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¿El cine de (para) los colonizados?

Fuentes: Granma

«Cuando era niño iba mucho al cine. Me divertía ver cómo los vaqueros mataban a los indios. Muchos años después comprendí que esos indios éramos nosotros»  Alfredo Guevara

Cuando la más conocida superplataforma de pago por el consumo de contenidos audiovisuales online, Netflix, hasta ese entonces solo disponible en Estados Unidos, anunció en 2011 que comenzaría a funcionar para América Latina, no solo se estaba iniciando la competencia por un mercado potencial de más de 600 millones de espectadores, sino que se estaba produciendo, simbólicamente, una segunda conquista de América.

En su concepto de supercorporación estaba transitando, al mismo tiempo, hacia el completamiento de su esquema de negocios: de ser una plataforma tecnológica que solo ofrecía contenidos producidos por otras compañías, a convertirse ella misma en productora de series, documentales y películas. Pero más que eso, se proponía llegar a ser una marca asociada a la calidad y el entretenimiento, a la experiencia de su disfrute, y, sobre todo, que su logo sea aceptado como un sello de validación por espectadores y creadores. Eso significaba mucho más que crear y ofrecer un universo propio, como habían hecho Marvel y Disney, sino ampliar la capacidad de asimilar cualquier universo y ofrecerlo bajo la marca. La marca es el mensaje.

Tras Netflix, para disputarle el «nuevo mundo», llegaron Amazon Prime, HBO Max, Disney +, Star,  y Apple TV. No solo estaban interesadas en ofrecer a los espectadores latinoamericanos las producciones hechas para el público angloparlante, convertidas en globales a través del doblaje o los subtítulos, sino también deseaban explotar el potencial creativo de los realizadores de la región ofreciéndole al público series y películas de temáticas «propias».

Sobre la definición del tipo de contenidos comentó el director argentino Hernán Guerschuny, creador de varias teleseries de éxito: «Se querían historias universales, con actores de diferentes países, que se pudieran estrenar en otros lados; después se dieron cuenta de que eso no termina identificando demasiado a nadie, y hoy apostamos más a lo que se llama “glocal”, historias muy locales, pintar tu aldea, entender muy bien cuál es la idiosincrasia de ese espacio, pero que pueden viajar porque son universales en términos emocionales». Bajo esa premisa, Netflix acaba de lanzar la promoción de su próximo estreno: Convertir en «glocal» Cien años de soledad.

Pero resulta inevitable que, en ese encuentro cultural, económico y geográfico, no se manifieste la ley que señala el director y productor, también argentino, Tristán Bauer: «Todo cine es político, aunque no se proponga serlo», y que la relación entre los creadores latinoamericanos y las superplataformas globales –las que son capaces incluso de asimilar y convertir en producto lo que resulte empático a un público «progre»–, no estuviera en el fondo definida por la hegemonía ideológica determinante del capital.

El filme Argentina 1985, cuidadosamente realizado por el director Santiago Mitre, con excelentes actuaciones, producido por la superplataforma Amazon Prime y estrenado este año, responde a esta relación. La película aborda la historia de los juicios realizados a los altos oficiales que integraron la dictadura militar argentina dirigida por el general

Jorge Videla entre 1976 y 1983. En ese periodo, usando métodos que venían de antes, se implementó el llamado «Proceso de Reorganización Nacional», como parte del Plan Cóndor, diseñado por Estados Unidos –que contó además con asesores franceses con experiencia contra los independentistas argelinos–, que concebía el exterminio de las fuerzas revolucionarias en la izquierda latinoamericana mediante tortura, asesinato y desaparición forzada.

A diferencia de como se muestra en la película, en este proceso la fuerza militar represiva no actuó por sí misma, sino como la expresión armada de una oligarquía, una clase media alta anticomunista y un sector político derechista o socialdemócrata, que aspiraba a la garantía de su supremacía ideológica en la lucha de clases. Cuando entrados los 80, los militares represores no resultaban ya útiles, esos poderes políticos, aliados a Estados Unidos en una nueva etapa por la supremacía del capitalismo en Latinoamérica, los desechó. Para 1985 las dictaduras habían dejado listo el camino para el más feroz neoliberalismo, implantado por la «democracia» que tanto se pondera en el filme, la misma que en un juego político pactó, más tarde, las leyes que intentarían garantizar la impunidad de los militares, que tan fielmente habían servido al sistema. 

