Traducido del francés por Beatriz Morales Bastos
En un mundo en el que reiterar una y otra vez a través de los medios sirve de prueba irrefutable algunas palabras son acrónimos, unos significantes intercambiables cuyo uso codificado de antemano es propicio para todo tipo de manipulación. Deslizamientos perpetuos de significado que autorizan a pasar insidiosamente de un término a otro, sin que nada se oponga a la maligna inversión por la que el verdugo se convierte en víctima y la víctima en verdugo, y el antisionismo se convierte en antisemitismo, como afirmó Manuel Valls, primer jefe de gobierno francés en proferir este insulto. Además, cuando algunas personas relacionan la «intifada de los cuchillos» con el odio ancestral a los judíos no es inútil preguntarse por qué esta asimilación clásica aunque fraudulenta ocupa una función esencial en el discurso dominante.
Desde hace sesenta años es como si el remordimiento invisible por el holocausto garantizara a la empresa sionista una impunidad absoluta. Con la creación del Estado hebreo Europa se quitaba de encima sus demonios centenarios. Europa se concedía una válvula de escape al sentimiento de culpabilidad que le carcomía secretamente por sus infamias antisemitas. Como cargaba con la responsabilidad de la masacre de judíos, buscaba la manera de desembarazarse a toda costa de este fardo. La culminación del proyecto sionista le ofreció esta oportunidad. Europa se eximía de sus culpas aplaudiendo la creación del Estado judío. Simultáneamente ofrecía al sionismo la oportunidad de completar la conquista de Palestina.
Israel se prestó por partida doble a esta redención por procuración de la conciencia europea. Primero volcó su violencia vengativa en un pueblo que no tenía la culpa de su sufrimiento y después ofreció a Occidente las ventajas de una alianza a cambio de la cual se le pagó. Una y otra cosa vincularon sus destinos por medio de un pacto neocolonial. El triunfo del Estado hebreo tranquilizaba la conciencia europea al tiempo que le procuraba el espectáculo narcisista de una victoria sobre los bárbaros. Unidos para lo bueno y para lo malo, acordaron mutuamente la absolución a costa del mundo árabe transfiriéndole el peso de las persecuciones antisemitas. En virtud de una convención tácita Israel perdonaba a Europa su pasividad frente al genocidio y Europa le dejaba las manos libres en Palestina.
Israel debe su estatuto excepcional a esta transferencia de deuda por medio de la cual Occidente se libró de sus responsabilidades a costa de un tercero. Puesto que Israel era el antídoto del mal absoluto que hundía sus raíces en el infierno de los crímenes nazis, solo podía ser la encarnación del bien. Esta sacralidad histórica es lo que justifica, mejor que una sacralidad bíblica de dudosas referencias, la inmunidad de Israel en la conciencia europea. Adhiriéndose implícitamente a ella, las potencias occidentales la inscriben en el orden internacional. El resultado es innegable: avalada por los amos del mundo, la profesión de fe sionista se convierte en ley férrea a escala mundial.
Como la invocación de lo sagrado siempre criminaliza a su contrario, esta sacralidad de Israel quita entonces toda legitimidad a las oposiciones que suscita. Siempre sospechosa, la reprobación de Israel roza la profanación. Poner en tela de juicio la empresa sionista es la blasfemia por excelencia porque supone atentar contra lo que es inviolable para la conciencia europea. Por esa razón la negación de legitimidad moral opuesta al antisionismo se basa en un postulado extremadamente simple cuya eficacia no se debilita con el uso: el antisionismo es un antisemitismo. Luchar contra Israel sería, por esencia, odiar a los judíos, estar animado por el deseo de repetir la Shoah, soñar con los ojos abiertos con reiterar el holocausto.
Por más que el antisionismo se defina como un rechazo razonado del sionismo, admitirlo como tal serían una vez más hacer un compromiso con lo inaceptable. Marcado por una causalidad diabólica, el antisionismo está descalificado moralmente, fuera de juego en virtud del anatema que le lacra. Por más que se recuerde que Palestina no es propiedad de una etnia o de una confesión, que la resistencia palestina no tienen ninguna connotación racial, que el rechazo del sionismo se basa en el derecho de los pueblos a la autodeterminación, estos argumentos racionales no tienen ninguna posibilidad de ser escuchados. Desde hace un siglo el antisionismo se inscribe en el campo de lo político, pero se ve opuesto constantemente a una forma de irracionalidad que no tiene absolutamente nada de político.
Es cierto que la equiparación fraudulenta de antisemitismo con antisionismo tiene dos ventajas simbólicas. La primera es de uso interno. Esta asimilación limita drásticamente la libertad de expresión, paraliza cualquier pensamiento que no sea conforme inhibiéndolo de raíz. Genera una autocensura que, sobre un fondo de autoculpabilidad inconsciente, impone por intimidación o sugiere por prudencia un mutismo de buena ley sobre los atropellos israelíes. Pero esta falsa equiparación también es de uso externo. Su objetivo es entonces descalificar a la oposición política y militar a la ocupación sionista. Objetivo privilegiado de esta amalgama, la resistencia árabe se ve remitida al supuesto odio ancestral que los musulmanes experimentan por los judíos.
Lo que anima a los combatientes árabes sería una repulsión instintiva por esta raza maldita y no una aspiración legítima a acabar con una ocupación extranjera. En última instancia, la cadena de equiparamientos excesivos lleva al argumento manido que constituye el último resorte de la doxa: la «reductio ad hitlerum«, la mancilla moral por nazificación simbólica, último grado de una calumnia de la que siempre queda algo. Por consiguiente, la resistencia árabe acumula todas las infamias, terrorista por ser antisionista, antisionista por ser antisemita. Se afirma que los ataques con cuchillo no serían el efecto explosivo de una humillación colectiva, sino el fruto del odio inextinguible por los judíos. La única fuerza que no cede ante las exigencias del ocupante, la resistencia, sufrirá entonces como precio por su valor el fuego cruzado de las acusaciones occidentales y de la brutalidad sionista. Y como si no bastara la superioridad militar del ocupante, todavía se tiene que jactar de una superioridad moral de cuya inanidad, sin embargo, son testimonio sus crímenes coloniales.
Bruno Guigue es un alto funcionario, ensayista y politólogo francés nacido en Toulouse en 1962. ex alumno de la École Normale Supérieure y de la ENA. Profesor de filosofía y responsable de clases de relaciones internacionales en la enseñanza superiro. Es autor de cinco obras, entre ellas, Aux origines du conflit israélo-arabe, l’invisible remords de l’Occident (L’Harmattan, 2002).
Fuente: http://arretsurinfo.ch/lantisemitisme-arme-dintimidation-massive-par-bruno-guigue/
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