El 15 de agosto el indicador principal de Wall Street -el Dow Jones de Industriales- experimentó un alza, que los analistas atribuyeron a la coyuntura positiva de la economía estadounidense (por ejemplo, los datos del comercio minorista) y a la moderación de la escalada verbal entre los gobiernos de Estados Unidos y la República Popular […]
El 15 de agosto el indicador principal de Wall Street -el Dow Jones de Industriales- experimentó un alza, que los analistas atribuyeron a la coyuntura positiva de la economía estadounidense (por ejemplo, los datos del comercio minorista) y a la moderación de la escalada verbal entre los gobiernos de Estados Unidos y la República Popular Democrática de Corea. Un teletipo de la Agencia Efe informó ese día de repuntes en sociedades financieras como American Express, JPMorgan Chase y principalmente Goldman Sachs (10%), pero citaba ejemplos de caídas las de la petrolera Chevron, Nike o Home Depot. Sólo cinco días antes Wall Street iniciaba la sesión con pérdidas, precisamente por el intercambio de amenazas entre Washington y Pyongyang. Otro factor que explicaba el descenso fue las pérdidas del 5% de la corporación Walt Disney respecto al anterior año fiscal. Unos días antes, el 10 de agosto, destacaban al comienzo de la sesión las pérdidas de Goldman Sachs, Apple, Microsoft y JP Morgan Chase. Por el contrario, Chevron, Boeing y McDonald’s avanzaban posiciones. Es el mundo crispado, volátil, zigzagueante y netamente especulativo de los mercados financieros.
John Kenneth Galbraith fue uno de los economistas empeñados en explicar estos procesos no para eruditos de la econometría ni de los modelos matemáticos, sino poniendo la vista en el gran público. Y de hacerlo, además, con un profundo humanismo. En la primavera de 1955 se produjo un leve ascenso en los valores de la bolsa estadounidense. Pero la tendencia experimentó un abrupto cambio, lo que en parte se atribuyó a unas declaraciones de Galbraith ante el Senado de Estados Unidos. Además ese año el economista publicó por primera vez «El Crash de 1929», texto que no ha dejado de reeditarse (en España, por Ariel) ni ha perdido vigencia. Los inversores le echaron la culpa por el desplome de las acciones tras la declaración senatorial; y también recibió amenazas por carta. Un senador le llegó a tachar de «criptocomunista». Quiso entonces la mala fortuna que este economista de origen canadiense, que participó en los gobiernos de Roosevelt, Truman, Kennedy y Johnson se rompiera una pierna esquiando. Los diarios publicaron la noticia, y otra vez recibió misivas; eran ciudadanos que entendían que, con el accidente, la divinidad había respondido a sus plegarias.
A pesar de la indignación que en 1955 generaron las opiniones de John Kenneth Galbraith, el economista cuenta que años después volvió a estudiarse el «crash» de 1929. Ocurrió en la década de 1970, por «la insensatez de los fondos depositados en paraísos fiscales (off-shore funds)», afirma en la introducción del libro publicado por Ariel; también cuando se produjo el gran desplome bursátil de 1987; y de nuevo en 1997. Pero el recorrido por las «burbujas» especulativas podría comenzar mucho antes: en 1637 los agiotistas holandeses observaron las grandes fortunas que podrían lograrse con las bulbas del tulipán. O también con las peripecias de John Law en 1720, cuando vendió el «humo» del supuesto oro en Louisiana. El principio general por el que opera el fenómeno podría extenderse a otros países y periodos históricos, aunque el autor de «La sociedad opulenta», «Breve historia de la euforia financiera», «Dinero» y «El capitalismo americano» pone el acento en Estados Unidos. Finalizada la guerra civil (1861-1865) en este país, llegó la «fiebre» del ferrocarril y la crisis de 1873. La historia se repitió en 1907. También podrían citarse las inversiones británicas, como las protagonizadas por el Banco Barings en Argentina, afectadas por el pánico de 1890.
