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El capitalismo no entiende de límites

Fuentes: Rebelión

El capitalismo debería tener límites, como lo tienen nuestros derechos fundamentales. Pero esa maquinaria monstruosa que nos consume a todos los ciudadanos/as del mundo, no entiende de fronteras, ni de derechos humanos. Al igual que ha perdido la moral y el respecto, más bien podríamos decir que es un granuja sin vergüenza que ha destruido […]

El capitalismo debería tener límites, como lo tienen nuestros derechos fundamentales. Pero esa maquinaria monstruosa que nos consume a todos los ciudadanos/as del mundo, no entiende de fronteras, ni de derechos humanos. Al igual que ha perdido la moral y el respecto, más bien podríamos decir que es un granuja sin vergüenza que ha destruido los primeros derechos naturales de los seres humanos.

En sus orígenes, el capitalismo se convirtió en una posible salida para que la gente fuera más feliz, para hacernos la vida más cómoda y economizar el tiempo que antes dedicábamos al trabajo forzado. Por supuesto, también sirvió para mejorar nuestra calidad de vida, algo a lo que nadie renuncia sin ninguna duda a la hora de consumir. Pero con el tiempo la industrialización se convirtió en un auténtico negocio del latifundio, para las altas esferas o élites, que empezaron a instaurar un modo de vida basado en las necesidades a través del consumismo. Así que las personas, trabajadoras y consumidoras, se convirtieron en auténticas mercancías. Por una parte teníamos a la clase trabajadora, también llamada sufridora o esclavizadora del presente siglo. Y por otra parte, entramos en el juego de la espiral, que son quienes consumen la mercancía, que somos todos; incluso estas letras están llenas de mercantilización, es decir, de un proceso de mano de obra que no tiene origen en la creación de las ideas, sino en la forma en la que se lleva a cabo la transformación.

Es difícil huir de esta construcción social que hemos inventado, y de la que es imposible destruir para empezar de nuevo desde cero. Porque a pesar de que somos consumistas innatos, nadie rechazaría perderse en su vida comprar o consumir. Nadie quiere dejar de tener un teléfono cuando lo ha probado, a pesar de lo que suponga el ensamble de un aparatito electrónico y los materiales de los que se compone. Tampoco nadie rechaza tener objetos inútiles que a pesar de que no sirven para nada, se compran en las típicas tiendas de «bazar chino», por ejemplo. Aunque sea solamente para hacerse una fotografía y subirla a las redes sociales. No se escatima a la hora de comprar alimentos y tirar lo que no sobra, porque siempre estará listo para tirarse a la basura si caduca. Y como estos ejemplos, todos/as sabemos de lo que estamos hablando.

Así que nuestro marco social se nos presenta transformado y lejos del derecho natural. Ya no deberíamos llamarnos homo sapiens sapiens, porque hace tiempo que dejamos de ser esa especie animal que razonaba. Ahora nos dedicamos a que el capitalismo haga todo por nosotros, a que no tengamos la necesidad de hacer nada, sino consumir, y trabajar más para consumir más. De manera, que el nivel de vida se mide por el consumo de un país, no por la desigualdad social que exista. Pero lo único que podemos hacer es imaginar; si es que no queda algo para la creatividad, porque también el capitalismo se ha suplantado sobre nuestras ideas, y si alguien hace un castillo de naipes mientras se divierte, el capitalismo te vende una fortaleza entera construida con naipes. No hay nada que el ser humano no pueda hacer, ni que el capitalismo no haga contad de que lo consumamos, aunque no nos haga falta.

Por último me pregunto: ¿Somos realmente tan amoral como el capitalismo porque entramos en su juego? ¿Hay marcha atrás para frenar a la maquinaría que mueve a los seres humanos? ¿Quiénes son los esclavos, los que fabrican o los que consumen?

Andrés López Pérez es antropólogo

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.