Ha vuelto a suceder, no es la primera vez y, por desgracia, no será la última. Puede que el número de muertos llegue a varios centenares y los heridos pase el millar. Fue en Bangladesh, como podría haber sido en India, en Pakistan, en Vietnam, en Thailandia o en China. No se trata de una […]
Ha vuelto a suceder, no es la primera vez y, por desgracia, no será la última. Puede que el número de muertos llegue a varios centenares y los heridos pase el millar. Fue en Bangladesh, como podría haber sido en India, en Pakistan, en Vietnam, en Thailandia o en China. No se trata de una fatalidad, tampoco de una mala coincidencia, se trata de un crimen, un crimen que tiene culpables y cómplices y que hay que investigar para que se esclarezcan los hechos y no vuelva a repetirse. El crimen se cometen con la ley en la mano, con la ley de unos países que apenas son capaces de hacerla cumplir, pero con la ley en la mano. Los culpables, de forma sistemática, salen indemnes y las víctimas siguen aumentando cada año. Mientras, muchos buenos hombres siguen callando y ese mal es superior al mal que comenten algunos pocos malos hombres. Los abogados, pagados con el dinero que genera el crimen, son capaces de abrir una sima legal entre los hechos y sus causas, y sobre esa sima se extiende el abismo en el que Occidente fragua su declive moral, el derrumbe de lo que nos hace humanos.
Dicen algunas crónicas que entre los restos pueden verse etiquetas de ropa de grades marcas conocidas por todas, algunas de ellas españolas. El edificio colapsado albergaba cuatro fábricas donde, en condiciones propias de las galeras de presos, trabajadoras que en su mayoría no superan los 14 años, se afanan por tejer las ropas que lucirán en los escaparates de cualquier capital que se precie. Los consumidores, muy sesudos en sus análisis de coste y beneficio, sopesarán el género, calcularán el coste de oportunidad y adquirirán aquellas prendas tan económicas a las que están acostumbrados, sin cuestionar ni por un segundo cómo ha llegado aquella prenda allí, qué sudor ha sido necesario, qué sueños truncados impregnan sus costuras, qué estructura ha permitido que pueda vestir con elegancia su marca favorita. El consumidor no dudará en mediar el precio y la calidad, pero no parará ni un segundo en sopesar el coste moral de aquella compra. Ni sabe ni quiere saber que las grande compañías, entre ellas la archiconocida Zara, tiene toda su producción en países con legislaciones laborales laxas que permiten a sus empresarios locales jornadas laborales de más de 12 horas durante los siete días de la semana por salarios de miseria y en unas condiciones que convierten el simple oxígeno en un lujo al alcance únicamente de los encargados de la fábrica. Las niñas, porque son niñas en su mayoría, deben trabajar en posturas incómodas, con un aire viciado y durante interminables jornadas. A esto se une que los locales no están capacitados para soportar el peso de la maquinaria y las personas que se hacinan allí. El cocktel mortal está servido. El tiempo hace el resto.
Los culpables son los dueños de las empresas multinacionales que buscan el menor coste para su producto, los sistemas legales y políticos de esos mismos países que consiente que se cometa un delito que en su país estaría perseguido, los políticos y sistemas legales de los países productores que se dejan ensuciar con la corrupción organizada por las multinacionales y los mismos empresarios locales que no tienen ningún escrúpulo en exponer la vida de tantos seres humanos. Esos son los culpables, pero también hay responsables. En la página 215 de No podéis servir a dos amos digo exactamente esto: «Si hoy puedo saber lo que sucede en cualquier lugar del mundo y puedo tener certeza de por qué sucede, soy responsable moralmente de ello, en tanto en cuanto no hago nada que lo evite o mitigue, como es el caso de la ropa que las multinacionales producen en países subdesarrollados con mano de obra esclava infantil. Si yo adquiero esas prendas soy cómplice de ese mismo crimen«. Efectivamente, hoy somos responsables de que se siga cometiendo ese crimen, pero además somos cómplices, puesto que el desconocimiento de la ley no exime de su cumplimiento. Velis nolis tienes la opción de saber qué sucede, si no lo haces es por que prefieres cerrar los ojos y seguir como si tal cosa. Eso te hace cómplice del crimen. La próxima vez que mueran cientos de trabajadoras en una maquila como la de Bangladesh, no preguntes cómo ha podido suceder, ya lo sabes: cuando compras esa ropa prolongas la agonía y te haces cómplice del crimen que se está cometiendo.
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