«El rasgo más singular de la catástrofe de 1929 fue que lo peor empeoraba continuamente; lo que un día parecía el final de la crisis, se demostraba al siguiente que sólo había sido el comienzo», comenta Galbraith. Ese otoño la bolsa neoyorkina cumplía 112 años. El primer día de la debacle, el jueves 24 de octubre, se transfirieron 12,8 millones de acciones, en muchos casos a precios que hundieron a los propietarios. La incertidumbre empujaba las ventas. El martes 29 resultó una fecha demoledora. El día comenzó con una espiral de ventas desquiciada, de manera que si durante toda la sesión se hubiera mantenido el ritmo de los primeros treinta minutos, se habrían producido 33 millones de transferencias. Pero en muchos de los casos no había compradores. Las más golpeadas resultaron las sociedades de inversión, por ejemplo Goldman Sachs Trading Corporation. Y asimismo los dos principales bancos neoyorkinos, el Chase National Bank y el Nacional City. Albert H. Wiggin, presidente de la primera entidad, percibía un sueldo estratosférico como director, al tiempo que estaba al frente (y con un sueldo también mollar) de otras compañías, que generalmente eran prestatarias o clientes del Chase National Bank. Contaba además con un entramado de sociedades particulares, tres de ellas radicadas en Canadá. Las operaciones más sonadas de Wiggin tenían relación con la compraventa de títulos del banco, financiadas por la entidad. El presidente del National City, Charles E. Mitchell, fue detenido en 1933 por fraude fiscal.
La primera semana de la crisis representó una degollina para los pequeños inversores; en la segunda, había indicios de que el pánico produciría un «proceso de nivelación» (expresión utilizada por el economista) entre los potentados. Además, se propagó el rumor de que la élite bancaria no sólo no trataba de frenar el pánico, sino que estaba vendiendo títulos, lo que aceleraba el descenso de los valores. Esto arruinó su prestigio. Según Galbraith, durante la década posterior «los banqueros fueron juguete preferido en los entretenimientos de comisiones del congreso, tribunales, prensa y comediógrafos». También arreciaron las críticas contra el presidente Hoover y las eminencias universitarias.
Al estallido de la «burbuja» siguió la Gran Depresión, que con oscilaciones se alargó durante diez años. En cuanto a la cronología de la crisis, durante el primer trimestre de 1930 se produjo una recuperación de la bolsa que frenó en abril y retrocedió seriamente en junio. A grandes trazos, el proceso de caída se prolongó hasta mediados de 1932 (el índice industrial del ‘Times’ cerró a 224 en noviembre de 1929, mientras que el ocho de julio de 1932 se situó en 58; por estas fechas las acererías veían muy mermada su producción: funcionaban al 12% de su capacidad; y la producción de lingotes se hallaba en las cotas más bajas desde 1896). En 1933 el PIB de Estados Unidos era inferior en un tercio al de 1929; y hasta 1941 el valor de la producción -medida en dólares- fue menor que la del año del «Crash». En 1933 había en Estados Unidos cerca de 13 millones de desempleados (el 25% de la fuerza laboral del país).
Profesor en la Universidad de Harvard y embajador de Estados Unidos en India, a John Kenneth Galbraith se le sitúa en posiciones keynesianas. Pinta un panorama previo al «Crash» de 1929 conformado por bancos «frágiles» y sin fondos de garantía de depósitos; en una economía en la que tenían peso importante los mercados agrícolas (a su vez vulnerables) y en la que no se disponía de amortiguadores -como la Seguridad Social, los subsidios de desempleo o las diferentes prestaciones sociales- a la codicia capitalista. Pero, de una u otra manera, subraya el economista, siempre que se avecina una tormenta financiera las autoridades anuncian que la coyuntura «merece nuestra confianza» y «los fundamentos son buenos».
A la semana del «Crash» de 1929, la prensa popular británica se hacía eco de lo que estaba ocurriendo en el centro de Nueva York. Si los financieros se arrojaban desde las ventanas, los transeúntes miraban y pasaban, sin más, junto a los cuerpos de los especuladores. Pero la imagen de los agiotistas suicidándose tiene mucho de leyenda y mito, rebate Galbraith haciendo uso de la estadística. Sí que fueron, por el contrario, muy habituales las estafas (por ejemplo el saqueo del Union Industrial Bank de Flint, en Michigan), que en muchos casos afloraron tras la crisis. Y también fue común el afán del público por la compra de títulos, en uno tiempos previos al «Crash» que Galbraith califica como «era de las finanzas». Se crearon empresas para la gestión de los servicios públicos (agua, gas o electricidad), constituyeron nuevas sociedades anónimas y los propietarios del dinero lo prestaban de buen grado. Otro fenómeno relevante de la época fueron, como hoy, los trusts de inversión, con un volumen de valores en circulación muy superiores al de los activos de las empresas. Hasta que, con el «Crash», estas dinámicas hicieron crisis; y «se redujo el patrimonio de muchos cientos de miles de norteamericanos», remata el economista, autor de varias decenas de libros y fallecido en 2006.
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