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Doce apuntes sobre marxismo (VI de XII)

El calificativo de «marxismo»

Fuentes: Rebelión

Hacemos la entrega VI de la serie de XII escrita para el colectivo internacionalista Pakito Arriaran. En esta sexta entrega veremos la aparición de términos como «marxista» y «marxismo», y la dialéctica, en cuanto tal, y de cómo se desarrolla en la crítica de la economía política capitalista. Aunque todavía en 1917 había textos fundamentales […]

Hacemos la entrega VI de la serie de XII escrita para el colectivo internacionalista Pakito Arriaran. En esta sexta entrega veremos la aparición de términos como «marxista» y «marxismo», y la dialéctica, en cuanto tal, y de cómo se desarrolla en la crítica de la economía política capitalista. Aunque todavía en 1917 había textos fundamentales del marxismo sin conocerse, ya estaba teorizado gran parte de lo necesario para saber qué era el capitalismo y cómo destruirlo. En la entrega VII terminaremos de exponer el reformismo en su unidad, porque es a partir de 1917 cuando adquiere su identidad esencial, como expusimos básicamente en la entrega V, sobre la II Internacional.

Fue entre 1853 y 1854, durante el debate con Weitling (1808-1871), cuando aparece el calificativo de «marxiano» para designarle a Marx y a los «ciegos seguidores»: ya desde entonces se tildaba negativamente a quienes más tarde serían llamados «marxistas» a secas. Y eran peyorativamente definidos como «ciegos», algo así como dogmáticos e incapaces de ver la realidad, la «luz», casi como fanáticos, precisamente por compañeros que en la Liga de los comunistas defendían posiciones utópicas. En aquellos años, Marx no había elaborado aún el núcleo duro de su crítica del capitalismo -la teoría del valor en su pleno alcance, la plusvalía, la moneda, la distinción entre trabajo y fuerza de trabajo, el trabajo abstracto, valor de cambio…-, aunque sí ya tenía una idea básica de la ley del valor, los cimientos de la teoría de la crisis como efecto de la superproducción, una visión mundial del capitalismo, la teoría de la socialización de los medios de producción, la teoría de la revolución permanente, el programa máximo y el programa mínimo, la crítica de Feuerbach y lo que podríamos llamar algo así como «humanismo marxista»…

Aun así, ningún seguidor del comunismo utópico y del anarquismo, habían desarrollado para esa mitad del siglo XIX algo parecido al logro de los «marxianos cegatos», lo que no era óbice para que arraigara tal descalificación. Durante la I Internacional fundada en 1864, los tres grandes bloques se autocalificaban así: colectivistas, al que pertenecía Bakunin; comunistas, al que pertenecía Marx y Blanqui; y socialistas, que integraba a los radicales pequeño-burgueses. Aunque más adelante, Marx y Engels militarían en la social democracia alemana, siempre se identificaron como comunistas. Las disputas en la I Internacional hace que en el término de «marxista» -que todavía no el de «marxismo»-, adquiera en 1869 una connotación más precisa, más teórica y política, pero con una carga determinista y economicista que será combatida por Marx y Engels hasta el final de sus días. Mientras tanto, no desapareció la amplia diversidad de grupos: en la reunión en Ginebra de la I Internacional de ese 1873 se reúnen marxistas, federalistas, aliancistas, centralistas…, sin olvidar que fuera de la AIT estaban los anarquistas en sus varias corrientes y otros movimientos.

Lo que más nos importa ahora es que para 1873 la Comuna de París ya había aportado lecciones positivas y negativas que exigían, al menos, fortalecer alguna unidad teórica y práctica. Además, ya se había publicado el primer libro de El Capital, Teorías de la plusvalía y se acababan de publicar La Guerra civil en Francia y Contribución al problema de la vivienda,  aunque los Grundrisse, La Ideología Alemana, Revolución y contrarrevolución en Alemania y muchos textos y manuscritos sobre El Capital seguían ocultos en aquél tiempo. Sin embargo y pese a esos vacíos y a pesar del reducido grupo de «marxistas», en lo que queda de década de 1870 su militancia se va haciendo notar en los debates y disputas permanentes, de modo que, también con tono polémico, en 1882 ya aparece el término «marxismo» en un panfleto contra esta corriente política dentro de la socialdemocracia que va extendiéndose en Francia.

