Para el diccionario (aunque ya sabemos «que no acierta nunca con el matiz preciso») los sustantivos para el adjetivo, común, son: «habitual, usual, normal, ordinario, etc.» Para algunos periodistas y políticos, la adjetivación «el ciudadano común» (cuando no, la muy execrable «de a pie») ya se ha convertido en un objeto contundente despojado de toda […]
Para el diccionario (aunque ya sabemos «que no acierta nunca con el matiz preciso») los sustantivos para el adjetivo, común, son: «habitual, usual, normal, ordinario, etc.»
Para algunos periodistas y políticos, la adjetivación «el ciudadano común» (cuando no, la muy execrable «de a pie») ya se ha convertido en un objeto contundente despojado de toda sustancialidad política, que en general, y de forma cada vez más corriente, se usa como un argumento deslegitimador arrojado contra los «otros», contra aquellos que obstaculizando la libre circulación de los «decentes», incordian, con huelgas, manifestaciones o protestas.
Es indignante observar, cómo, esos «héroes de la libertad individual», ocultos tras la tachunda repugnante que se ampara en la idea de lo «común» caracterizando al ciudadano como un ser vacío de los conocimientos indispensable (que ellos sí poseen) para entender los «profundos» recovecos de la praxis política, siguen produciendo tantos adeptos.
Por eso, cuando sólo en la uniformidad descansa la arcilla donde se modelan los arquetípicos discursos tendientes al slogan publicitario que ha hecho de periodistas y políticos un instrumento en las manos del cada vez menos evidente capital, es precisamente ahí, que más que «la pléyade fastidiosa de manifestantes impertinentes» se necesita («como el pan nuestro de cada día») la reconfortante y abstracta amoralidad «ciudadana» de un buen puñado de viejos consumidores.
De esta manera parece perfectamente lógico, que gran parte de la ciudadanía, en su cotidianamente exaltado rol de víctima o de consumidor, sintetice la «verdad», en un único reclamo como la más mediática de las «verdades» atendibles, representada por el desgañitante alarido,: ¡Qué hacéis con mí dinero!
Pero mal que les pese a «los profetas del odio», si hurgamos en el reverso, en el antónimo ciudadano de lo común, descubrimos que en el adjetivo extra-ordinario habita la raíz de lo «otro», lo fuera de lo común, lo que altera el orden, lo que se niega sistemáticamente a lo largo de las ya demasiadas generaciones (revoluciones o revueltas) a convertirse en un sujeto ordinario, asechando desde los márgenes cada vez más evidentes, bajo la diversificada bandera de la anomalía.
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