí haberle hablado, incluso, de algún sujeto que al oír esta reflexión me espetará que hace decenas de años que existen los colegios mixtos, como si la educación se limitara a unos cursos reglados, como si acaso él mismo, subalterno y dominado, hubiera acertado a desarrollar unas facultades que no ha deliberado ni puede poner en práctica, como si temiera la potencia que contiene la no-educación precisamente en una sociedad que pretende estar educando sólo porque reparte conocimientos envasados y premia la continuidad. Debí, pues, haberme ocupado de convertir el silencio de mi hija en bomba de relojería. Pero no lo hice y ahora me ocupo de hablar de los silencios.

También del mío. Tal vez si desde muy pronto me identifiqué con la Marquesa, tal vez si me interesan los idiomas de quien ha sido sojuzgado, es porque hay una clase de feminidad que quiero habitar. Quizá si al nacer no me hubieran puesto un nombre de hombre ni de mujer y me hubiesen dejado crecer indeterminado en relación al género, yo hubiera finalmente rechazado las características que a los hombres se nos suponen. ¿Pero habría elegido entonces aquellas que no quiero que le impongan a mi hija? No, habría arrojado lejos las expectativas, habría construido mi propia suma de características.

¿Qué le ha pasado a mi voz? ¿Qué le está pasando? ¿Pueden ustedes oír cómo se adelgaza? ¿Pueden imaginar hasta qué punto se adelgazaría, y de qué modo crecería en cambio mi silencio, si yo les dijera que no soy un profesor ni el padre de una hija sino una escritora, como tantas, ligeramente harta de la condescendencia? ¿O qué pasaría si les dijera que yo soy Andreas Pum? ¿Le conocen? Procede de la novela de Joseph Roth La rebelión, es un tullido de guerra que al principio acepta su situación, se siente orgulloso de haber dado su pierna por su patria, acepta el organillo con que le recompensan para que mendigue por la calle con licencia. Pero su destino se va truncando y un día, mientras se muere, no dice, ni siquiera puede llegar a decir, sino que sueña que dice estas palabras: «De mi devota humildad he despertado a la roja y rebelde obstinación» [24].

¿Cuál es, cuál puede ser el lugar para esa obstinación? Las calles se llenan de gente, no lo llaman obstinación, lo llaman indignación, tal vez se le parece. Yo sigo pensando en el saber sobre el no decir, nombrado por Josefina Ludmer en su artículo «Las tretas del débil»: «Decir que no se sabe, no saber decir, no decir que se sabe, saber sobre el no decir» [25]. Ludmer aplica esta serie a su análisis de la conocida «Respuesta de Sor Juana Inés de la Cruz a Sor Filotea», siendo sor Filotea en realidad el obispo de Puebla, Manuel Fernández de Santa Cruz. Ludmer resume así los recursos a que debe acudir quien se opone mediante la palabra y desde una posición de subordinación, que sería la mía si no fuera porque describirla significaría aceptar que hoy hay un lenguaje posible para la descripción. Y ya no lo acepto. «También Satán termina vencido, lo que no limita su carrera» [26], dijo Malraux hablando de la marquesa de Merteuil. No hay vencidos, no hay débiles, no hay voz sino una posición en movimiento. Andreas Pum con su pata de palo y la Marquesa picada de viruela somos yo. Estamos al otro lado, tenemos nuestro propio sonido que es muy distinto de la palabra pura y neutral inexistente.

Por eso, mientras se siguen escribiendo artículos, publicando libros, creando cátedras y disciplinas, mientras se ganan espacios y se recuperan vidas, mientras se entra en las pantallas y se derriban los estereotipos en los relatos, en los deseos, mientras no se entra y en las dificultades se ataca primero a los que nada tienen, a veces ni su cuerpo, mientras se traga saliva y llueven golpes, mientras se cae y se vuelve a empezar, mientras se habla, mientras se finge que se habla, lo que no se dice es un rumor creciente, y no hay partida, y no hay batalla sino una lucha desigual y un lenguaje entregado al mejor postor, alterno y dominante. Por eso no hay reglas del juego, ni convención, ni acuerdo sino sólo sospecha. Por eso, «para que tú nos oigas como queremos que nos oigas» hemos parado el reloj y aceitado los goznes: no hay tic-tac del perseguido, no hay aviso, todo es arma.