Significativamente, este panfleto pertenecía a la denominada corriente «posibilista» que, con el tiempo, terminaría integrada en el gobierno imperialista francés durante la guerra de 1914. Guesde, uno de sus principales representantes, empezó siendo «marxista», luego «socialista» y por último imperialista. Como su propio nombre indica, el «posibilismo» buscaba los avances «posibles» aunque para ello tuviera que aceptar el orden burgués. El reformismo de Bernstein era «posibilista», y el pragmatismo filosófico yanqui de finales del siglo XIX -J. Dewey, etc….-, también. La identidad de fondo de estas tesis tan distanciadas en el espacio, pero unidas por la ideología burguesa, se mostraba de muchas formas diferentes, destacando su sistemático rechazo común de la dialéctica materialista. Cuando Marx dijo aquello de que él no era «»marxista»» se refería a expresiones particulares de esta corriente internacional.

Pensamos que hay, al menos, cinco razones que explican este ataque al «marxismo» que penetraba en el movimiento obrero: una y elemental, los efectos de la Gran Depresión iniciada en 1870 que van mostrando paulatinamente a sectores obreros combativos la urgencia de una respuesta política y teórica a la tremenda crisis. Dos, y unido a ello, las limitaciones crecientes de los anarquismos -Malatesta ya había discutido con Bakunin en 1876 precisamente por eso- y del comunismo utópico cada vez más debilitado por la misma razón: militantes blanquistas se van integrando en el «marxismo». Tres, paralelamente el avance de la idea de la necesidad de otra Internacional, la II, que se crearía en 1889. Cuatro, a la vez, el esfuerzo teórico de Marx y Engels con la aparición siquiera en forma de borrador de Crítica del programa de Gotha en 1875, Anti-Dühring en 1878, Del socialismo utópico al socialismo científico en 1880, varias ediciones del Manifiesto Comunista y una enorme correspondencia, por citar algunos textos que serán seguidos por otros posteriores. Y cinco, como síntesis, la alarma que todo lo anterior causaba en el reformismo posibilista y pragmático.

Como vemos, los términos de «marxista» y «marxismo» fueron creados por corrientes no revolucionarias para denigrar a quienes avanzaban de la utopía a la ciencia crítica, al método dialéctico. La degeneración de la II Internacional desde finales del siglo XIX, que hemos expuesto en la entrega V, fue facilitada por la previa denigración del «marxismo» como doctrina cegata, dogmática, autoritaria…, precisamente todo lo contrario a lo que en realidad es la dialéctica recuperada y actualizada por Marx y Engels. También hemos de tener en cuenta otros factores que facilitaron esas descalificaciones porque los dos amigos, presionados por las urgencias, postergaron la explicación de la dialéctica. Por ejemplo, aunque las vitales Tesis sobre Feuerbach, sin las cuales apenas se entiende el método y de la filosofía entera del marxismo en cuanto tal, fueron escritas por Marx en 1845 pero fueron publicadas en 1888 por Engels. El libro III de El Capital, básico para entender la dialéctica de la crisis, publicado en 1894. Los Manuscritos de París en 1922. La Ideologías alemana, en 1932. Los Grundrisse en 1939, redescubiertos casualmente en 1948, pero estudiados a fondo desde en la década de los ’50. Muchos borradores se quedaron sin publicar y, sobre todo, nunca se iniciaron textos ya previstos.