El filme despierta la emoción de un público que puede buscar el recuerdo de otros sobre la dictadura argentina como La historia oficial (1985), La noche de los lápices (1986), Garaje Olimpo (1999), Crónica de una fuga (2006). Pero… ¿qué características tiene un proyecto cinematográfico sobre el tema producido por Amazon?

El intelectual argentino Néstor Kohan señalaba, en una entrevista, que el filme no solo es abanderado de la cínica «teoría de los dos demonios», conveniente a los sectores que fueron cómplices y herederos de la dictadura, que plantea que tanto la represión militar como los movimientos revolucionarios argentinos

–que representaban la amenaza del comunismo de la que pretendían proteger los militares al país– eran igualmente siniestros, sino que, además: «La película plantea como hipótesis uno: que la agresión en Argentina la inició la insurgencia. Eso es falso (…) Hipótesis dos: La represión de las fuerzas armadas fue desmedida e ilegal… ¿Y qué habría que haber hecho entonces? Reprimir, pero con la ley en la mano, falso salvo que uno adopte el punto de vista de los poderosos». El excelente actor que interpreta al defensor de los genocidas pregunta: «¿Qué hubiera pasado si triunfaban?» (se refiere a la insurgencia). Seguramente tendríamos un país más justo y soberano, una Argentina más libre e igualitaria».

Siguiendo esta lógica, el historiador argentino Sergio Nicanoff plantea en un artículo publicado luego del estreno: «Ni una sola mención al papel del poder económico, cúpula de la iglesia católica, algunas dirigencias políticas y sindicales o embajadas extranjeras en el genocidio. No, los culpables de la represión están allí, son exclusivamente los monstruos que están siendo juzgados, y al ser condenados la conciencia de la sociedad y la de todos/as nosotros puede tranquilizarse (…) Más aún, un mensaje evidente de la película reside en que las “buenas personas”, aun cuando pertenezcan a la élite del poder, rechacen el juicio, compartan lazos personales y de negocios con quienes ejercieron el terrorismo de Estado, pueden cambiar de opinión si conocen la verdad del horror. Sí, Videla debe ser condenado. Por supuesto, no la clase social que construyó e hizo posible el exterminio. (…) Frente a una ultraderecha que crece mundialmente y localmente, frente a “los fachos” que mencionan en más de una ocasión algunos de los protagonistas de la película, la idea es oponer la defensa acrítica de las instituciones liberales. (…) Más aún, el relato se puede acomodar perfectamente a las versiones de la derecha, supuestamente más benignas. Como en un juego de espejos, “los fachos” justifican y ratifican un supuesto progresismo. (…) Tendremos que seguir rescatando nuestra historia, no desde el bronce sino desde la empatía. Dando las batallas que se nos presentan en el mundo de hoy. Negándonos a ser espectadores que consuman productos que ya vimos y sufrimos, aunque retornen en envases o películas seductoras».

La enorme capacidad económica de superplataformas como Amazon y Netflix se extiende como una amenaza rutilante sobre nuestras mentes, blanco de los imaginarios y las construcciones ideológicas, que junto a las posibles escrituras y reescrituras de la historia son capaces de producir. Esperemos que más allá del elogio fácil y reproductivo, en nuestro país no falte un sentido de verdadera descolonización para que no transcurra simplemente ante un público deslumbrado y una crítica desideologizada, o tal vez mañana aceptemos acríticamente que alguna superproductora global nos brinde a los cubanos una visión satisfactoria, para sí, y para algunos espectadores del patio, de la dictadura batistiana.

La verdadera descolonización de la conciencia es compartir como identidad latinoamericana la causa de los desaparecidos y los torturados, frente a una nueva conquista cultural de Nuestra América, que ya puede prescindir de la espada y de la Biblia, porque ahora tiene el entretenimiento, la tecnología y el capital.

Fuente original: ¿El cine de (para) los colonizados?