Notas:

1. Pierre-Ambroise Choderlos de Laclos, Las amistades peligrosas, traducción de Gabriel Ferrater, Barcelona, Mondadori, 2008. Fragmentos de la carta LVXXXI con el género alterado, pp. 200-211.

2. Ibíd. p. 453.

3. Pierre-Ambroise Choderlos de Laclos, La educación de las mujeres y otros ensayos, Madrid, Siglo XXI, 2010, edición de Julio Seoane Pinilla, p. 38.

4. Ibíd. p. 16.

5. Evergisto de Vergara: «Sin riesgos, amenazas ni hipótesis», Instituto de Estudios Estratégicos de Buenos Aires, septiembre de 2011.

6. Gayatri Chakravorty Spivak, ¿Pueden hablar los subalternos?, traducción y edición crítica de Manuel Asensi Pérez, Barcelona, MACBA, 2009, p.120.

7. Ibíd. p. 123

8. Virginia Woolf, Un cuarto propio, traducción de Jorge Luis Borges, Barcelona, Júcar, 1991, p. 95.

9. Amelia Valcárcel, Sexo y filosofía. Sobre mujer y poder, Barcelona, Anthropos, 1991, p. 137.

10. Adrienne Rich, Nacemos de mujer, traducción de Ana Becciu, Madrid, Cátedra, 1996, p. 115.

11. Pablo Neruda, Veinte poemas de amor y una canción desesperada, Poema 15: «Me gustas cuando callas».

12. Adrienne Rich, Poemas (1963-2000), edición y traducción de María Soledad Sánchez Gómez, Madrid, Renacimiento, 2002, p. 67.

13. Virginia Woolf, Tres Guineas, traducción de Andrés Bosch, Barcelona, Lumen, 1999, p. 73.

14. Adrienne Rich, Sangre, pan y poesía, edición y traducción de María Soledad Sánchez Gómez, Barcelona, Icaria, 2001, p. 207.

15. Friedrich Hegel, Lecciones sobre la Filosofía de la Historia Universal, traducción de José Gaos, Madrid, Revista de Occidente, 1974, p. 604.

16. Lewis Carrol, Alicia en el País de las Maravillas, traducción de Jaime de Ojeda Eiseley, Madrid, Alianza, 1973, p. 116.

17. León Tolstoi, ¿Qué es el arte?, traducción de Malte Beguiristain, Barcelona, Península, 1992, p. 17.

18. Adrienne Rich, Sobre mentiras, secretos y silencios, traducción de María Soledad Sánchez Gómez, Madrid, Horas y Horas, 2011. Capítulo «Enseñar a estudiantes por libre».

19. «Patti Smith about the gender question», Cologne 2002: http://www.youtube.com/watch?v=TSW4ONnQfJE

20. Adrienne Rich, Sangre, pan y poesía, edición y traducción de María Soledad Sánchez Gómez, Barcelona, Icaria, 2001, p. 27.

21. David Mamet, Los tres usos del cuchillo, traducción de María Fadella Martí, Barcelona, Alba, 2001, p 43.

22. Silvia Federici, Calibán y la bruja, traducción de Verónica Hendel y Leopoldo Sebastián Touza, Madrid, Traficantes de Sueños, 2010, p. 90.

23. Adrienne Rich, Nacemos de mujer, op. cit., p. 355

24. Joseph Roth, La rebelión, traducción de Feliú Formosa, Barcelona, El Acantilado, 2008, p. 147.

25. Josefina Ludmer, La sartén por el mango, Puerto Rico, El Huracán, 1985.

26. André Malraux, prólogo a Las amistades peligrosas, Barcelona, Tusquets, 1989, p.13.

Fuente: http://www.revistaminerva.com/articulo.php?id=533#artnotes