En entregas anteriores ya hemos hablado de los enormes obstáculos sociopolíticos y represivos que tenía que superar la pequeña corriente marxista dentro del amplio mundo socialista a finales del siglo XIX. Uno de ellos, que luego reaparecerá una y otra vez con distintos ropajes, era la acción política de grupos de notables académicos reformistas que usaban su fama intelectual burguesa para atacar abierta o solapadamente al marxismo. En Alemania por ejemplo, el llamado «socialismo de cátedra», cuyo mayor representante fue Schmoller (1838-1917), reforzaba las tesis de Lassalle ya vistas, criticaba la reaccionaria teoría marginalista de Menger (1840-1921) inconciliable con la ley del valor de Marx, pero no salía en defensa de éste último sino que adelantaba elementos del que luego sería llamado «Estado Social» o «del Bienestar» (¿?), al que volveremos en la VII entrega.

También a finales del siglo XIX surgió en Rusia el «marxismo legal» que empleaba los diminutos resquicios legales del zarismo para combatir al movimiento revolucionario campesino y obrero: en 1894 Struve oficializó la tesis de que había que aprender del capitalismo conquistando primero la democracia burguesa y luego, sobre esa base, avanzar al socialismo. En Italia, el neohegelianismo progresista fuerte en Nápoles tenía una corriente de derechas, A. Vera, y otra de izquierdas, De Sanctis, Spaventa…, que se enfrentó a la dictadura intelectual de la Iglesia; su ambigüedad academicista le imposibilitaba estudiar la lucha de clases entre el capital y el trabajo, lo que propició la aparición de dos líneas antagónicas: la burguesa con dos vertientes, la fascista de Gentile (1875-1944) y la liberal de Croce (1866-1952); y la marxista representada por Labriola (1843-1904).

Nos hemos limitado a Alemania, Rusia e Italia porque los tres fueron escenarios en los que se enfrentarían a muerte el capital y el trabajo en el primer tercio del siglo XX; también en el Estado español y en otros Estados, pero carecemos de espacio. Al margen de las diferencias secundarias, la casta académica progresista fue más un obstáculo que un impulso para la revolución porque rompió la dialéctica entre la lucha política para destruir el Estado burgués y la crítica teórica radical del capitalismo. Uno de los méritos incuestionables de Rosa Luxemburg fue el de recuperar la dialéctica de la lucha política y teórico-crítica por el socialismo, unidad destruida por la II Internacional en general, y por Kautsky dentro de la socialdemocracia alemana. El «marxismo legal» ruso fue combatido por Lenin en este y otros temas, desde sus primeros escritos socioeconómicos y políticos, especialmente en el Qué Hacer de 1902. Liebknecht, antes de ser asesinado por la socialdemocracia junto a Rosa y cientos de obreros rojos, dejó escritos brillantes sobre la esencia político-militar del capitalismo, que podemos resumir en aquella frase de 1907: «La cuestión socialdemócrata -en tanto en cuanto cuestión política- es, en última instancia, una cuestión militar«.

Los jóvenes marxistas que iniciaron su lucha contra el reformismo a comienzos del siglo XX, recuperaron la dialéctica de la lucha de clases, esencia del primer marxismo, en una dinámica siempre unida a y dependiente de los vaivenes de la revolución. Como había sucedido con Marx y Engels, también ahora fueron los ascensos, estancamientos y retrocesos de la lucha desde justo finales del siglo XIX en Rusia, de 1905-1906 en Europa, de nuevo desde 1909 y 1912, y por fin desde la recuperación a partir de 1916 hasta el estallido de 1917, los que forzaron avances teóricos sustantivos en los que no podemos extendernos ahora. La autonomía relativa de lo teórico, visible a simple vista durante la «paz» o «normalización social», volvió a demostrar su estrecha dependencia de la materialidad de la lucha cuando resurgían las contradicciones, en especial en 1905 y desde 1914. El desarrollo teórico-político que se estaba logrando, no sólo abarcó el conjunto de la obra marxista inicial sino que también abrió muy fructíferas vías para el futuro. La totalidad de la civilización del capital fue sometida a la crítica implacable de la dialéctica en acción, empezando a corregirse errores escandalosos como, por ejemplo, la ausencia casi total de Nuestramérica en la izquierda revolucionaria europea hasta la Internacional Comunista. Pero, muy significativa y premonitoriamente, en el área en la que menos se avanzó y en la que más rápidamente se retrocedió después, fue en la concerniente a la dialéctica marxista, pese a los meritorios esfuerzos de Lenin, Trotsky, Rubín, Deborin, Pashukanis en cierta forma, o de Rosa Luxemburg con alguna debilidad en su visión de la dialéctica, o de Plejanov en sus primeros años, aparte de Lukács, Korsch y poco más.

