No hay, probablemente, rasgo más característico de la infancia y que mejor la defina que la ingenuidad, esa virginal y cándida inocencia que, precisamente, cuando la perdemos, nos condena a treinta años y un día de adultez. Pero ocurre que, una triste mañana, en medio de un fragor de sueños rotos, acabamos descubriendo que los […]
No hay, probablemente, rasgo más característico de la infancia y que mejor la defina que la ingenuidad, esa virginal y cándida inocencia que, precisamente, cuando la perdemos, nos condena a treinta años y un día de adultez.
Pero ocurre que, una triste mañana, en medio de un fragor de sueños rotos, acabamos descubriendo que los reyes, incluso los magos, son unos sinvergüenzas; que los siete enanitos eran antropófagos y la hermosa Blancanieves una madame de lujo; que la muerte nos ronda y nos sorprende tanto como la vida y que el temible hombre del saco era mi padre.
La cometa queda anclada en los cables, inalcanzable, y acabamos poniéndonos los pantalones largos para seguir matando las ilusiones que aún persistan porque, en lugar de abocarnos a la propia razón, la más imprescindible de todas las quimeras, huérfanos de ensueños, preferimos aferramos a alguna pesadilla que disimule ese desasosiego que queda en los espejos cuando los años, impasibles, se empecinen en contarnos los estragos.
Entre tanto criterio avergonzado, entre tanta fe desvanecida, aceptamos que la única verdad de nuestras vidas, las únicas posibles certezas, siguen siendo esos cuentos que nos cuentan los grandes medios de comunicación para que todos tengamos puntual constancia de que somos y estamos.
En ellos, triste desagüe para sueños que pudieron tener mejor destino, depositamos la credulidad que ya no nos merece el flautista de Hamelín, la convicción que perdió La Cenicienta y, demasiado tarde, confirmamos que hubiéramos crecido mucho más de haber seguido siendo Peter Pan.
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