Ha llegado la hora. Es necesario aportar fondos públicos para reflotar empresas privadas, grandes corporaciones, e impedir que el capitalismo del siglo XXI (que algunos llaman de ficción como si los muertos, enfermos mentales y parados de larga duración producto del sistema de explotación fueran atrezzo) siga aportando felicidad, bienes y servicios. En estos tiempos […]
Ha llegado la hora. Es necesario aportar fondos públicos para reflotar empresas privadas, grandes corporaciones, e impedir que el capitalismo del siglo XXI (que algunos llaman de ficción como si los muertos, enfermos mentales y parados de larga duración producto del sistema de explotación fueran atrezzo) siga aportando felicidad, bienes y servicios. En estos tiempos de cerezas de invernadero y cámaras digitales (para retratar y borrar con rapidez a los muertos en vida, que somos todos), es preciso corregir la mala gestión, los excesos -o robos- de los directivos de algunas multinacionales y reconducir la maltrecha economía-mundo. En la lógica interna del capital, este proceso abierto se expandirá -les conviene, por diferentes razones- veloz como la peste. Las ratas contables de la globalización abandonan el barco de las empresas deficitarias para embarcarse en otras travesías menos arriesgadas. Primero fueron bancos y grandes aseguradoras a punto de quiebra en EE.UU. -ellos dicen compañías y el derecho mercantil les bendice-, más tarde, entre nosotros, ilustres periféricos de la nada, aparecieron los dirigentes de la patriótica patronal (CEOE) y reclamaron un paréntesis en el libremercado para que el estado -la política económica del gobierno- haga el urgente trabajo profiláctico que los amantes de la libertad empresarial y de la autonomía de la voluntad han denostado siempre: regulación, ordenación (más inyecciones de liquidez, la expresión es suya) y frenazo, desde los bancos centrales, al descontrol financiero y la especulación. Entre el chantaje y la coacción (miles de posibles parados más) el estado social y democrático de derecho (la expresión, dicha en voz alta, sabe a melaza) se hará cargo, al menos de una parte importante, de la deuda adquirida. Socializar las pérdidas y controlar el riesgo es el lema. El capitalismo entra en una importante crisis, anunciada por algunos desde la aceleración del turbocapitalismo, y los gobiernos se sienten (están) obligados. Los foros internacionales se visten de púrpura y circunspección -pomposos discursos, la prensa mundial, la fiel infantería, pendiente- al tiempo que, desde los poderosos think tanks, se lanza la consigna: es necesario reinventar el capitalismo, ordenar el capitalismo, dignificar y humanizar el capitalismo. Sarkozy, uno de los listos de este negocio (se recomienda, de paso, su biografía en tebeo, La cara oculta de Sarkozy, publicada hace un par de años), ya lo ha dicho: se impone «regular el mercado». El nuevo discurso -que sustituirá, en breve, al clásico del máximo beneficio a corto plazo, vigente desde que los chicos de Chicago (algunos gansters) convencieron al actor secundario Reagan (y al complejo tecnológico-militar que dirige los pasos de la potencia hegemónica desde Bretton Woods)-, está en marcha: sólo hace falta poner voz al nuevo storytelling, a la nueva y moderna semántica.
Ha llegado la hora. Las empresas se tambalean y los caudales públicos, ágiles espadachines en defensa del honor mancillado del mercado, salen de las arcas gubernamentales. La nueva narratividad, sin que seamos concientes, sin percibir que interiorizamos un discurso ajeno y hostil, cambiará el sentido y el valor de las palabras. Los caducos diccionarios -reptiles cosidos en pliegos- mudarán la piel y vendrán las acepciones abiertas, líquidas. Mientras esto ocurre con prisa de teletipo y el tiempo lineal (el presente continuo) nos devora como Saturno, la izquierda oficial -¿izquierda?- refunfuña sentada en sus viejos sillones de Emmanuelle. Carente de cualquier discurso crítico, incapaz de articular respuestas ante la deriva del capitalismo y la esquizofrenia (¿se acuerda alguien del análisis político, social y psicológico de Deleuze y Guattari?), la izquierda oficial -¿oficial?- se limita a sus altisonantes declaraciones de salón-comedor con visillos. Víctor Hugo hablaba, siglos atrás, de la parte de responsabilidad que tenían los pueblos que sufrían opresión permanente sin reaccionar. El paradigma del consumo y la alegría -con la ausencia de dolor, tomado en sentido amplio- es el nuevo modelo social. Su definitiva implantación ha modificado, destrozado, las relaciones entre los antagonistas históricos, irreconocibles, ahora, en la difusa cartografía política y el enrevesado tejido social. Las nuevas relaciones de producción, reconvertidas en técnica y utilización, y la mercancía, en sí, hecha espectáculo, han hecho de las cadenas (en cualquier sentido) un adorno. Si la manifiesta opresión es ahora el broche del vestido, ¿qué nos quedará cuando nos quiten, con nuestro tácito consentimiento, los botones y el cinturón? Tendremos hambre y no conoceremos las palabras que lo nombren. Hambre de comida basura y sed de refrescos de cola, sospecho.