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El coche condiciona nuestro destino

Fuentes: Rebelión

Escribía no hace mucho acerca de la necia civilización occiden­tal conducida por un ejército de idiotas. No soy científico ni creo que sea conveniente serlo, a menos que fuese heterodoxo, para en­trar en los espacios del pensar profundo. Y el pensar en profundi­dad parte de dos premisas imprescindibles: haber elimi­nado antes las barreras del prejuicio […]

Escribía no hace mucho acerca de la necia civilización occiden­tal conducida por un ejército de idiotas. No soy científico ni creo que sea conveniente serlo, a menos que fuese heterodoxo, para en­trar en los espacios del pensar profundo. Y el pensar en profundi­dad parte de dos premisas imprescindibles: haber elimi­nado antes las barreras del prejuicio y zafarse del aca­demicismo de toda disciplina. Abrazar los principios por los que se rige en la práctica un colectivo, científico o de la natura­leza que sea, a me­nos que sea para partir de una tesis útil, o afir­mar verdades de gra­nito que no relativizan la certeza hasta redu­cirla a mera hipóte­sis, sobre todo en metafísica, supone cerrar las puertas que dan al libre­pensamiento. Admito los efectos positi­vos de la ortodoxia apli­cada a una parte de la sociedad humana. Están fuera de toda duda, pues sobre el dogma católico y al lado de atrocidades cometi­das con quienes no lo reconocie­ron, se han levantado du­rante muchos siglos consuelo, freno a la desesperación y una reali­dad convencional humana que ahora, por cierto, se tambalea. Pero la ruptura con la ortodoxia que su­puso la Reforma y la flexibi­li­dad que la Reforma llevó consigo, ha traído muchos más beneficios intelectuales, creativos y mate­riales para la civilización occidental. En todo caso, la intoleran­cia siempre ha causado mil veces más estragos a la sociedad que su contraria… Pues las figu­ras señeras que pudieron originaria­mente provenir de la sociedad del dogma, tuvieron que haber roto con el dogma mucho antes para alumbrar su obra. El caso es que, como digo, para pensar sin ataduras no es necesario ser doctor, más bien es un estorbo para el pensar sin bridas. Por lo demás, el científico no es quien da noti­cia de sus descubrimien­tos y progresos, de sus temores y sus alar­mas al mundo. La «noti­cia» la dan otros: quienes le pagan, regu­lan y controlan la conveniencia de publicarlos o no tal cual…

Todo esto viene a cuento de mi visión de la civilización occi­den­tal como una civilización mucho más necia de lo que se cree, pues es caótica y carece de atisbos de sabiduría. Cuando desapa­rezca -y desaparecerá como otras anteriores- no dejará vestigio ni testimonio algunos de su existencia. Entre otras razones por­que, que sepamos, no habrá dejado nada escrito ni en la piedra ni en los metales. Y si se le ha ocurrido hacerlo en los metales, o estos son volátiles o, si son aleaciones, no son duraderas. El modo de tratar la biosfera ese ejército de idiotas compuesto de políticos, fi­nancieros y científicos está reñido con la prudencia y la sabiduría. Científicos a los que, una de dos, o no se les hace caso por su pare­cer sombrío, o son » ortodoxos » de la ortodoxia que conviene a financieros y políticos. Razón por la cual, si hay científicos a los que los políticos hayan consultado para ciertas iniciativas pero han puesto serios reparos o alertado frente a cier­tas decisiones su­yas, lo que prevalecerá cuando esta civiliza­ción se extinga no será la prudencia de los consultados, sino la idiocia de quienes decidie­ron aniquilar la Humanidad de esta Era. Es decir, los tiem­pos posteriores a esta civilización la juzgar­ían por lo que hicieron o no hicieron los dirigentes, no por lo hubieran dicho sus científi­cos. Eso, ya lo digo antes, si los científicos «ortodoxos» no se han plegado a los intereses materia­les, políticos y religiosos de los man­datarios y los dueños del planeta. Luego se verá por qué digo esto.

Tengo idea de que las pruebas de las V-2 en la Alemania nazi se interrumpieron varias veces porque no se sabía cómo reaccio­naría la atmósfera y si la violación de la estratosfera no desenca­denaría algún desastre sobre la Tierra. Llevamos mucho tiempo sabiendo de los desastres que vienen causando los gases efecto in­verna­dero. Las actividades humanas desde el inicio de la Revo­lución In­dustrial (alrededor de 1750) han producido un in­cremento del 40 % de CO2. Estimaciones de agosto de 2016 su­gieren que de se­guir la actual trayectoria de emisiones, la Tierra podría superar el límite de 2 º C de calentamiento global «peli­groso» en 2036. Esti­maciones que, por distintas razones (desde evitar perjudicar a lobbys y concertaciones económicas de todo tipo hasta evitar la alarma mundial), a buen seguro corrigen a las auténticas no publi­cadas, pero están siendo en todo caso irrele­vantes, a juzgar por la conducta general de quienes impiden la disminución del CO2. Pero es que, y aquí es donde quería llegar, si la «solución» (que llegará además tarde habida cuenta que hemos pasado con cre­ces el punto de no retorno) está en re­emplazar los motores de explo­sión y combustión en todo el mundo por los eléctricos pa­sando antes por los híbridos, la pre­gunta del millón que requiere una respuesta del millón es: ¿cómo podemos saber, teniendo en cuenta los cálculos siempre sospechosos de materialismo ex­tremo, que millones de baterías eléctricas funcionando con la misma persistencia que los moto­res convencionales no habrán de añadir más efectos desastrosos incalculables en la atmósfera y en el equilibrio de la biosfera cada vez más desequilibrado? No me fio de la Ciencia oficial ni de los científicos a sueldo. Cuando empezó el festival de producción de los motores de petró­leo ¿se calculó a partir del estrago de uno solo, el estrago de miles de millones de coches circulando? En 2016 había en todo el mundo 1.200 mi­llones de coches. Si llegamos a ese enton­ces ¿cuántos habrá, de seguir así las cosas, en 2036? ¿Qué que­brantos habrán aña­dido al estado de la atmósfera las descargas de miles de millo­nes de baterías y dinamos funcionando práctica­mente al mismo tiempo?

Y es por eso que digo que la sociedad occidental es bíblica­mente necia. Porque el sentido más elemental, habida cuenta la ce­leridad con que se está produciendo el calentamiento global con la secuela de la ruina del agua potable dicta que, sin renun­ciar al «progreso», la bestia negra está en el uso individual del coche aun habiendo otros factores catastróficos, como la defores­tación ma­siva. Y no sólo por la consideración humanís­tica y ética de que la opulencia individual (y el coche forma parte de ella respecto a grandes porciones de la sociedad mundial) se logra a costa de la miseria colectiva, sino porque lo racional, lo prudente y lo sabio está en potenciar, vertiginosamente además, el transporte público con las nuevas tec­nologías motrices; debiendo cesar casi súbita­mente la producción del coche para uso individual. El no compren­derlo así, el no hacerlo así porque los intereses de gru­pos y colectivos huma­nos lo impiden, nos conduce a la dramá­tica estampa de la idiocia superlativa de quien al atravesar una ciénaga cargado de lingotes de oro pre­fiere hundirse en el fango antes que despren­derse de él y nadar. Pues bien, ojalá me equivoque, pero el coche individual lleva ca­mino de ser el «oro» que habrá de ente­rrar a esta civilización en el pantano de nuestra propia Tierra…

Jaime Richart, Antropólogo y jurista

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.