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El castaño

Fuentes: Rebelión

Algunas veces escondidas y sin grandes titulares se agazapan en los periódicos noticias que nos agitan el corazón desprevenido y nos permiten en este tiempo cruel mantener la esperanza en la Humanidad; historias que nos hablan de la fuerza del ser humano cuando se empeña en sobrevivir en las condiciones más horrendas; y cómo aun […]

Algunas veces escondidas y sin grandes titulares se agazapan en los periódicos noticias que nos agitan el corazón desprevenido y nos permiten en este tiempo cruel mantener la esperanza en la Humanidad; historias que nos hablan de la fuerza del ser humano cuando se empeña en sobrevivir en las condiciones más horrendas; y cómo aun así, cercado por la pena y el miedo, es capaz de mirar un árbol, cómo se viste y amarillea a cada estación -el sol y la vida que pasa-, y depositar en él todo su amor. El castaño que la niña Ana Frank observaba atenta cada día desde la ventana de su refugio en Ámsterdam, desde su oscuro escondite en los años del nazismo y mientras escribía su Diario, ha conseguido ser amnistiado de la muerte; ha tenido más suerte que ella. Los tribunales han ordenado paralizar su tala contra los deseos del Ayuntamiento holandés, que defendía que el castaño estaba sano sólo en un 25 por ciento; lo suficiente para la Fundación de los Árboles, que mantenía que sus tres raíces vivas bastaban como enérgicos pilares para sostenerlo en pie.

Es cierto que el castaño está muy enfermo, y que sus raíces están siendo atacadas por la contaminación y la edad; fue plantado en 1838, por lo que en treinta años más quedará como testigo mudo -casi fósil- de la historia de dos siglos. Con su tala se quería evitar el riesgo de que cayera sobre los tejados de la capital de los Países Bajos; cortar quirúrgicamente la vida para evitar la muerte inevitable. Pero la Concejalía de Medio Ambiente pidió a los jueces que pararan la operación y así ha sucedido. Los dos informes contradictorios sobre la salud del castaño obligaron al juez a tomar su decisión a los pies de los 22 metros del imponente árbol, y al final venció no sólo la compasión sino también su valor humano: el castaño quedará en la ciudad de los canales como símbolo vivo de la mirada de esa niña que se escondía para no ser asesinada, para no ser llevada a un campo de concentración como el de Bergen-Bensen donde murió. Y que escribía el 13 de mayo de 1944: «Nuestro castaño florece de nuevo. Está lleno de hojas y es mucho más bonito que el año pasado».

En la simplicidad de esas palabras se encierra la vida que siempre reverdece. En un entorno hostil Ana Frank decidió posar sus ojos en la libertad del árbol que crecía junto a su ventana. «Hace sol, el cielo está de un azul profundo, hay una brisa hermosa y yo tengo unos enormes deseos de…¡todo!, de hablar, de ser libre, de ver a mis amigos, de estar sola», anotaba atenta a la vida. Y yo pienso en todas esas cosas que nos agarran a esta existencia breve – tantas como personas nos rodean-, y en las que a veces no reparamos; en las dificultades y tristezas con las que el ser humano se enfrenta en su pequeño pero gran viaje; y también en las ambiciones absurdas y luchas en las que se desgasta perdiendo inconsciente un tiempo precioso y feliz; en cómo se apega a la memoria de lo tóxico y corre el riesgo de perder su espíritu y su paz al tratar con seres que malviven atados a sus instintos primarios, a sus envidias y amarguras. Pienso en cómo esa niña sin futuro observaba su presente en forma de árbol de la vida, y se aferraba a él, simbolizando con su gesto de superviviente la búsqueda del paraíso, un nido en el que germinar y crecer; aquel lugar soñado que para algunos es el pasado y la infancia perdida, y que para otros sólo se alcanza más allá, siempre después de la muerte. Y entiendo, claro que entiendo, esa búsqueda insistente de algo que nos dé esperanza en un mundo colmado de dolor, injusticia y guerra; y acepto el sueño religioso de creer en otra existencia más rica y duradera, en un universo con más horas de alegría. Pero prefiero pensar que quizás ese refugio pueda estar sencillamente muy cerca, incluso dentro de nosotros, como nos recuerda ese castaño que se ha salvado de ser talado, y al que con nuestra mirada hemos recuperado para la vida.

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