De entre las varias razones que explican este retraso, resaltamos estas cuatro: una, la dificultad del estudio de Hegel y sus ambigüedades interna que se reflejan en la existencia de un hegelianismo conservador y otro revolucionario; dos, el conservadurismo de la casta académica de entonces, que tenía miedo al Hegel crítico, silenciando esta vertiente; tres, el dominio abrumador del kantismo y del positivismo -y de los economistas vulgares burgueses- en el mundo político-sindical y cultural, en la ideología dominante; y cuatro, los ingentes obstáculos que debía superar el primer marxismo en la popularización de la dialéctica, y el error mismo de no intentarlo hasta bastante tarde, como lo reconoció Engels. En la VIII entrega veremos cómo el stalinismo desnaturalizó la dialéctica.

La evolución de Lenin al respecto es paradigmática porque muestra tanto el potencial creativo de su método propio de pensamiento, como las limitaciones que los sucesivos contextos de lucha de clases ponían a ese potencial. En sus primeros textos, hasta Materialismo y empiriocriticismo de 1908-1909, existe en él una brillante capacidad de penetrar en la dialéctica real, material de las luchas concretas, que coexiste con una visión filosófica bastante pobre de la dialéctica marxista. Sin embargo, este libro de 1908, injustamente tratado y que la ciencia crítica valora cada día más, ya tiene una base heurística muy dialéctica, ascenso que se verá confirmado a pesar de sus límites en el textito Tres fuentes y tres partes integrantes del marxismo de 1913: Lenin cita a la filosofía materialista, a la dialéctica, y a las aportaciones de Hegel como constitutivas de la primera fuente del marxismo, siendo la ley del valor la segunda, y la tercera, la organización política independiente del proletariado.

La debacle de la II Internacional con la guerra de 1914 le lleva a Lenin a autocriticarse en todos sus errores e incapacidades. En ese 1914 se sumerge en múltiples estudios entre los que destaca nada menos que la lectura de Hegel de manera sistemática. Lenin termina los Cuadernos filosóficos en 1916, llegando a una conclusión impactante: sin leer la Lógica de Hegel es imposible entender El Capital por lo que muy pocos marxistas entendían esa obra basal. Desde esta visión, es totalmente coherente la insistencia postrera de Lenin en que, por todos los medios, se enseñase la dialéctica a la juventud, al proletariado, al pueblo trabajador soviético.

Los Cuadernos fueron publicados en 1933 por lo que hasta ese año se ignoró esa verdad descubierta por Lenin. Aun peor, los Grundrisse, que según Rosdolsky ahorran la dura lectura de la Lógica de Hegel, sólo empezarán a ser estudiados con rigor a finales de la década de los ’50. Quiere decir esto, que hasta la mitad del siglo XX sólo se tenía una visión muy superficial y mecánica del marxismo porque sin la dialéctica se desconoce el potencial revolucionario de la crítica radical del valor, del valor de cambio y de la mercancía, la fuerza emancipadora de la teoría del valor-trabajo y de la plusvalía, también se desconoce aunque se sufra el inhumano poder del fetichismo de la mercancía y la urgencia de echar al basurero de la historia ese Moloch que es el trabajo-abstracto…, en suma, sin la dialéctica se cree que el capital es una «cosa» que tiene aspectos buenos y malos de modo que desarrollando los primeros y reduciendo los segundos podríamos llegar a la «sociedad justa». En realidad, el marxismo nos demuestra que el capital es una relación social de explotación que sobrevive como los vampiros, chupando a la humanidad su trabajo vivo para convertirlo en trabajo muerto, en cadenas.

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